Recobro de la salud perdida
Tengo en el alma y en este entendimiento confuso por la enfermedad que conlleva el debilitamiento de las facultades y la tristeza de ánimo, la voluntad absurda de reivindicar la confianza en oposición a la transparencia. Y así mantengo que la confianza es justo lo opuesto de la transparencia.
Expresan los sabios lexicólogos bien urdidas definiciones sobre lo que la confianza supone y que suele ser en la mayoría de los casos una mezcla de términos tales como: espera, esperanza, seguridad grande, ánimo, espíritu, aliento, vigor para obrar; también entregar y dar alguna cosa sin tomar seguridad, sino sólo en fe de la palabra del que la recibe; también es confidencia y así se suele decir, En confianza te digo… ; y poner en manos de otro sin más seguridad que el otro en sí la hacienda o cualquiera otra cosa. La confianza pues tiene un aire de ciega entrega, de seguridad cierta basada en la inseguridad evidente, de acto de amor, diría yo, de abrazo al ser humano. Tiene la confianza las más altas de las virtudes humanas como cuando se confía en que la muerte será mejor que la vida o cuando entregamos nuestros hijos al amigo para que se los lleve a unos agrestes montes donde descubrirán el riesgo, la aventura y al aire puro.
La confianza es incluso -diría yo, en este mi pobre estado, en el que siento fatiga de mantener el hilo del discurso y he de parar cada poco y mirar por el amplio ventanal de mi casa donde ya ha renovado el arce japonés y tiene en su primer hojear un aire de entrega a la vida muy poco en consonancia con mi estado de postración. Estado por cierto que es el resultado natural de la enfermedad y no un estado mórbido, un querer estar así, sólo que hay que confiar en los procesos del cuerpo, dejarlo estar, saber que ese ser así busca, por medio de la voluntad de vivir, el restablecimiento de la facultades, la persecución de los objetivos, el reconocimiento una mañana de la belleza de este intervalo entre una muerte y otra que es la vida, lo fenoménico del ser- amor a la libertad.
Confiar libera al receptor de la confianza de la tediosa obligación del relato, la confesión o la narración de las decisiones que se toman en ausencia del que confía. Porque la confianza es justamente eso: esperar a ciegas la bondad del otro. Uno de los grados más altos de confianza se da en la creencia de los creyentes de que su Dios es Dios. Millones serían los pensamientos unos más brillantes, otros más absurdos que aconsejan la confianza (la fé ciega; la fé abrahamánica) en los actos del Dios de turno y así podemos leer en Fray Luis de Granada: Fíate, hermano, de Dios y de su palabra, y arrójate confiadamente en sus brazos… y verás como queda vencida la fama con sus merecimientos. O este otro pensamiento de Teresa de Ávila que a más de mística también tenía sus preocupaciones terrenales: De todas maneras nos ha apretado nuestro Señor año y medio; mas yo estoy confiadísima que ha de tornar nuestro Señor por sus siervos y siervas. Es decir Teresa de Ávila confía en la libertad del Señor para que tuerza su rumbo y les regalé, tras año y medio de desdichas, un poco de bienestar. También se ha de reseñar como muy importante en la condición del confiado que, como en el caso de Teresa de Ávila, no enjuicia ni se queja de las calamidades a las que les ha sometido su Señor, sencillamente, en participio sin mácula de reproche sólo afirma que durante año y medio les ha apretado.
En un grado más mundano, la mayor prueba de amor, creo yo, reside en la confianza del uno en el otro; reside en la absoluta falta de tener que rendir cuentas y a más en el saber ciegamente que todo lo que haga el amado, como el Amado, no tiene como fin el mal del que confía sino que es fruto de su ser libre y por lo tanto en nada le atañe y en nada le daña. En el momento en que la confianza duda entra en juego la transparencia. Muchos hombres santos exigen transparencia a Dios y por ese exigir han de sufrir el tormento de la pérdida de la confianza.
La transparencia denota, justamente, la pérdida de la confianza. En el momento en que exigimos transparencia en los actos y los hechos, estamos dando por terminada la relación de confianza. Cuando de unos políticos se exige transparencia, lo que denota es que se ha perdido la confianza en ellos; cuando entre dos amantes, también es que la confianza se ha perdido. Si la confianza, como dije más arriba, es amor a la libertad del otro; la transparencia es miedo a la libertad del otro. Por supuesto que en muchas ocasiones esta retirada de la confianza puede tener sus motivos; pongamos el caso del hombre santo que siempre ha cumplido los mandamientos de su Dios y que éste por una apuesta con su antagonista el Diablo, ponga a prueba la confianza del susodicho hombre santo; humana sería la retirada de la confianza en ese Dios y la exigencia de transparencia en los males que le atacan sin haber habido por su parte mal alguno; sólo que en este caso suele emerger como la más elevada de las confianzas ese término que también he utilizado más arriba que es la fe.
En las relaciones mundanas la fe no tiene por qué tener cabida y si es justo que así sea, entonces aparecerá con fuerza la necesidad de la transparencia como paso previo, quizá, a la recuperación de la confianza.
Porque somos cuerpos opacos. Porque nuestros pensamientos y nuestras emociones no son transparentes, entiendo la transparencia como un no-sense del ser humano, como una aspiración si se quiere. Una de tantas aspiraciones idealistas que buscan en la conciencia del ser lo que realmente no le pertenece. Porque no solemos saber lo que hacemos, confiemos. Porque no solemos saber lo que no hacemos, confiemos. Y si la confianza, como el bien más supremo de las relaciones humanas, se extingue, entonces seamos valientes y consecuentes y zanjemos con un no esa relación.
Expresan los sabios lexicólogos bien urdidas definiciones sobre lo que la confianza supone y que suele ser en la mayoría de los casos una mezcla de términos tales como: espera, esperanza, seguridad grande, ánimo, espíritu, aliento, vigor para obrar; también entregar y dar alguna cosa sin tomar seguridad, sino sólo en fe de la palabra del que la recibe; también es confidencia y así se suele decir, En confianza te digo… ; y poner en manos de otro sin más seguridad que el otro en sí la hacienda o cualquiera otra cosa. La confianza pues tiene un aire de ciega entrega, de seguridad cierta basada en la inseguridad evidente, de acto de amor, diría yo, de abrazo al ser humano. Tiene la confianza las más altas de las virtudes humanas como cuando se confía en que la muerte será mejor que la vida o cuando entregamos nuestros hijos al amigo para que se los lleve a unos agrestes montes donde descubrirán el riesgo, la aventura y al aire puro.
La confianza es incluso -diría yo, en este mi pobre estado, en el que siento fatiga de mantener el hilo del discurso y he de parar cada poco y mirar por el amplio ventanal de mi casa donde ya ha renovado el arce japonés y tiene en su primer hojear un aire de entrega a la vida muy poco en consonancia con mi estado de postración. Estado por cierto que es el resultado natural de la enfermedad y no un estado mórbido, un querer estar así, sólo que hay que confiar en los procesos del cuerpo, dejarlo estar, saber que ese ser así busca, por medio de la voluntad de vivir, el restablecimiento de la facultades, la persecución de los objetivos, el reconocimiento una mañana de la belleza de este intervalo entre una muerte y otra que es la vida, lo fenoménico del ser- amor a la libertad.
Confiar libera al receptor de la confianza de la tediosa obligación del relato, la confesión o la narración de las decisiones que se toman en ausencia del que confía. Porque la confianza es justamente eso: esperar a ciegas la bondad del otro. Uno de los grados más altos de confianza se da en la creencia de los creyentes de que su Dios es Dios. Millones serían los pensamientos unos más brillantes, otros más absurdos que aconsejan la confianza (la fé ciega; la fé abrahamánica) en los actos del Dios de turno y así podemos leer en Fray Luis de Granada: Fíate, hermano, de Dios y de su palabra, y arrójate confiadamente en sus brazos… y verás como queda vencida la fama con sus merecimientos. O este otro pensamiento de Teresa de Ávila que a más de mística también tenía sus preocupaciones terrenales: De todas maneras nos ha apretado nuestro Señor año y medio; mas yo estoy confiadísima que ha de tornar nuestro Señor por sus siervos y siervas. Es decir Teresa de Ávila confía en la libertad del Señor para que tuerza su rumbo y les regalé, tras año y medio de desdichas, un poco de bienestar. También se ha de reseñar como muy importante en la condición del confiado que, como en el caso de Teresa de Ávila, no enjuicia ni se queja de las calamidades a las que les ha sometido su Señor, sencillamente, en participio sin mácula de reproche sólo afirma que durante año y medio les ha apretado.
En un grado más mundano, la mayor prueba de amor, creo yo, reside en la confianza del uno en el otro; reside en la absoluta falta de tener que rendir cuentas y a más en el saber ciegamente que todo lo que haga el amado, como el Amado, no tiene como fin el mal del que confía sino que es fruto de su ser libre y por lo tanto en nada le atañe y en nada le daña. En el momento en que la confianza duda entra en juego la transparencia. Muchos hombres santos exigen transparencia a Dios y por ese exigir han de sufrir el tormento de la pérdida de la confianza.
La transparencia denota, justamente, la pérdida de la confianza. En el momento en que exigimos transparencia en los actos y los hechos, estamos dando por terminada la relación de confianza. Cuando de unos políticos se exige transparencia, lo que denota es que se ha perdido la confianza en ellos; cuando entre dos amantes, también es que la confianza se ha perdido. Si la confianza, como dije más arriba, es amor a la libertad del otro; la transparencia es miedo a la libertad del otro. Por supuesto que en muchas ocasiones esta retirada de la confianza puede tener sus motivos; pongamos el caso del hombre santo que siempre ha cumplido los mandamientos de su Dios y que éste por una apuesta con su antagonista el Diablo, ponga a prueba la confianza del susodicho hombre santo; humana sería la retirada de la confianza en ese Dios y la exigencia de transparencia en los males que le atacan sin haber habido por su parte mal alguno; sólo que en este caso suele emerger como la más elevada de las confianzas ese término que también he utilizado más arriba que es la fe.
En las relaciones mundanas la fe no tiene por qué tener cabida y si es justo que así sea, entonces aparecerá con fuerza la necesidad de la transparencia como paso previo, quizá, a la recuperación de la confianza.
Porque somos cuerpos opacos. Porque nuestros pensamientos y nuestras emociones no son transparentes, entiendo la transparencia como un no-sense del ser humano, como una aspiración si se quiere. Una de tantas aspiraciones idealistas que buscan en la conciencia del ser lo que realmente no le pertenece. Porque no solemos saber lo que hacemos, confiemos. Porque no solemos saber lo que no hacemos, confiemos. Y si la confianza, como el bien más supremo de las relaciones humanas, se extingue, entonces seamos valientes y consecuentes y zanjemos con un no esa relación.
El grupo se mantuvo atento. Mientras veían el descenso. Aquel grupo que nunca había llegado a ser un equipo. Días antes habían estado alrededor de una mesa bebiendo unas cervezas. Pensaron si quizá todo aquello empezaba a ser cierto. También -la muchacha del pelo largo y desgreñado- se pensó si siempre había sido. Y uno -el hombre negro que había vomitado días antes- respondió en voz alta, Siempre es una palabra cuyo concepto encierra una idea demasiado vasta. La muchacha de pelo largo y desgreñado pensó, Los eventos consuetudinarios que acontencen en la rúa es lo que pasa en la calle, luego una palabra cuyo concepto encierra una idea demasiado vasta es una palabra demasiado larga. La sencillez. El grupo pensó que el bajo corresponde al mundo inorgánico. Más tarde cuando dormían tuvieron encuentros que no se contaron en la vigilia. Callaron en las duchas. Caminaron como buenos compañeros -nunca, nunca llegaron a ser equipo- por un campus en ruinas. Alguien o algo pensó en la ruina arquitectónica como una cadencia sin melodía. En la llanura el grupo miró el descenso. Parecía venir desde muy lejos, desde el espacio interestelar. Una -probablemente la muchacha albina que siempre llevaba pamela- lo comparó con la lengua de fuego de cualquier saga épica. Y la de allá -la pelirroja exuberante- amalgamó en su ser el color del rubí y un acento panameño con claros síntomas de septicemia cosa que no quisieron hacerle ver como si aquello fuera algo que tan sólo le incumbía a ella. Desgajada -susurró el mestizo de india y caucásico- y no quiso mirar. La pelirroja pensaba, Siempre hablando de seres humanos. Pura especie endogámica que busca la salvación en su verse reflejada. Quizá los cosmólogos sepan algo distinto a sí mismos. Todo lo demás es incesto.
A punto de estrellarse no cerraron los ojos, ni se dieron las manos, ni se abrazaron tampoco. Todo iba a ser en un momento.
A punto de estrellarse no cerraron los ojos, ni se dieron las manos, ni se abrazaron tampoco. Todo iba a ser en un momento.
Samson Humes se levantó la mañana del 16 de septiembre de 1903 con una erección fálica descomunal. La noche anterior a su polla se le habría podido llamar con total tranquilidad pene; no había sufrido grandes incomodidades a lo largo del día, las usuales en todo caso en un muchacho de veintitrés años al que la sexualidad aún no le había sonreído. En toda su corta vida tan sólo una vez se había juntado al cuerpo de una mujer y fue en un baile al que acudió con los chicos de su parroquia cuando tenía dieciseis años y se atrevió a pedirle a una muchacha flaca y fea que bailara con él; la muchacha magra en exceso debía de tener ardores porque aceptó de inmediato y se pegó a Samson como si fuera una tabla de salvación. Mientras se miraba la erección, aún en la cama, recordó cómo durante aquel baile, él intentó sentir los pezones de la muchacha o algo de las tetas pero no logró sentirlo y de hecho durante un rato imaginó si sus amigos no le estarían gastando una broma y aquella muchacha era en realidad un chico disfrazado. Aquella idea no logró evitar que cierto grado de excitación acudiera a su pito y lo engrosara; cuando la muchacha lo notó en su muslo, se pegó aún más y dejó escapar, como al descuido, un ligerísimo suspiro en su oído. Entonces la música terminó. La muchacha le miró a los ojos con picardía y se mordió el labio inferior y Samson Hume bajó la vista, se dio la vuelta y se perdió entre las parejas de la pista de baile sin ni siquiera darle las gracias a la muchacha porque cada vez que una chica miraba a Samsom Humes con arrobo él se moría de vergüenza y lo único que quería era escapar de aquella mirada fuera como fuese. Incluso una vez, cuando tenía trece años, y estaba jugando al juego de la botella y le tocó besar a una niña en los labios, se levantó como un resorte, dijo que antes tenía que hacer pis -lo que provocó la carcajada general de la muchachada- y salió escopetado y no paró de correr hasta llegar a su habitación, donde se tumbó en la cama, se cubrió la cabeza con la almohada y lloró por el terror que le nacía en el vientre cada vez que se asomaba a su vida el contacto con el cuerpo de una chica.
E. J. Bellocq Fotografía de la serie titulada The Girls of Storyville
Narrativa
Tags : Las putas de Storyville Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/04/2014 a las 16:17 | {0}
Eric J. Hobsbawm: los historiadores son los 'recordadores' profesionales de lo que los ciudadanos desean olvidar.
A Julia Maestre Alarcón.
Vencido y desarmado abrió las puertas a un desecho moral que duró tres generaciones.
Sabemos lo que fue por el silencio de los que aguantaron callados.
Vencido y desarmado, largas filas de hombres y mujeres y niños, camino de los campos de concentración franceses.
Sin saber que una nueva guerra los esperaba.
Vencido y desarmado no empezó -como tan atinadamente escribió Fernando Fernán Gómez- la paz sino que empezó la victoria.
Larga la sombra de aquella victoria.
Una victoria de la infamia; una victoria de sotanas y sables; una victoria de hipocresía y miedo; una victoria de brazos en alto; una victoria de regiones devastadas.
Vencido y desarmado a muchos les quedó la diginidad del derrotado. Y la amabilidad del miserable.
Porque vencido y desarmado el pueblo sometido nunca fue manso del todo.
Porque vencido y desarmado les quedó el calor de sus gentes, los recuerdos escritos, el ideal de un mundo mejor.
Vencido y desarmado en aquellos años autoritarios.
Vencido y desarmado por los traidores.
No pasarán... y pasaron.
No pasarán... y arrasaron como caballos de Atila con todo aquello que no comulgara -en sentido literal y figurado- con sus ideas y sus hostias.
No pasarán... y pasaron los fariseos del cristianismo bajo palio y acompañados por música militar.
Vencido y desarmado, con lágrimas en los ojos y con la imagen de un hombre llevando sobre sus hombros el cuerpo muerto de su mujer desnuda camino del exilio.
Que no se nos olvide. Que los recordadores nos recuerden que la Bestia siempre acecha aunque a veces parece que duerma.
Sabemos lo que fue por el silencio de los que aguantaron callados.
Vencido y desarmado, largas filas de hombres y mujeres y niños, camino de los campos de concentración franceses.
Sin saber que una nueva guerra los esperaba.
Vencido y desarmado no empezó -como tan atinadamente escribió Fernando Fernán Gómez- la paz sino que empezó la victoria.
Larga la sombra de aquella victoria.
Una victoria de la infamia; una victoria de sotanas y sables; una victoria de hipocresía y miedo; una victoria de brazos en alto; una victoria de regiones devastadas.
Vencido y desarmado a muchos les quedó la diginidad del derrotado. Y la amabilidad del miserable.
Porque vencido y desarmado el pueblo sometido nunca fue manso del todo.
Porque vencido y desarmado les quedó el calor de sus gentes, los recuerdos escritos, el ideal de un mundo mejor.
Vencido y desarmado en aquellos años autoritarios.
Vencido y desarmado por los traidores.
No pasarán... y pasaron.
No pasarán... y arrasaron como caballos de Atila con todo aquello que no comulgara -en sentido literal y figurado- con sus ideas y sus hostias.
No pasarán... y pasaron los fariseos del cristianismo bajo palio y acompañados por música militar.
Vencido y desarmado, con lágrimas en los ojos y con la imagen de un hombre llevando sobre sus hombros el cuerpo muerto de su mujer desnuda camino del exilio.
Que no se nos olvide. Que los recordadores nos recuerden que la Bestia siempre acecha aunque a veces parece que duerma.
Ser otro siempre; un hombre que vive en un puerto de mar. Dándose cuenta de sus propias limitaciones abandona sus sueños de juventud y descubre que la realidad suya es la de estar junto a la gente. Conoce a alguien por casualidad. Alguien que es el futuro. Alguien que está indefenso en un mundo en absoluto desconocido para él. Hay que proteger ese futuro y si es necesario hay que hipotecar el propio presente porque ese término propio presente en realidad no existe. La vida. El mar. La distancia. Los pescadores. Las mujeres. Las mujeres que saben algo de la vida que los hombres nunca alcanzaremos a saber. Ser una mujer que escribe: CIERTA GENTE Cierta gente huyendo de cierta gente./ En cierto país bajo el sol/ y bajo ciertas nubes.// Dejan tras de sí su cierto todo,/ campos sembrados, ciertas gallinas, perros,/ espejos en los que justamente se contempla el fuego.// Llevan en la espalda cántaros y hatillos,/ cuanto más vacíos, cada día más pesados.// Tiene lugar calladamente el detenerse de alguien,/ y en el tumulto, el arrancarle el pan alguien a alguien/ o el sacudir al niño muerto de alguien.// Continuamente ante ellos un cierto no hacia allá,/ un no es éste el puente que hace falta/ sobre un río extrañamente rosa./ Alrededor ciertos disparos, más lejos o más cerca,/ y en lo alto un avión que, un poco, se balancea.// No estaría mal una cierta invisibilidad,/ una cierta parda pedregosidad,/ y aún mejor un cierto no-haber-sido/ por un tiempo corto o hasta largo.// Algo ocurrirá todavía, pero dónde y qué./ Alguien les saldrá al paso, pero cuándo, quién,/ de cuántas formas y con qué intenciones./ Si es que puede elegir,/ quizás no quiera ser un enemigo/ y los deje con una cierta vida.// Ser esa mujer y llamarse entonces Wislawa Szymbosrska y ser premio Nobel y aguardar el fin como tantos otros mientras repasa en sus poemas la condición humana con la precisión de una rosa. Ser ahora un hombre que debiera darse por vencido y alegrarse de las derrotas; alzar los brazos y mirar la bruma que está cayendo y dejarse abrazar por la humedad del mundo; ser ese hombre que ha tenido la dicha de aportar su simiente para la criatura nueva, la que ahora ha tomado una decisión y se siente feliz porque lo ha hecho; ser ese hombre que no supo; ser ese hombre tan imperfecto y tan cobarde y tan humano; ser ese hombre que admira; ser ese hombre que cuando menos siente la belleza como si fuera suya. Y ahora, ahora, ser el hombre que duerme y la mujer que añora y la perra que sueña y el escorpión que acecha y la rana que sabe que en su inmovilidad está su salvación y ser la inspiración del pintor y la tragedia del ahogado y el vendido como esclavo y el amante de la esquina y el panadero ebrio y la verdulera hermosa. Y ser tantos hasta morir como dicen que mueren los que han amado mucho (ser en la última frase -que es un verso-, entonces, un tal Gil de Biedma).
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/04/2014 a las 15:00 | {4}