Extracto del capítulo III Magia Simpatética de La Rama Dorada de James Georges Frazer. Editado por Fondo de Cultura Económica. Edición de 2001. Traducción de Elisabeth y Tadeo I. Campuzano
[...]
Para asegurarse una larga vida, los chinos recurren a ciertos encantamientos complicados que concentran en sí mismos la esencia mágica que emana, según los principios homeopáticos, de los tiempos y las estaciones, de las personas y las cosas. Los vehículos empleados para transmitir estas influencias felices no son otros que las ropas de amortajar. De ellas se proveen en vida muchos chinos, y la mayoría de las gentes las hacen cortar y coser por muchachas solteras o mujeres muy jóvenes, calculando sabiamente que, como probablemente tales personas vivirán todavía muchos años, una parte de su capacidad para vivir mucho pasará seguramente a la tela y así retardarán por largo tiempo el momento en que deban de tener su uso apropiado. Además las prendas se coserán con preferencia en un año que tenga un mes intercalar, pues la mentalidad china cree sinceramente que las telas de amortajar hechas en un año excepcionalmente largo poseen la capacidad de prolongar la vida de un modo excepcional. Entre las vestiduras, en una de ellas en particular, derrochan cuidados especiales para imbuirle esta cualidad inestimable. Se trata de una gran túnica de seda de color azul obscuro con la palabra "longevidad" bordada sobre toda ella con hilo de oro. Regalar a un padre anciano uno de estos esplendidos y costosos ropajes, conocidos como vestidos de longevidad es estimados por los chinos como un acto de piedad filial y una delicada atención. Como con esta vestidura el propósito es prolongar la vida de su propietario, éste la lleva con frecuencia, especialmente en las fiestas, con objeto de facilitar l influencia de longevidad creada por lñas numerosas letras de oro con las que está adornada, y de que obre con toda su fuerza sobre su propia persona. El día de su cumpleaños, sobre todo, difícilmente dejarán de ponerse esta prenda, pues el sentido común en China atribuye un gran almacenamiento de energía vital al día de cumpleaños, el que se gastará en forma de salud y vigor durante el resto del año. Ataviado con su suntuosa mortaja y absorbiendo su bendita influencia por todos los poros del cuerpo, su feliz propietario recibe complacido las felicitaciones de amigos y parientes que calurosamente le expresan su admiración por el magnífico atavío y por la piedad filial que incitóa a los hijos a regalar tan bellísimo y útil presente al autor de sus días.
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Para asegurarse una larga vida, los chinos recurren a ciertos encantamientos complicados que concentran en sí mismos la esencia mágica que emana, según los principios homeopáticos, de los tiempos y las estaciones, de las personas y las cosas. Los vehículos empleados para transmitir estas influencias felices no son otros que las ropas de amortajar. De ellas se proveen en vida muchos chinos, y la mayoría de las gentes las hacen cortar y coser por muchachas solteras o mujeres muy jóvenes, calculando sabiamente que, como probablemente tales personas vivirán todavía muchos años, una parte de su capacidad para vivir mucho pasará seguramente a la tela y así retardarán por largo tiempo el momento en que deban de tener su uso apropiado. Además las prendas se coserán con preferencia en un año que tenga un mes intercalar, pues la mentalidad china cree sinceramente que las telas de amortajar hechas en un año excepcionalmente largo poseen la capacidad de prolongar la vida de un modo excepcional. Entre las vestiduras, en una de ellas en particular, derrochan cuidados especiales para imbuirle esta cualidad inestimable. Se trata de una gran túnica de seda de color azul obscuro con la palabra "longevidad" bordada sobre toda ella con hilo de oro. Regalar a un padre anciano uno de estos esplendidos y costosos ropajes, conocidos como vestidos de longevidad es estimados por los chinos como un acto de piedad filial y una delicada atención. Como con esta vestidura el propósito es prolongar la vida de su propietario, éste la lleva con frecuencia, especialmente en las fiestas, con objeto de facilitar l influencia de longevidad creada por lñas numerosas letras de oro con las que está adornada, y de que obre con toda su fuerza sobre su propia persona. El día de su cumpleaños, sobre todo, difícilmente dejarán de ponerse esta prenda, pues el sentido común en China atribuye un gran almacenamiento de energía vital al día de cumpleaños, el que se gastará en forma de salud y vigor durante el resto del año. Ataviado con su suntuosa mortaja y absorbiendo su bendita influencia por todos los poros del cuerpo, su feliz propietario recibe complacido las felicitaciones de amigos y parientes que calurosamente le expresan su admiración por el magnífico atavío y por la piedad filial que incitóa a los hijos a regalar tan bellísimo y útil presente al autor de sus días.
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A las ocho y media me levanta la luz.
¿Es ese sol a través de las rendijas de la persiana?
Al incorporarme me viene a la cabeza la palabra azalea.
A las nueve menos cuarto siento el peso y me sangra la herida (que no sé cómo me hice ni por qué sangra tanto). Aún así hago el café y luego intento limpiarme la herida, intento cortar la hemorragia y al final desisto. Pienso, Es un hilo de sangre de una herida que no sé cuándo ni por qué me hice.
A las nueve cago pero no leo. Fumo el cigarrillo y pienso.
A las nueve y veinte el perro me saca a pasear. Una señora, en lo alto de la calle, me dice, amable, Va dejando usted un reguerito de sangre. Yo la sonrío y me saltan dos lágrimas por el mismo ojo, el derecho.
A las diez me ducho con agua no muy caliente. Me lavo la cabeza con ganas como si el pelo brillante tuviera alguna connotación optimista. Me masturbo un rato pero no deseo así es que me detengo y miro el fondo de la bañera que se tiñe con la sangre de mi herida.
A las once menos cuarto siento un latigazo en la espalda.
A las once y media respiro hondo y con papel de cocina limpio el charco de sangre que se había ido creando en mi quietud. Ha quedado en mi costado derecho un resquicio de dolor.
A las doce he de conducir y disimular. Para ello me he puesto una compresa en la herida. La persona que me acompaña no nota nada. En todo caso va medio dormida y tiene en su rostro toda la vida. La dejo en su espacio. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las dos me quito la compresa empapada. Me limpio de nuevo. Sangro y sonrío. Me miro en el espejo, la palidez se hace eco de lo que está ocurriendo.
A las dos y siete me mareo. Me siento en el sofá. El perro me quiere sacar de nuevo. Yo intento pensar cuándo y cómo me hice esa herida y si fuera lo que fuese merecía desangrarme de esta manera. No logro recordar nada. A punto de desmayarme pienso, Sería en una pesadilla.
A las tres menos veinte me siento con fuerzas para que mi perro me saque. En la calle me caigo varias veces. El perro se acerca y me lame y me hace levantar. Conseguimos dar el paseo completo. Al llegar a casa me duermo sabiendo que tengo que despertar.
A las cuatro he de volver a conducir. La herida abierta no sangra tanto. Vuelvo a la ciudad. Asisto donde tenía que asistir. Solo. No veo a quien no quiero ver ni hablo con quien no quiero hablar. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las siete llego a mi casa. Mi perro mueve el rabo y se me sube. Yo voy directo al baño. Toda mi cintura. Toda mi cadera. Todo mi sexo. Todo mi culo.Todos mis muslos. Todas mis rodillas. Todas mis pantorrillas. Todos mis pies. Todo es sangre. La herida ahora es como un cráter. Haciendo un esfuerzo que es ajeno a mí. Fuera de mí, diría, me lavo. Me cambio de ropa. Me pongo otra compresa en el cráter y dejo que mi perro me saque a pasear. Entiende que me siente en el banco de la avenida y deja que me vaya quedando dormido... creo que ahora aúlla... o quizá sea la ambulancia... o soy yo que balbuceo... ¿qué?... ¿cuándo?
¿Es ese sol a través de las rendijas de la persiana?
Al incorporarme me viene a la cabeza la palabra azalea.
A las nueve menos cuarto siento el peso y me sangra la herida (que no sé cómo me hice ni por qué sangra tanto). Aún así hago el café y luego intento limpiarme la herida, intento cortar la hemorragia y al final desisto. Pienso, Es un hilo de sangre de una herida que no sé cuándo ni por qué me hice.
A las nueve cago pero no leo. Fumo el cigarrillo y pienso.
A las nueve y veinte el perro me saca a pasear. Una señora, en lo alto de la calle, me dice, amable, Va dejando usted un reguerito de sangre. Yo la sonrío y me saltan dos lágrimas por el mismo ojo, el derecho.
A las diez me ducho con agua no muy caliente. Me lavo la cabeza con ganas como si el pelo brillante tuviera alguna connotación optimista. Me masturbo un rato pero no deseo así es que me detengo y miro el fondo de la bañera que se tiñe con la sangre de mi herida.
A las once menos cuarto siento un latigazo en la espalda.
A las once y media respiro hondo y con papel de cocina limpio el charco de sangre que se había ido creando en mi quietud. Ha quedado en mi costado derecho un resquicio de dolor.
A las doce he de conducir y disimular. Para ello me he puesto una compresa en la herida. La persona que me acompaña no nota nada. En todo caso va medio dormida y tiene en su rostro toda la vida. La dejo en su espacio. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las dos me quito la compresa empapada. Me limpio de nuevo. Sangro y sonrío. Me miro en el espejo, la palidez se hace eco de lo que está ocurriendo.
A las dos y siete me mareo. Me siento en el sofá. El perro me quiere sacar de nuevo. Yo intento pensar cuándo y cómo me hice esa herida y si fuera lo que fuese merecía desangrarme de esta manera. No logro recordar nada. A punto de desmayarme pienso, Sería en una pesadilla.
A las tres menos veinte me siento con fuerzas para que mi perro me saque. En la calle me caigo varias veces. El perro se acerca y me lame y me hace levantar. Conseguimos dar el paseo completo. Al llegar a casa me duermo sabiendo que tengo que despertar.
A las cuatro he de volver a conducir. La herida abierta no sangra tanto. Vuelvo a la ciudad. Asisto donde tenía que asistir. Solo. No veo a quien no quiero ver ni hablo con quien no quiero hablar. Me vuelvo y cuando estoy volviendo siento un borbotón en la herida como si se hubiera hecho grande de improviso y hubiera alcanzado la rotura una vena mayor. Huelo mi sangre cuando enfilo la autopista.
A las siete llego a mi casa. Mi perro mueve el rabo y se me sube. Yo voy directo al baño. Toda mi cintura. Toda mi cadera. Todo mi sexo. Todo mi culo.Todos mis muslos. Todas mis rodillas. Todas mis pantorrillas. Todos mis pies. Todo es sangre. La herida ahora es como un cráter. Haciendo un esfuerzo que es ajeno a mí. Fuera de mí, diría, me lavo. Me cambio de ropa. Me pongo otra compresa en el cráter y dejo que mi perro me saque a pasear. Entiende que me siente en el banco de la avenida y deja que me vaya quedando dormido... creo que ahora aúlla... o quizá sea la ambulancia... o soy yo que balbuceo... ¿qué?... ¿cuándo?
A propósito de Un trozo invisible de este mundo
La obra de teatro es inmensa. Como todo arte a partir del siglo XX, cualquier tipo de poética obtiene de inmediato su antitésis (o antipoiesis). El siglo XX -el gran destructor de escuelas, modos y preceptos- abre la mano para que cualquier situación en la que un hombre esté en un escenario y otro sentado mirándole (Peter Brook) se convierta en un hecho teatral.
Siendo como soy uno de los últimos, a veces siento como si un nombre abarcara conceptos que no le son propios. Por ejemplo: si un grupo de personas con instrumentos musicales se pone a tocar los instrumentos sin ningún tipo de acuerdo, considero que lo que surge no es música sino un mundo sonoro, espacios sonoros, con el valor propio de la construcción de ese espacio; es decir: no me parece más valioso el hacer música que el hacer espacios sonoros; de la misma manera si dos actores se ven en el centro de un escenario, rodeados por un público, las luces de sala se apagan y se ilumina de foma estudiada el escenario y uno de los actores empieza a hablar de lo que le ocurrió hace veinte años o de lo que piensa acerca del racismo sin que eso tenga incidencia alguna sobre el escenario y su presente, no lo considero teatro, lo considero un discurso hermosamente (o no) iluminado y como discurso más o menos interesante y brillante. Lo que no restaría un ápice de interés al discurso. Pero si ese discurso es denominado pieza teatral y además resulta que a ese texto se le otorga el máximo premio de las artes escénicas españolas, el premio Max a la autoría revelación, entonces, digo, me siento un tanto perplejo porque no alcanzo a ver el valor teatral del texto y entonces surge la cuestión con la que empezaba: ¿Cómo definimos y por lo tanto acotamos la extensión de un término? ¿Cuál sería la condición sine qua non un texto es o no teatral? y ¿cuándo un actor en un escenario -sea lo que sea eso actor y eso escenario- observado por un público -sea lo que sea eso público- trasciende la línea en la que el observador y lo observado se convierten en teatro?
Y por no dejar sin respuestas estas preguntas yo contestaría: un texto es teatral cuando por medio de una situación promueve a una acción de la que se infiere un sub-texto. Un espacio con actor y público se convierte en teatro cuando la realidad de lo que se está viviendo (el espacio tiempo de ambos) desaparece y surge una realidad que no es real y que es vivida por ambos.
Y así un monólogo actual, en los que un cómico cuenta lo que le hacía su madre en la playa cuando tenía ocho años, no es teatro, es un actor contando un cuento, es literatura oral si se quiere, es la vuelta a los rapsodas, lo que -incido sobre ello- no resta un ápice de valor o genialidad al monólogo en sí; no resta nada el que no sea teatral, sencillamente no lo es porque es un actor contando, no un actor interpretando a un personaje que cuenta una historia que tiene sentido para entender la gran historia -la obra teatral completa- en la que está inmerso; de la misma forma un actor que dice llamarse Turco si sólo me narra un trayecto de su vida, sin más intención que narrármelo y eso no conlleva cambio ni acción alguna, digamos que entonces sólo hace la contaduría de una situación pero no el proceso que le ha llevado a contarlo en ese momento, justo ese día y en ese lugar. Y el teatro tiene como materia prima la conjunción de los sucesos más los procesos (sean cuales sean éstos y aquéllos).
No deberíamos temer lo que es y mucho menos lo que no es.
Siendo como soy uno de los últimos, a veces siento como si un nombre abarcara conceptos que no le son propios. Por ejemplo: si un grupo de personas con instrumentos musicales se pone a tocar los instrumentos sin ningún tipo de acuerdo, considero que lo que surge no es música sino un mundo sonoro, espacios sonoros, con el valor propio de la construcción de ese espacio; es decir: no me parece más valioso el hacer música que el hacer espacios sonoros; de la misma manera si dos actores se ven en el centro de un escenario, rodeados por un público, las luces de sala se apagan y se ilumina de foma estudiada el escenario y uno de los actores empieza a hablar de lo que le ocurrió hace veinte años o de lo que piensa acerca del racismo sin que eso tenga incidencia alguna sobre el escenario y su presente, no lo considero teatro, lo considero un discurso hermosamente (o no) iluminado y como discurso más o menos interesante y brillante. Lo que no restaría un ápice de interés al discurso. Pero si ese discurso es denominado pieza teatral y además resulta que a ese texto se le otorga el máximo premio de las artes escénicas españolas, el premio Max a la autoría revelación, entonces, digo, me siento un tanto perplejo porque no alcanzo a ver el valor teatral del texto y entonces surge la cuestión con la que empezaba: ¿Cómo definimos y por lo tanto acotamos la extensión de un término? ¿Cuál sería la condición sine qua non un texto es o no teatral? y ¿cuándo un actor en un escenario -sea lo que sea eso actor y eso escenario- observado por un público -sea lo que sea eso público- trasciende la línea en la que el observador y lo observado se convierten en teatro?
Y por no dejar sin respuestas estas preguntas yo contestaría: un texto es teatral cuando por medio de una situación promueve a una acción de la que se infiere un sub-texto. Un espacio con actor y público se convierte en teatro cuando la realidad de lo que se está viviendo (el espacio tiempo de ambos) desaparece y surge una realidad que no es real y que es vivida por ambos.
Y así un monólogo actual, en los que un cómico cuenta lo que le hacía su madre en la playa cuando tenía ocho años, no es teatro, es un actor contando un cuento, es literatura oral si se quiere, es la vuelta a los rapsodas, lo que -incido sobre ello- no resta un ápice de valor o genialidad al monólogo en sí; no resta nada el que no sea teatral, sencillamente no lo es porque es un actor contando, no un actor interpretando a un personaje que cuenta una historia que tiene sentido para entender la gran historia -la obra teatral completa- en la que está inmerso; de la misma forma un actor que dice llamarse Turco si sólo me narra un trayecto de su vida, sin más intención que narrármelo y eso no conlleva cambio ni acción alguna, digamos que entonces sólo hace la contaduría de una situación pero no el proceso que le ha llevado a contarlo en ese momento, justo ese día y en ese lugar. Y el teatro tiene como materia prima la conjunción de los sucesos más los procesos (sean cuales sean éstos y aquéllos).
No deberíamos temer lo que es y mucho menos lo que no es.
Tú sabes cuántas veces ha escrito la palabra aire y cuántas razones alberga para ello. Ha estado solícitamente recorriendo línea a línea, página tras página, y no ha encontrado, en varias ocasiones, la palabra aire donde hubiera debido estar; tampoco había en esa posición un espacio en blanco de cuatro letras sino que la palabra aire había sido sustitutida por otras palabras: agua, vela, coño, leve, malo, soez, tale, alba, otro, masa, amar, doler, sisa, alta, mano, luna, teta, sana, caña, ceño, cima, sima, solo, alto, cómo, olmo, mola, miro, orbe... Tú sabes su debilidad, el temblor de sus manos cuando llega la noche y la risa que sabe ejercer su dominio; tú sabes de él la improvisación de su mirada y la latencia de un querer amar que excede con mucho la conversación de madrugada. Tú sabes cuánto tendrá que buscar si quiere saber cuántos aires han cambiado de sentido y sabes la paciencia de la que tendrá que hacer gala las noches de los meses venideros y lo mucho que se alterará cuando encuentre palabras nuevas como alza, casi, mula, lana, nana, bala, anal, lino, uñas, velo, hola, vais, seda, boca, beso, lodo, modo, unas. Y sabes, ¡ay, cómo lo sabes! su tendencia al giro, su lentitud, su poco tino para darse cuenta del matiz, así él seguirá buscando aires y encontrará silo, mole, cero, poco, lote, asir, vals, taza, pato, ocre. Por eso te ruego que aceptes su empeño en devorar el aire que ya no esté, en devolver la frase hasta que encontró el lino a su sentido primero hasta que encontró el aire o aquella otra, que tanta turbación le produjo; te ruego que lo ampares y aunque sea de lejos impidas que un aire tuyo se convierta en saña o que se deje vencer al fin, en el penúltimo archivador, ante las últimas doscientas venticuatro mil veinte líneas y se quede agazapado, a la espera del alba, frente al jardín con seto con aire de baba.
Cuando pasee este verano por el sendero seguro que sentiré en algún momento la memoria y que me está venciendo el olvido.
Si llega el verano buscaré en estos dedos y en estos días el alivio necesario para tragar saliva.
El orden del universo me deja frío y los adioses telefónicos no me suelen gustar, me parecen cobardes. Recuerdo a una amiga a la que una vez abandonaron, en una relación sentimental, por teléfono y se dolía de que hubiera sido así; poco tiempo después oí que esta misma mujer había dejado a su nuevo amante por teléfono. Nos suele disgustar de los otros lo que nos disgusta de nosotros mismos.
Cuando pasee este verano, volveré a pensar en el invierno y pensaré en una tarde de enero en la que fui feliz y me sentía tranquilo.
Arriesgarse es la palabra.
Vivir y amar es la clave. Y si no se sabe vivir y si no se sabe amar, intentar aprender -si es que es posible- tales acciones y como para aprenderlas sólo nos queda realizarlas, habrá que intentar vivir mucho y habrá que intentar amar mucho. Y escribo amar cuando en realidad estoy hablando de una idea, o de un ideal que es, para mi gusto, uno de los mayores errores y el más elegante que nos legaron los griegos y de entre todos ellos Platón.
Si llega el verano buscaré en estos dedos y en estos días el alivio necesario para tragar saliva.
El orden del universo me deja frío y los adioses telefónicos no me suelen gustar, me parecen cobardes. Recuerdo a una amiga a la que una vez abandonaron, en una relación sentimental, por teléfono y se dolía de que hubiera sido así; poco tiempo después oí que esta misma mujer había dejado a su nuevo amante por teléfono. Nos suele disgustar de los otros lo que nos disgusta de nosotros mismos.
Cuando pasee este verano, volveré a pensar en el invierno y pensaré en una tarde de enero en la que fui feliz y me sentía tranquilo.
Arriesgarse es la palabra.
Vivir y amar es la clave. Y si no se sabe vivir y si no se sabe amar, intentar aprender -si es que es posible- tales acciones y como para aprenderlas sólo nos queda realizarlas, habrá que intentar vivir mucho y habrá que intentar amar mucho. Y escribo amar cuando en realidad estoy hablando de una idea, o de un ideal que es, para mi gusto, uno de los mayores errores y el más elegante que nos legaron los griegos y de entre todos ellos Platón.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2014 a las 20:16 | {0}