Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXVII
Miro las primeras nieves. Me quiero acordar de algo. Una mirada entre la gente. Una gran avenida. No aseguro que sea este el recuerdo. No sé ni si existe o es más bien una ilusión cinematográfica, el símbolo del azar en la gran ciudad, dos seres que no se conocen y que por una serie de avatares fortuitos acaban encontrándose en un lugar importante para ellos y para los espectadores pero se encuentran sin andar buscándose, cada uno buscaba a otro. Esa ausencia en la sala de cine y tras la gran pantalla. Lluvia pienso -y siento-, los asfaltos brillan, el olor del frío. Lejos de la ciudad ahora, en una casa de campo. Podría ser feliz en ese momento. No sé muy bien. Se lo digo en ocasiones a Hamlet, cuando camina turbado y noto en sus orejas que la duda le atenaza, sean cuales sean las lealtades de Hamlet, aquello que ha violar en su código, la medida de la traición. Se lo digo en esas ocasiones. Le digo: es cierto que hay un hilo conductor de la existencia y también que hay zonas de la existencia de una independencia aterradora con respecto al hilo al que se encuentra enhebrada. Planetas exógenos, justo en el límite de un sistema, a punto de no pertenecer a él. Entonces, aquel día, en la casa de campo, en un día helador. Dentro se asan los corderos. Soy joven. Ella es joven. Somos todos jóvenes. En una meseta. Lejos de las Cícladas. Muchos años después. El primer intento de ser uno más.
No volveré a ver el mar. Cuando me asalta ese pensamiento es cuando más siento que el tiempo tiene un fin. Luego voy a la panadería y allí se encuentra C. una muchacha panadera. No tendrá más de veinticinco años. Tiene un cuerpo redondo y una cara redonda. Su cara me recuerda en ocasiones a la luna. Es coqueta. Se viste para un mozo, M., -que a veces viene a casa para hacer alguna chapuza-, con descaro y muestra su generoso canalillo en los días calurosos del verano y en los inviernos se ciñe mucho el mandil generando con sus apreturas una especie de lección de la curva en el cuerpo femenino. Es grato no ser el sujeto de su atención. Es grato que ella no me atienda en absoluto como macho sino como a abuelillo porque eso convierte mi mirada en pura. Admiro desde lejos, desde el horizonte -como se admira el perfil de una costa al que se va a perder de vista y no se va a volver a ver jamás-.
Existencias hilvanadas -o enhebradas-. La existencia de la casa de campo. Asado el cordero. Sacamos un buen vino. Yo siempre estaba de invitado. Es más difícil recibir que dar. La deuda siempre es más difícil. La casa de campo. Los primeros años. Ella y yo jóvenes. Sentí el deseo de compartir mi vida con ella. Decir Ella, es decir Un Mundo. El Otro siempre es Un Mundo. Decidimos compartir mundos. Se lo digo a Hamlet del que sospecho que está valorando la posibilidad de escaparse. Le digo lo que acabo de escribir: si vas a por Otro, vas a por un Un Mundo. Hamlet me mira. Cierra los ojos. Hamlet no había nacido cuando ocurrieron los hechos de la casa de campo.
Aquella existencia de la casa de campo pertenece a una de las zonas que se encuentran en el límite del hilo conductor de una existencia. Se podría calificar de exoexistencia. Todo es vago. Ligeras luminarias. Hubo manglar y luciérnagas. Hamlet duerme.
No volveré a ver el mar. Cuando me asalta ese pensamiento es cuando más siento que el tiempo tiene un fin. Luego voy a la panadería y allí se encuentra C. una muchacha panadera. No tendrá más de veinticinco años. Tiene un cuerpo redondo y una cara redonda. Su cara me recuerda en ocasiones a la luna. Es coqueta. Se viste para un mozo, M., -que a veces viene a casa para hacer alguna chapuza-, con descaro y muestra su generoso canalillo en los días calurosos del verano y en los inviernos se ciñe mucho el mandil generando con sus apreturas una especie de lección de la curva en el cuerpo femenino. Es grato no ser el sujeto de su atención. Es grato que ella no me atienda en absoluto como macho sino como a abuelillo porque eso convierte mi mirada en pura. Admiro desde lejos, desde el horizonte -como se admira el perfil de una costa al que se va a perder de vista y no se va a volver a ver jamás-.
Existencias hilvanadas -o enhebradas-. La existencia de la casa de campo. Asado el cordero. Sacamos un buen vino. Yo siempre estaba de invitado. Es más difícil recibir que dar. La deuda siempre es más difícil. La casa de campo. Los primeros años. Ella y yo jóvenes. Sentí el deseo de compartir mi vida con ella. Decir Ella, es decir Un Mundo. El Otro siempre es Un Mundo. Decidimos compartir mundos. Se lo digo a Hamlet del que sospecho que está valorando la posibilidad de escaparse. Le digo lo que acabo de escribir: si vas a por Otro, vas a por un Un Mundo. Hamlet me mira. Cierra los ojos. Hamlet no había nacido cuando ocurrieron los hechos de la casa de campo.
Aquella existencia de la casa de campo pertenece a una de las zonas que se encuentran en el límite del hilo conductor de una existencia. Se podría calificar de exoexistencia. Todo es vago. Ligeras luminarias. Hubo manglar y luciérnagas. Hamlet duerme.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/12/2020 a las 18:07 | {0}