Quizá sea por la influencia del libro Vidas ajenas o por una cuestión de inconsciencias que en nada me atañerían (¿existe el inconsciente?). Quizá sea por el personaje de Juliette que hasta que se queda coja daba clases de baile (me ha costado escribir esta frase. No sabía si poner estudiaba para bailarina, practicaba el baile, bailaba. No sabía). Sí, debe de ser por el libro, tan crudo, tan desnudo, tan familiar en el sentido antiguo de la palabra, no estas modernas formas de familia sino la antigua, la de para toda la vida, una aspiración del autor del libro Emmanuel Carrère que me sorprende (aunque tampoco sé muy bien por qué me sorprende. Yo también deseo el hondo amor, el amor largo, el amor con una mujer hasta el final de sus días o los míos, que ella cierre mis ojos que yo cierre los suyos. Y ver crecer a mi hija día a día y asistir a sus cambios, a su humor diario, a su risa, enfado o llanto. Esas cosas tan antiguas y tan modernas. Ese alma de pingüinos [¿son los pingüinos los que se mantienen fieles a su pareja durante toda la vida?] que tenemos... tantos) porque me llega a la emoción y hace que la lectura se entrecorte y pueda desahogarme (porque me ahoga su lectura) mientras miro por la ventana cómo las hojas del arce japonés se están volviendo otoñales (ayer me ocurrió un hecho curioso. Nilo que es un cachorro, se puso a escarbar la tierra del árbol, casi la sacó toda de la maceta. Yo me di cuenta tarde. Le regañé. Volví a colocar la tierra y se me saltaron las lágrimas mientras rogaba que no se muriera el árbol, que no se secaran sus raíces y con las lágrimas en los ojos le pedí a Nilo que por favor no matara al arce, que lo dejara vivir, así, en su maceta. Nilo me miraba sorprendido. Luego pegó un salto y me lamió la cara. Y yo me decía: Hoy estás sensiblero. ¿A qué este llanto? Luego creía saber que no lloraba por el árbol sino por las muertes que me han venido a la memoria tras la lectura del libro: la muerte de mi padre, la muerte de Julia).
Como también me vino a la memoria un recuerdo de la infancia, sobre todo en los días de Navidad. Mi hermana Lourdes y yo (como ya he contado en más de una ocasión. Esta frase es para ti que llegas hoy a este Inventario o para ti que aunque ya has entrado alguna vez, no has leído el artículo en el que se habla de ello. A los demás, gracias por permitirme la licencia de repetirme) tenemos la poliomielitis. Ella enfermó con un año y medio y yo con seis meses. A ambos nos ha quedado una cojera para siempre. Tuvimos la suerte de que la polio no alcanzase nuestras caderas de tal forma que podemos manejarnos con bastante desenvoltura sin necesidad de muletas (Lourdes sí la lleva y su muleta tiene nombre. Se llama Pepe. No sé por qué la lleva. La necesita menos que yo. Ella sólo tiene polio en la pierna derecha. Yo en las dos). El recuerdo -que claro que me viene de Juliette- es el siguiente: cuando llegaba la Navidad, sobre todo en Nochevieja, tras tomarnos las uvas, hacíamos una fiesta en casa. Normalmente estábamos mis padres, mis hermanos, mi tío Carlos, mi tía Isabel y algunos amigos de la familia. Mi madre le había regalado a mi padre -que era un gran amante de la música- un equipo estereofónico estupendo, de los que no se veían mucho en aquella época (hablo de la década de los sesenta del siglo pasado). Cuando empezaba la fiesta mi padre ponía un disco y todos: mis padres, mis hermanos, mis tíos y amigos de la familia, nos invitaban a Lourdes y a mí -que por entonces no habíamos cumplido los diez años- a que abriéramos el baile. Y Lourdes y yo bailábamos y todos alababan nuestro gracejo. Aún hoy creo que bailo bien y lo creo no sólo porque tenga ritmo y sentido musical (que los tengo) sino por ese ánimo de mis padres, hermanos y allegados que aplaudían en nuestra niñez el esfuerzo por llevar el ritmo con los aparatos en las piernas y por conseguir con sus aplausos que el pudor de hacerlo mal se convirtiera, por arte de amor, en el placer de hacerlo bien.
Como también me vino a la memoria un recuerdo de la infancia, sobre todo en los días de Navidad. Mi hermana Lourdes y yo (como ya he contado en más de una ocasión. Esta frase es para ti que llegas hoy a este Inventario o para ti que aunque ya has entrado alguna vez, no has leído el artículo en el que se habla de ello. A los demás, gracias por permitirme la licencia de repetirme) tenemos la poliomielitis. Ella enfermó con un año y medio y yo con seis meses. A ambos nos ha quedado una cojera para siempre. Tuvimos la suerte de que la polio no alcanzase nuestras caderas de tal forma que podemos manejarnos con bastante desenvoltura sin necesidad de muletas (Lourdes sí la lleva y su muleta tiene nombre. Se llama Pepe. No sé por qué la lleva. La necesita menos que yo. Ella sólo tiene polio en la pierna derecha. Yo en las dos). El recuerdo -que claro que me viene de Juliette- es el siguiente: cuando llegaba la Navidad, sobre todo en Nochevieja, tras tomarnos las uvas, hacíamos una fiesta en casa. Normalmente estábamos mis padres, mis hermanos, mi tío Carlos, mi tía Isabel y algunos amigos de la familia. Mi madre le había regalado a mi padre -que era un gran amante de la música- un equipo estereofónico estupendo, de los que no se veían mucho en aquella época (hablo de la década de los sesenta del siglo pasado). Cuando empezaba la fiesta mi padre ponía un disco y todos: mis padres, mis hermanos, mis tíos y amigos de la familia, nos invitaban a Lourdes y a mí -que por entonces no habíamos cumplido los diez años- a que abriéramos el baile. Y Lourdes y yo bailábamos y todos alababan nuestro gracejo. Aún hoy creo que bailo bien y lo creo no sólo porque tenga ritmo y sentido musical (que los tengo) sino por ese ánimo de mis padres, hermanos y allegados que aplaudían en nuestra niñez el esfuerzo por llevar el ritmo con los aparatos en las piernas y por conseguir con sus aplausos que el pudor de hacerlo mal se convirtiera, por arte de amor, en el placer de hacerlo bien.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/10/2012 a las 11:09 | {0}