Decimoctavo día
Hay un güisqui encima de una barra de madera. Tras de mí corre el río Amazonas y un tipo mal encarado, con una larga cicatriz en su mano izquierda que acaba en el dedo corazón mutilado, me amenaza con destriparme si no abandono de inmediato el bohío. Yo no voy a abandonarlo, ni voy a permitir que ese hijo de mala madre se salga con la suya. La noche está cayendo y ya le he pagado al dueño por pasar la noche a cubierto y no al raso, en una selva que desconozco. Yo estoy mirando al tipo que evidentemente está borracho y tiene mal vino pero no está lo suficientemente borracho como para perder el equilibrio lo que lo hace más peligroso. Es fuerte y tiene cara de mala persona. Es una mala persona.
En la penumbra, fumando hierbas que huelen a rayos, un grupo de cinco indios se muestran del todo indiferentes a lo que está ocurriendo. Tras de mí una mujer sucia limpia una mesas con un trapo sucio. También parece india. Una india vieja. El dueño de bohío, tras la barra, sigue a su tarea como si la escena que está presenciando la hubiera visto mil veces y cualquiera de sus desenlaces no le sorprenderá; también los ha visto mil veces; seca vasos como podría estar espantando moscas. Yo sé que nadie va a mover un dedo por mí y también sé que si ese hombre está solo tampoco nadie va a mover un dedo por él. Pienso mientras veo cómo va abriendo con pereza una faca con una hoja de unos treinta centímetros, que los hombres tenemos mala follá; somos -recuerdo cada palabra de mi pensamiento en aquel atardecer en el río Amazonas- alimañas y siento pena por personajes como L'Adouanier Rousseau y sus seres puros. Cuando estos filósofos hablan del género humano ¿de qué género humano hablan? Entre ese negrero y yo, nada hay en común. Entre ese tipo que me va clavar la faca en las tripas y me las va a retorcer porque se le ha puesto en sus santos cojones hacerlo y porque para él una vida no es nada; entre ese tipo, pienso, y yo no hay nada en común y como no hay nada en común y como entre su vida y la mía prefiero con mucho la mía, no voy a permitir que ese pedazo de acero afilado se hunda en mi carne, ni tampoco que la faz del mal se imponga sobre el respeto a la vida en ese bohío junto al Amazonas. Al hombre se le han inyectado los ojos en sangre y ha abierto un poco la boca, como para tomar aire antes de lanzarse a por mí. Yo tengo una extraña tranquilidad, casi diría relajación como el antílope cuando ya es preso en las fauces del león y decide abandonarse y sufrir lo menos posible. Sólo que su primer movimiento, decidirá el curso de mi vida y esa sensación me atrae por una parte y por la otra me desespera. Cuando grita, me pilla desprevenido en mis lucubraciones y cuando veo la faca a punto de entrar por mi costado, sé que soy hombre muerto. Entonces escucho la detonación y veo un agujerito rojo que se dibuja de repente en la frente del malvado. Su gesto se congela. La faca cae al suelo antes que el hombre. Su mandíbula cruje al chocar contra mis botas. Ya no se mueve. Tras de mí escuchó la voz de mi ángel de la guarda. Es una voz antiquísima, como venida de la ciudad de Ur; es una voz que al oírla los indios, les produce temor y reverencia; es una voz que me saluda con estas palabras, Su espalda no merecía morir esta noche. Bebamos a su salud, si le apetece.
Así conocí al único hombre que ha sido mi Maestro -espero conocer a algún otro antes dejar este mundo- (él siempre decía que los maestros los hacemos los discípulos. Todo maestro que no es elevado a esa categoría por sus discípulos sino que él mismo se otorga semejante honor, nunca podrá serlo): Oliveira Noce.
Esta noche del 18 agosto, se cumplen veinticinco años de nuestro encuentro. Veinticinco años que han pasado porque él me los regaló.
En la penumbra, fumando hierbas que huelen a rayos, un grupo de cinco indios se muestran del todo indiferentes a lo que está ocurriendo. Tras de mí una mujer sucia limpia una mesas con un trapo sucio. También parece india. Una india vieja. El dueño de bohío, tras la barra, sigue a su tarea como si la escena que está presenciando la hubiera visto mil veces y cualquiera de sus desenlaces no le sorprenderá; también los ha visto mil veces; seca vasos como podría estar espantando moscas. Yo sé que nadie va a mover un dedo por mí y también sé que si ese hombre está solo tampoco nadie va a mover un dedo por él. Pienso mientras veo cómo va abriendo con pereza una faca con una hoja de unos treinta centímetros, que los hombres tenemos mala follá; somos -recuerdo cada palabra de mi pensamiento en aquel atardecer en el río Amazonas- alimañas y siento pena por personajes como L'Adouanier Rousseau y sus seres puros. Cuando estos filósofos hablan del género humano ¿de qué género humano hablan? Entre ese negrero y yo, nada hay en común. Entre ese tipo que me va clavar la faca en las tripas y me las va a retorcer porque se le ha puesto en sus santos cojones hacerlo y porque para él una vida no es nada; entre ese tipo, pienso, y yo no hay nada en común y como no hay nada en común y como entre su vida y la mía prefiero con mucho la mía, no voy a permitir que ese pedazo de acero afilado se hunda en mi carne, ni tampoco que la faz del mal se imponga sobre el respeto a la vida en ese bohío junto al Amazonas. Al hombre se le han inyectado los ojos en sangre y ha abierto un poco la boca, como para tomar aire antes de lanzarse a por mí. Yo tengo una extraña tranquilidad, casi diría relajación como el antílope cuando ya es preso en las fauces del león y decide abandonarse y sufrir lo menos posible. Sólo que su primer movimiento, decidirá el curso de mi vida y esa sensación me atrae por una parte y por la otra me desespera. Cuando grita, me pilla desprevenido en mis lucubraciones y cuando veo la faca a punto de entrar por mi costado, sé que soy hombre muerto. Entonces escucho la detonación y veo un agujerito rojo que se dibuja de repente en la frente del malvado. Su gesto se congela. La faca cae al suelo antes que el hombre. Su mandíbula cruje al chocar contra mis botas. Ya no se mueve. Tras de mí escuchó la voz de mi ángel de la guarda. Es una voz antiquísima, como venida de la ciudad de Ur; es una voz que al oírla los indios, les produce temor y reverencia; es una voz que me saluda con estas palabras, Su espalda no merecía morir esta noche. Bebamos a su salud, si le apetece.
Así conocí al único hombre que ha sido mi Maestro -espero conocer a algún otro antes dejar este mundo- (él siempre decía que los maestros los hacemos los discípulos. Todo maestro que no es elevado a esa categoría por sus discípulos sino que él mismo se otorga semejante honor, nunca podrá serlo): Oliveira Noce.
Esta noche del 18 agosto, se cumplen veinticinco años de nuestro encuentro. Veinticinco años que han pasado porque él me los regaló.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2014 a las 22:51 | {0}