Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXI
Recuerdo vagamente a N. Sólo los muertos aparecen vívidos cuando se los sueña. Hoy he soñado a mi prima P. Llama a la puerta de una casa soleada. La casa es un piso en el centro de la ciudad de F. Estoy acompañado por varias personas de las que sólo veo a otro primo mío, en este caso por parte de padre, mi primo N. De algún lugar (quizás una habitación contigua o es una música que entra por la ventana y que viene desde la casa de algún vecino o que se escucha desde la Piazza Signoria o es una música que suena tan sólo en mi cabeza y que hace que apenas atienda a la conversación) viene el sonido de la guitarra de Kenny Burrell con Stanley Turrentine al saxo, Major Holly al contrabajo y Ray Barretto a la batería. Creo que tocan Mule.
Relaciono a mi prima P. con los ciervos. Quizá sea ése el motivo por el que me sorprende verla en el umbral de la puerta. Viste un traje estampado de hortensias. Va sin sostén y sus pezones se muestran en relieve bajo la tela del leve vestido. Se ha cortado el pelo a lo garçon y tiene una sonrisa de dientes limpísimos como si acabara de hacerse una limpieza dental en el mejor dentista de F. y viniera directa desde su consulta. Blancura de los dientes que contrasta con su tez morena. No sé por qué al verla siento un intenso deseo de oler sus axilas como si en ellas pudiera descubrir un origen salvaje de mí, de nuestra familia; siento como si ese ardor por oler el sobaco de mi prima estuviera relacionado con las ebriedades de mi madre y con su muerte (me niego ahora a relatarla).
Acabamos de estar en una cala del Levante español. Somos jóvenes nudistas. Seremos once. Para volver debemos subir un monte. Uno de los mayores escollos es una pared lisa de unos tres metros de altura que sólo podemos salvar haciendo rápel. Alguien dejó la cuerda para uso de los demás. Yo subo tras P. Nos hemos vestido pero ni ella ni ninguno llevamos ropa interior. Mientras subo veo su pubis y me parece que todo el monte es el suyo. Cuando termina de escalar, se gira y vuelve a reír mientras me mira y me invita a que le dé la mano. Lo hago. Llego hasta arriba Me pegó a ella. Me muerde el labio inferior. Corre.
Mi prima P. desapareció de mi vida hace muchos años. Si no recuerdo mal -y es seguro que recuerdo mal- ese día en la cala del Levante español -cerca de M., en A.- fue la última vez que la vi. Hace poco supe de ella por unos azares que no vienen al caso. Vive con su marido en una casa cercana a la cala aunque tierra adentro, en una serranía famosa. Desde que supe de ella la sueño. Sus sueños tienen algo de atávico, de hereditario. Es como si en ella se me figurara la posibilidad de una fusión íntima con mi pasado (de ahí -interpreto- el deseo de oler su sobaco).
De N. -el cual murió de un tumor cerebral- tan sólo recuerdo la mutua antipatía que nos teníamos. Y así ocurre en el sueño. Hay un momento en el que me salgo de él e intento borrarlo. No lo consigo. Mi primo N. se queda con su cara fea, su amargura que aumenta con el amargor del alcohol y su ceguera (simbólica).
Relaciono a mi prima P. con los ciervos. Quizá sea ése el motivo por el que me sorprende verla en el umbral de la puerta. Viste un traje estampado de hortensias. Va sin sostén y sus pezones se muestran en relieve bajo la tela del leve vestido. Se ha cortado el pelo a lo garçon y tiene una sonrisa de dientes limpísimos como si acabara de hacerse una limpieza dental en el mejor dentista de F. y viniera directa desde su consulta. Blancura de los dientes que contrasta con su tez morena. No sé por qué al verla siento un intenso deseo de oler sus axilas como si en ellas pudiera descubrir un origen salvaje de mí, de nuestra familia; siento como si ese ardor por oler el sobaco de mi prima estuviera relacionado con las ebriedades de mi madre y con su muerte (me niego ahora a relatarla).
Acabamos de estar en una cala del Levante español. Somos jóvenes nudistas. Seremos once. Para volver debemos subir un monte. Uno de los mayores escollos es una pared lisa de unos tres metros de altura que sólo podemos salvar haciendo rápel. Alguien dejó la cuerda para uso de los demás. Yo subo tras P. Nos hemos vestido pero ni ella ni ninguno llevamos ropa interior. Mientras subo veo su pubis y me parece que todo el monte es el suyo. Cuando termina de escalar, se gira y vuelve a reír mientras me mira y me invita a que le dé la mano. Lo hago. Llego hasta arriba Me pegó a ella. Me muerde el labio inferior. Corre.
Mi prima P. desapareció de mi vida hace muchos años. Si no recuerdo mal -y es seguro que recuerdo mal- ese día en la cala del Levante español -cerca de M., en A.- fue la última vez que la vi. Hace poco supe de ella por unos azares que no vienen al caso. Vive con su marido en una casa cercana a la cala aunque tierra adentro, en una serranía famosa. Desde que supe de ella la sueño. Sus sueños tienen algo de atávico, de hereditario. Es como si en ella se me figurara la posibilidad de una fusión íntima con mi pasado (de ahí -interpreto- el deseo de oler su sobaco).
De N. -el cual murió de un tumor cerebral- tan sólo recuerdo la mutua antipatía que nos teníamos. Y así ocurre en el sueño. Hay un momento en el que me salgo de él e intento borrarlo. No lo consigo. Mi primo N. se queda con su cara fea, su amargura que aumenta con el amargor del alcohol y su ceguera (simbólica).
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/01/2021 a las 17:42 | {0}