Si no sé y si sé. MAREADO hasta el cuello queriendo QUIZÁ gritar en algún momento ¿pero qué cojones queréis hacer poniendo la velocidad máxima a 110 kilómetros por hora? DE QUÉ VAIS ¿Cómo no se exige que en tiempos de crisis, cuando millones de personas las están pasando putas, los beneficios privados que excedan un tanto por ciento determinado sean requisados por el Estado y se distribuyan entre la población? 110 kilómetros por hora Pero ¿de qué COJONES estáis hablando? Si el AMOR me chorrea por las neuronas y siento un bulto y al mismo tiempo una paralización FLÁCIDA un no ATREVERME un no osar. La VIDA SE DEBE ESCAPAR POR ESOS VERICUETOS la vida se asoma por unos cuantos agujeritos. YO SIENTO y sé y NO sé y la noche acampa tras la ventana y la LUZ se hace de repente como un RELÁMPAGO y RIMBAUD está en una caravana; mercadea con CALOR y su pierna se está muriendo y no llegará hasta su pueblo y su hermana ISABELLE le cuidará en MARSELLA y el sol se hará pálido y sus VERSOS seguirán su rumbo borracho a bordo del barco que nunca debió COGER. MIENTEN las mañanas. MIENTEN las montañas. YA no hay nieve; no no hay ni la lágrima que se atesora en mi última célula la que está ENCIMA del RIñón, en la CÁPSULA suprarrenal que para eso tengo unos cuantos libros de ANATOMÍA ¡Oh, cómo viene a mi recuerdo el Spanterhoff! ¡Oh, esas arterias! ¡La manada rumia su desconsuelo en la pradera! ¡Las estrellas son resquebrajaduras del sólido cielo, del cielo de PIEDRA! Vienen y van los 110 kilómetros por hora ¿Quiénes son esos hombres? ¿Cómo tienen esas ocurrencias? ¿Cómo es posible que un gañán sea presidente de una comunidad autónoma? POR QUÉ SOPORTAMOS un perro ladrador llamando a los suyos ratas Es el mundo algunos días un lugar endiabladamente infernal y OTROS la lujuria convierte la llanura en cuerpo de MUJER y la lluvia canta versos de CATULO. MUÉRDEME. Condéname. Arrasa mis pies. Llaga mis uñas. Anhela mis poros. Sacude la esterilla que nunca será hecha de cáÑAMO. Los viernes se parecen demasiado a las nubes. ¿Nadie te lo ha dicho nunca? ¿Nadie te ha sorprendido poniéndole una vela a San Yago y rezándole para que tu PADRE muera pronto? ¿Nadie ha sucumbido a tus ruegos? ¿Nadie ha cambiado de OPINIÓN con tus palabras? ¿Nadie ha VUELTO de su idilio? ¿Nadie ha sabido sonreirte de lejos? La materia se vuelve POLVO y el anuncio te VENDE un ABSORBEDOR de menstruo en el parking de un gran centro COMERCIAL. ¡Quiéreme o CONDÉname! tU AUSENCIA ES UN BOTÓN. Y el botón es una celda. Y la celda es una canción. Y la canción es unA MIERDA. 110 KILÓMETROS POR hora. Hay que ser JILIPOLLAS (SIEMPRE me gustó con jota esta palabra). Y no pienso hablar de ARAgón.
Eran las tres y media de la tarde del sábado. Mallorquín Menéndez se dirigió paseando a su casa desde el Asador de Paco para bajar un poco la comida. Se sentía abotargado por el vino, el orujo y la visión -pues así la llamaba- del anciano. Aún quedaban tres horas y media para ir al teatro. Durante el recorrido no vio un alma por la calle, no escuchó el sonido de un coche o el grito de una madre o la risotada de un policía o la alarma de un comercio. Quizá por eso retumbaron en sus oídos como acordes funerales, sus pasos al subir los escalones. Al entrar en su casa, sintió frío. Sin pensárselo, se desnudó y se metió en la cama. Entonces le vinieron al pensamiento los pechos de la viuda de Domínguez e intentó masturbarse; lo intentó un buen rato. Hubo un momento en que casi llegó a empalmarse pero fue sólo un espejismo. Se dijo, Estoy borracho y se quedó dormido.
¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.
¡Qué malas son las siestas!, fue su primer pensamiento al despertarse con un escalofrío y de inmediato le vino la imagen del anciano que salía de su sueño por la puerta de la vigilia. Intentó seguirle, volver al sueño y ver qué había hecho, dónde había transcurrido. No pudo. Con un esfuerzo extraño como si una brida tirara de él hacia un barranco, Mallorquín se levantó, lavóse la cara, se volvió a vestir con las mismas ropas de la mañana y a las seis menos cuarto salió de su casa para ir al teatro. Entonces supo que todo había cambiado: los colores del día se habían vuelto oscuros, las gentes que a su lado pasaban las sentía muy distantes, los olores se diluían en una sensación fétida que parecía emanar de él, sentía que los pasos los daba sobre una alfombra de mierda y las farolas empezaron a brillar con una luz pálida.
Al doblar la esquina de la calle Estigia para enfilar por la calle del Teatro, un remolino de viento aireó los faldones de su abrigo y se sintió una mujer recatada a la que el tiempo ha puesto al aire sus vergüenzas; se bajó los faldones del abrigo, con las manos los mantuvo pegados a las piernas y llegó hasta la taquilla del teatro con un sofoco raro. Espanto sintió cuando vio que el taquillero era el anciano del Asador de Paco. No dijo nada. Recibió su billete. Pagó. Entró directamente al patio de butacas y se sentó. No había nadie.
Un teatro vacío, pensó y ese pensamiento le heló la sangre y supo por vez primera que el miedo, en efecto, paraliza. Era un miedo que le empezó a subir por los pies y dejó rígida su nuca. No podía girarse. No podía mirar si iban entrando personas. Sólo oía a sus espaldas murmullos, leves pasos, pequeñas risas. Esperaba que alguno de esos movimientos, alguno de esos sonidos pasaran por delante de él, que se encontraba en la tercera fila, y ocuparan su butaca. Pero todos se quedaban atrás. A nadie veía. Creyó sentir, en un momento, que el aliento de alguien sentado tras él rozaba su cogote; sintió incluso que una boca se acercaba a su oreja y dejaba, cual veneno, la palabra idiota en su oído. Cuando, haciendo un esfuerzo inútil, quiso girarse, las luces de sala empezaron a derivar dulcemente al negro.
En la estación de tren de Los Molinos hacia 1981. De izquierda a derecha: Inma Crespo, Cristina Vidal, Luis Otero, Alvaro Toca, Fernando Loygorri, Carola García e Inés París. Fotografía de Valentín Álvarez
Aquel día de 1981 yo acababa de cumplir los veinte años. Aquel día de febrero de 1981, en España, se produjo un intento de golpe de estado. Un teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero, entró en el Parlamento español al mando de unos doscientos guardias civiles y secuestró a todos los parlamentarios que ese día estaban votando la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del gobierno tras la dimisión de Adolfo Suárez.
Aquel 23 de febrero de 1981, yo me encontraba junto a Carola García, Cristina Vidal, Luis Otero y Valentín Álvarez en el palacio de Doriga, propiedad de la familia de Valentín, en Asturias. Un palacio precioso con una torre del siglo XIII donde el abuelo de Valentín pasaba horas y horas inventando problemas matemáticos y bailando valses (esto es imaginación mía pero no muy alejada de lo que Valentín nos contaba) porque su abuelo fue don Valentín Andrés Álvarez el matemático de la generación del 27; de su abuelo ha heredado Valentín su fama, merecida, de buen bailarín.
No sé muy bien por qué nos habíamos ido a pasar unos días allí. Éramos universitarios e imagino que no tendríamos demasiado que estudiar; también éramos algo hippiosos y de izquierdas y tendríamos, entonces, cierta gana de rebeldía contra horarios y costumbres.
Recuerdo que fueron unos días luminosos en Asturias. Siempre he amado esa región de España y en ella he pasado felicísimos momentos de mi vida. Tanto allí como en Luanco o en Ortiguera o en Navia o en Cudillero o en Cabueñes o en Oviedo o en Gijón. Asturias es de los lugares más hermosos del mundo y donde la gente tiene algo muy especial, muy auténtico, muy honrado.
Justo aquel 23 de febrero era el día en que nos volvíamos para Madrid. El tío de Valentín, que si no recuerdo mal se llama Luis, nos iba a llevar a la estación de tren en Oviedo para coger el rápido -cuyo nombre siempre pareció paradójico porque su trayecto duraba toda una noche- y llegar por la mañana a Madrid. Cuando íbamos a salir, el padre de Valentín que en aquel entonces era miembro del Consejo de Radiotelevisión española, llamó para decirnos que no volviéramos a Madrid y que de inmediato cogiéramos un tren para Francia porque acababan de dar un Golpe de Estado. Nos quedamos estupefactos. El tío Luis dijo que nos quedáramos allí esa noche y que a la mañana siguiente compraría los billetes para irnos a Francia.
Y entonces ocurrió algo maravilloso. Los cinco: Carola, Cristina, Valentín, Luis y yo decidimos coger el tren esa noche y volver a Madrid para luchar, si era necesario, por nuestra libertad.
Es difícil hoy imaginar lo que significaba esa decisión. Es difícil imaginar que nosotros con los pelos largos, pendientes en las orejas, vestuario izquierdoso, pegatinas de la CNT en la cartera (ése era Valentín) o del PSP (ése era yo) podíamos correr verdadero peligro. Pero era así. Más peligro podía correr Luis Otero porque su padre era el comandante Luis Otero de la UMD que había sido una organización militar democrática y cuyos miembros habían sido condenados en Consejo de Guerra, no hacía muchos años, a prisión militar. En aquel año de 1981, el comandante Otero estaba en la calle tras la amnistía. Pero Luis tampoco dudó.
El tío Luis intentó convencernos pero no lo consiguió y así, aquella noche del 23 al 24 de febrero, iniciamos uno de los viajes más inquietantes de cuantos hayamos hecho. Recuerdo sobre todo cuando estábamos llegando a Valladolid. No sé cómo habíamos oído decir que la estación estaba tomada por el Ejército y la Falange. En nuestro compartimento se produjo un auténtico cambio de aspecto: las chicas se recogieron las largas melenas, nosotros nos quitamos los pendientes y nos hicimos coletas que ocultamos tras el cuello de las zamarras (Luis lo tenía difícil porque tiene el pelo rizado y lo llevaba a lo afro); nos deshicimos de cualquier pegatina o carnet que pudiera delatarnos y entramos en la estación de Valladolid más muertos de miedo que vivos de esperanza. No sabíamos que a aquellas horas -las tres de la madrugada- el golpe ya había fracasado.
Llegamos a Madrid muy de mañana. Hacía sol. Todo estaba tranquilo. Pero los cinco sabíamos que habríamos luchado.
Al fondo del comedor Mallorquín Menéndez devoraba el cochinillo. Sus manos pequeñas y regordetas cogían la paletilla y sus dientes mordisqueaban por todas partes sin dejar al final resquicios de carne. Se había puesto la servilleta a modo de babero y ya habían caído en ella gotas de grasa, la misma que brillaba en las comisuras de su boca. Mientras comía miraba a los otros comensales. Entre ellos había una pareja de no más de cuarenta años que comía con una gran pulcritud, una familia de cinco miembros que provocaba la lógica algarabía de niños y peleas y gritos de la madre, otra más númerosa porque estaban con los abuelos y que repetían, como si fuera pura mímesis, los gestos de la más pequeña y luego, en el otro extremo del comedor, se encontraba un hombre anciano, junto a la ventana, muy elegante, de manos largas y mirada perdida. Hubo un momento en que las miradas de Mallorquín y el hombre anciano se cruzaron. Quizá fuera debido a que Mallorquín lo miraba con insistencia. La mirada del anciano tenía, segun creyó intuir Mallorquín, un deje de reproche como si el festín pantagruélico que se estaba pegando, fuera un pecado que alguien tenía que hacerle ver. Desafiante siguió comiendo su cochinillo y para hacer patente que nada le impediría terminárselo entero, comenzó a comer con violencia, tirando de las hebras de la carne como si se tratara de una lucha sin cuartel contra la ligera comida que el anciano tragaba despaciosamente. Haciendo aspavientos con la mano, Mallorquín atrajo la atención del camarero y le pidió otra botella de vino de Rioja. Sin pausa entre el comer y el beber, llenó la copa y se la bebió de un trago. Cuando estaba terminando de repasar los intersticios de las costillas, el anciano se levantó y salió del comedor. Entonces Mallorquín, abotargado y medio borracho, le gritó: ¡Eh, usted! ¿Quiere una copita de orujo? Venga, siéntese. Yo le invito. El anciano ni se dio por enterado. Siguió la dirección de la salida y abrió la puerta. Cuando iba a salir, sintió en su hombro la mano aún grasienta de Mallorquín.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.
- ¿No me ha oído? Le estoy invitando a una copa de orujo.
El anciano se giró y le miró con unos ojos ácueos y azules. Unos ojos sin vida, pensó Mallorquín. Y esa sensación le produjo espanto. Mecánicamente quitó la mano de su hombro y se quedó callado, mirando esos ojos hondísimos.
- Buenas tardes, le contestó el anciano y salió del Asador.
Mallorquín volvió a la mesa y sintió como si se hubiera encontrado de frente con la muerte. Regurgitó parte del cochinillo y subió por su esófago la acidez del vino. Miró a los comensales y se percató de que justo en ese momento todos le estaban mirando. Era como una foto fija en la que el objetivo era él y a él se dirigían por lo tanto las miradas. Fuen tan sólo un segundo porque de repente, sin solución de continuidad, todos estaban a lo suyo, volvió el sonido de los niños peleándose por el helado, de la abuela contando una anécdota del pasado, del camarero gritando a la barra un pedido, de la pareja de cuarenta años riendo una ocurrencia de él y del molinillo eléctrico moliendo el café. Mallorquín se pasó la mano por la cara y no supo si realmente el anciano había estado allí o todo había sido una alucinación. Con la fuerza que le daba saber que esa tarde se encontraría con Margarita Sáez, viuda de Domínguez, en el café del Concierto y que de ese sábado no pasaba que él le pidiera una cita, Mallorquín llamó al camarero le pidió café, copa y puro y le preguntó quién era ese viejo al que había invitado a una copa y se había negado. El camarero, retirando los restos del cochinillo, le contestó, Yo no he visto a ningún viejo, señor.
Mallorquín Menéndez estaba listo. El sábado era un día de fiesta. Se levantó y desayunó copiosamente. El cielo estaba azul y el viento había despejado la atmósfera. Unos pájaros, desde hacía días, cantaban muy de mañana y ese cantar alegraba el alma, bastante podrida todo hay que decirlo, de Mallorquín Menéndez. Tras desayunar, se duchó y se frotó y se frotó bien, para quitarse la mugre que se había ido acumulando en su cuerpo desde hacía más de siete meses. Luego se afeitó y se explotó unos cuantos puntos negros que habían aparecido por todo su cutis. También se cortó los pelos de la nariz y se lavó los dientes con fruición; aún así no logró quitarse el verdín que, como ligera pincelada de un pintor impresionista, se había asentado en la base de sus incisivos inferiores. En su habitación se puso crema para hidratar su piel seca; cuando se la untó en la polla tuvo una ligera erección, se le quedó morcillona, se entretuvo un rato más pero aquello no se endureció; si hubiera ocurrido habría llegado hasta el final, de hecho imaginó que salía un chorrazo de lefa que inundaba los cristales de la ventana que tenía enfrente. Pero no prosperó. No, no prosperó. Aún así, Mallorquín Menéndez se dio ánimos. Vamos, vamos, amigo, hoy no es un día cualquiera. Vas a salir. Irás al teatro. Seguro. Y luego iré a un café y allí, sí... Vamos, vamos.
Antes de vestirse, Mallorquín se miró en el espejo de cuerpo entero y hoy, por fin, le gustaron las lorzas que circunvalaban su ombligo como si fueran tres flotadores; también su pecho escasamente velludo y caído; también sus hombros echados hacia delante como si fueran los de un hombre que anduvo acarreando carbón toda su vida; y su sexo de grandes huevos y escaso miembro, oscuro y peludo, le pareció atractivo ese sábado de fiesta.
Y así, aturdido por una esperanza que no sabía de dónde le había nacido, Mallorquín Menéndez salió a la calles de su ciudad a eso de la una y media de la tarde. Se había vestido con sus mejores galas: un abrigo negro tres cuartos, una chaqueta de espiguilla, una camisa color tabaco, unos pantalones negros con la raya perfectamente hecha, calcetines blancos y unos zapatos de rejilla de color marrón oscuro. Iba pintón, se decía. Decidió entonces entrar en el bar de la Plaza Mayor de su ciudad y tomarse un aperitivo de vermout rojo y mejillones en escabeche. Tan sólo un ligero contratiempo enturbió el refrigerio: la barra estaba demasiado alta y él no podía acodarse con comodidad. Sin poder evitarlo envidió a un grupo de hombres y mujeres todos más altos que él que usaban la barra con toda la naturalidad del mundo para apoyarse. Si no se hubiera dado semejante contratiempo, de seguro que Mallorquín se habría tomado otro vermoucito. No lo hizo. Pagó religiosamente sacando su cartera y haciendo bien visible para quien quisiera mirar, que estaba repleta de billetes y salió del bar de la Plaza Mayor para comer un cochinillo asado en el Asador de Paco. ¡Ah, sí -pensaba Menéndez durante el trayecto al Asador- esto es vida. Hoy va a ser. Mira, mira cómo me ha mirado ésa. Con el estómago lleno y una buena copita de hierbas, mi ánimo se elevará aún más y no vaya a ser que justo al salir me encuentre con ella y tenga los arrestos de invitarla a la función!
Ella era Margarita Sáez, viuda de Domínguez.
Antes de vestirse, Mallorquín se miró en el espejo de cuerpo entero y hoy, por fin, le gustaron las lorzas que circunvalaban su ombligo como si fueran tres flotadores; también su pecho escasamente velludo y caído; también sus hombros echados hacia delante como si fueran los de un hombre que anduvo acarreando carbón toda su vida; y su sexo de grandes huevos y escaso miembro, oscuro y peludo, le pareció atractivo ese sábado de fiesta.
Y así, aturdido por una esperanza que no sabía de dónde le había nacido, Mallorquín Menéndez salió a la calles de su ciudad a eso de la una y media de la tarde. Se había vestido con sus mejores galas: un abrigo negro tres cuartos, una chaqueta de espiguilla, una camisa color tabaco, unos pantalones negros con la raya perfectamente hecha, calcetines blancos y unos zapatos de rejilla de color marrón oscuro. Iba pintón, se decía. Decidió entonces entrar en el bar de la Plaza Mayor de su ciudad y tomarse un aperitivo de vermout rojo y mejillones en escabeche. Tan sólo un ligero contratiempo enturbió el refrigerio: la barra estaba demasiado alta y él no podía acodarse con comodidad. Sin poder evitarlo envidió a un grupo de hombres y mujeres todos más altos que él que usaban la barra con toda la naturalidad del mundo para apoyarse. Si no se hubiera dado semejante contratiempo, de seguro que Mallorquín se habría tomado otro vermoucito. No lo hizo. Pagó religiosamente sacando su cartera y haciendo bien visible para quien quisiera mirar, que estaba repleta de billetes y salió del bar de la Plaza Mayor para comer un cochinillo asado en el Asador de Paco. ¡Ah, sí -pensaba Menéndez durante el trayecto al Asador- esto es vida. Hoy va a ser. Mira, mira cómo me ha mirado ésa. Con el estómago lleno y una buena copita de hierbas, mi ánimo se elevará aún más y no vaya a ser que justo al salir me encuentre con ella y tenga los arrestos de invitarla a la función!
Ella era Margarita Sáez, viuda de Domínguez.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/02/2011 a las 23:20 | {0}