Trigésimo primer día.
Este relato escrito a lo largo del mes de agosto está dedicado a Liana por sus palabras de aliento, por su coraje y también, por qué no decirlo, por sus ojos verdes.
No es una frase. Ni es un recuerdo (lo recuerdos se construyen cada vez que se recuerdan. Un recuerdo es una re-construcción). La verdad es una emoción. Por eso hoy, en mi último día en el palacio, he sido verdad. He llegado a mi hora. He despedido con un fuerte apretón de manos a mi compañero. He bajado a mi habitación. Me he cambiado. He salido al jardín. He saludado a la Primavera. Me he puesto a nadar y de la cadencia del gesto repetido -conocido- ha surgido y he sabido que deseaba que mi mujer volviera de la Antártida para acogernos en nuestros brazos y besarnos desnudos, en nuestra cama. Porque ahí la verdad resplandece o se apaga y yo sé que con ella la verdad se iluminará una vez más. Y después de gozarnos surgirá la conversación y sólo en ella se podrá decir porque nació antes, en el encuentro de nuestros cuerpos. Y le diré que ha sido un mes metódico. Le diré que las tuberías del palacio mantenían conversaciones que apenas sí lograba entender. Le diré que mi madre ha muerto y que no pienso volver a Tirana a recoger ni sus cenizas ni sus pertenencias. Le diré que la soledad me ha hecho volver a Oliveira al que he encontrado igual de viejo con su voz joven. Le diré que he descubierto defectos en mi natación y los he ido corrigiendo. Seguro que ella sabe que he escrito todos los días para que allá, en los fríos del Sur, sintiera el calor de mis palabras aunque no pudiera leerme, ella que siempre ha sido enemiga de los modernos medios de comunicación. Le contaré tras besarnos, tras follarnos, tras mordernos, tras calmarnos que he soñado mucho y que ha sido al final -una noche en la que la duermevela se hizo dueña del mundo- cuando he descubierto que la verdad es una emoción. Ese descubrimiento no altera en esencia mi mundo, ni es la catarsis que podría andar buscando. Ese descubrimiento es la constatación de que la verdad no puede ser universal porque la emoción sobre un suceso no tiene por qué ser la misma para todos. Pensemos en la sincera emoción del deber cumplido que sentían los nazis exterminando judíos o los españoles exterminando a los indígenas del nuevo mundo. Pensemos en la sincera emoción de terror e impotencia del judío gaseado o del indígena asesinado en su tierra, ante los suyos por unos extranjeros a los que confundieron con el dios propio Quetzacoatl.
Hoy es mi última noche y el tiempo ha sido bueno conmigo. Se ha alargado permitiéndome vivir varias vidas cada día. Ahora le pido que la noche se acorte y llegue pronto la mañana para acudir junto a mi amada y sonreírla y decirle, He vuelto. Me quedo.
FIN
Hoy es mi última noche y el tiempo ha sido bueno conmigo. Se ha alargado permitiéndome vivir varias vidas cada día. Ahora le pido que la noche se acorte y llegue pronto la mañana para acudir junto a mi amada y sonreírla y decirle, He vuelto. Me quedo.
FIN
Trigésimo día
Mi compañero me ha dicho esta mañana, Tienes mala cara. Sólo le contesto que he dormido mal. Mi compañero me dice, Ya no queda nada. Nada, le respondo y siento al decirlo una mezcla de alivio y desasosiego. Salgo del palacio para mis nueve horas fuera y decido no hacer nada. Sólo quiero llegar a casa, abrir las ventanas, tomarme un café de cafetera -en el palacio sólo hay café de ése que anuncia Georges Clooney-, regar mis plantas, mirar el patio, oler el aire de mi barrio, ver las caras conocidas y leer un rato y hacerme la comida, cosas cotidianas que quizá no vuelvan. A media mañana veo a una vecina que se encuentra a punto de parir. Le pregunto cuánto le queda. Me dice que diez días y que se muda de casa. Está con su otro hijo sentada en el poyete que rodea el patio mientras su marido con un colega van llenando la camioneta. Pasa la mañana. La mujer sigue ahí. Algunos vecinos le echan en cara que mantenga abierta la puerta del garaje y uno de ellos le exige que le diga dónde vive por si se estropea la puerta hacer que lo pague; una vieja le grita, ¡Eso, eso que lo pague! ¡Hábrase visto los inmigrantes estos! ¡No respetan nada! Cuando se ha ido le digo que no se preocupe, que cierre la puerta del garaje y que cuando necesite abrir me avise y yo la abro con el mando. La mujer me lo agradece. Siento ganas de estar en el palacio a salvo de gente tan repugnante. Hay mucha, mucha gente repugnante. Avanza la mañana. No puedo evitar vigilar a la mujer embarazada y por fin me decido y le digo que esté en mi casa mientras vuelve su marido, que tiene que estar incómoda tras tantas horas sentada en la piedra y en su estado. Acepta subir. Sobre todo necesita ir al baño. A su hijo, que no tendrá más de cuatro años, le fascinan unas piezas de ajedrez.
Quería venir y ahora quiero volver. Así es que cuando ha llegado la hora de volver al trabajo estaba triste y sentía cuánto pesa poseer. He llegado. He nadado y de repente hoy, de nuevo, han vuelto a caer compresas durante mi nado. No una, dos. Las he dejado en el bordillo. Me he desentendido. Tras nadar he leído la lista de posesiones de mi madre que me ha enviado una vecina suya. No iré a Tirana a por ellas. No volveré a Tirana. Todo me parece esta noche una locura y me da un poco de asco y quisiera estar aquí siempre, preso en el jardín y no volver a ese mundo inclemente y frágil donde las viejas amenazan a mujeres a punto de parir y un adulto de mierda la amenaza con cobrarle una posible rotura. Aquí, como mucho, caen compresas y además están limpias y no hacen daño y tiene la anécdota un algo de seducción o de vuelo de la imaginación de un hombre solo, en una casa sola, rodeado por todas partes de naturalezas muertas.
Quería venir y ahora quiero volver. Así es que cuando ha llegado la hora de volver al trabajo estaba triste y sentía cuánto pesa poseer. He llegado. He nadado y de repente hoy, de nuevo, han vuelto a caer compresas durante mi nado. No una, dos. Las he dejado en el bordillo. Me he desentendido. Tras nadar he leído la lista de posesiones de mi madre que me ha enviado una vecina suya. No iré a Tirana a por ellas. No volveré a Tirana. Todo me parece esta noche una locura y me da un poco de asco y quisiera estar aquí siempre, preso en el jardín y no volver a ese mundo inclemente y frágil donde las viejas amenazan a mujeres a punto de parir y un adulto de mierda la amenaza con cobrarle una posible rotura. Aquí, como mucho, caen compresas y además están limpias y no hacen daño y tiene la anécdota un algo de seducción o de vuelo de la imaginación de un hombre solo, en una casa sola, rodeado por todas partes de naturalezas muertas.
Vigésimo noveno día
Estaba en la oscuridad del jardín. Tan sólo la salamandra y yo. Imagino que ella a lo suyo: cazar y yo a lo mío: atrapar pensamientos. Y tomar decisiones. Los aspersores me han inquietado. Parecían serpientes lanzando su veneno al unísono. Durante horas me he mantenido inmóvil como si esperara el ataque no por previsto menos sorprendente de una compañía de nacionales. Tumulto en la maleza. Movimientos anormales de arbustos. Ausencia de viento. No he fumado. No he hecho aspavientos. Quieto en mi silla, con los brazos apoyados en la mesa de cristal, sin tocar el vino, sin mirar la botella. La noche pasaba y he conseguido perder la noción del tiempo. Entonces ha ocurrido: la piscina ha empezado a borbotear; su fondo se ha iluminado con un color rojo sangre y se ha escuchado el primer relincho del potro recién parido; seres alados con cabeza de Vaca y Toro se han lanzado en picado al agua y con la delicadeza de la golondrina que rasea el agua para atrapar con su pico al mosquito, han cogido al potro recién parido y lo han posado en la hierba; Primavera se ha levantado de su pedestal de piedra y al verla erguida me ha parecido gigantesca y densa como su piel de bronce y aún así su salto ha sido ligero, su paso leve hasta llegar hasta el potro al que ha amamantado bajo el cielo negro de mitad de la noche. Dos toros han alardeado de su cornamenta cabeceando e hiriendo la tierra con sus pezuñas antes de lanzarse el uno contra el otro y producir en su choque un remedo de trueno y una luz de rayos. El potro se ha asustado. Los seres alados han formado un semicírculo a su alrededor y han fotografiado el pecho de la estatua chorreando leche verde. La araucaria del fondo se ha iluminado con la llegada de un batallón de doscientas veinticinco mil luciérnagas; el potro se ha animado; los toros se han prosternado; los seres alados se han elevado hasta perderse en el nadir del cielo y Primavera se ha paseado desnuda por el jardín tomando entre sus delicados dedos de bronce a luciérnagas a las que, con un leve apretón, hacía explotar y cuando la luz iba consumiéndose nacía la música de Vaca Cósmica grave como el cosmos, lenta con la eternidad, sin pausa con el tiempo. Aquel espacio no moría. Aquella luz se hacía líquida. El potro crecía por segundos y ya era un animal joven, todo negro, con unas crines largas y un trotar sereno. Primavera me ha mirado -yo que hasta ese momento había sido mero espectador amparado por el porche- y con paso regio y cimbreo de cintura, alargando su brazo y ofreciéndome la mano, me ha invitado a que me uniera al mundo del jardín. Yo no he dudado por mucho que los toros, flanqueándola, bramaran y las luciérnagas todas se hubieran colocado a sus espaldas conformando una línea que se elevaba desde el suelo hasta el cielo proponiendo una cuerda por la que han descendido los seres alados con cabeza de Vaca y Toro hasta quedarse a la altura de los hombros de la Dama. Al pisar mi pie derecho la hierba del jardín he sentido un cosquilleo como si mis dedos estuvieran hurgando los nutrientes de esa tierra. A medida que avanzaba hacia ella, ella y su séquito de toros, seres alados, potro y luciérnagas se iban retirando. Todos me miraban fíjamente. Yo me sentí cada vez más pesado, con menos ganas de caminar hasta que por fin mis pies se han dividido en cuatro pies y esos cuatros pies en ocho y así hasta que mis pies eran pies-raíces que se han hundido en la tierra y al contacto con el subsuelo mis músculos se han hecho de madera y mi piel de corteza y mis brazos se han dividido como antes los pies habían hecho y ya eran ramas y todos mis cabellos son ya hojas, hojas de Olmo, de Olmo sano plantado junto al pedestal de la estatua, iluminado por las luciérnagas que se han ido desvaneciendo con el amanecer mientras los seres alados montaban en el potro que ya es un caballo y ha galopado hacia la luna que se desvanece, ligero como un sueño de Primavera, joven como la savia que corre ahora por mis venas y los toros se aquietan y vuelven a su posición primera y la estatua se sube a su pedestal y se acomoda de tal forma que su mirada se dirige a mí y también su sonrisa y yo tengo, por fin, hambre de sol.
Vigésimo octavo día
La claridad del jardín con su estatua femenina al fondo me había mantenido en una suerte vespertina de dicha. Llegaba. Me desnudaba ante ella. La saludaba. En ocasiones, antes de lanzarme al agua, invocaba a una diosa la cual parecía encarnarse (o embronzarse) en la figura. Mientras nadaba, más de una vez, sentí su mirada vigilante. Sé que alguna vez pensé, Y si me ahogara ¿qué balbuciría?
Los días han pasado y ya va siendo hora de hacer el equipaje. Por mucho que el hombre se haya vuelto sedentario, no puede evitar transitar de continuo por las horas.
El tiempo, curiosamente rígido, propone en ocasiones un acertijo, ¿El tiempo de hace un año conformó las mismas sombras a esta hora?
Vigésimo séptimo día
No ha caído una gota de lluvia en todo el mes de agosto.
Desesperado ha visto al águila. Sobrevolaba y planeaba.
Urge buscar la mano. Urge el verde. Urge partir.
Desde entonces ha llegado un sabor antiguo.
La primavera.
Suenen las campanas en los pueblos.
Las gentes salgan a las calles. Haya fiestas campesinas.
Muchachas y muchachos abrazados lleguen hasta el árbol mayo.
Dejen las nutrias la ribera del río.
Se avecinen cambios en el reloj del campanario.
Se sosiega la tarde ante la nube violeta.
Se entiende el beso como un canto elevado.
Hubiera aterrizado la nieve en tus hombros.
Aturdía el valle la bandada de ánades.
Volverá a su garganta la cadencia del vals.
Se elevó el humo hasta la noche.
He visto la mordaza.
Vestirás de largo cualquier día.
Sorbió la última gota y quedo complacida.
Unimos a los niños en el corro infinito.
Sepáis sostener la dignidad en los ojos.
Se sumieron, benditos, en la alfombra los otoños.
¡Navegad, naves! ¡Rielad, rayos de luna!
La madre dice que no tiene dientes.
La abuela ríe mientras criba legumbres.
El garbanzo negro ha huido para siempre como su prima hermana la alubia de La Granja.
¡Remad, remeros, que arde Troya!
¡No toméis, Helena, la manzana de oro!
¡Déjate acariciar Cancerbero por las pezuñas de Vaca!
¡Olisquea, Lobo, sangre de Oveja!
Porque no importa que agosto haya sido seco.
Ni que se avente el trigo con monstruosas maquinarias.
Ni importa que el agua surja de un manantial sordo
Si el universo sigue tan oscuro como siempre.
¡Remad, griegos! ¡Remad en las trirremes! ¡Que no cunda el pánico ante las focas cantarinas!
¡Que nadie se quede sin su porción de ambrosía!
Vuelve Odiseo a su Ítaca de siempre y desteje Penélope su última labor.
¡Jasón, no quieras encontrar el premio! ¡Muchachos, fueron cuarenta los argonautas!
Moisés reconoce que jamás escribió un sola línea y que sus Tablas de la Ley eran una simple y mortal constitución para un Estado
¡Remad que el mar se acaba!
¡Remad si el viento amaina y si arrecia desplegad la cuadrada vela de las travesías rápidas!
Ovidio repite un título que se metamorfosea en lápida y deja quejarse en las costas de Tracia, que la vida se acaba con lamento o sin él.
Mis bellas señoritas, mis amigos, mi patria. La piel.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/08/2014 a las 23:04 | {2}