Esta noche, cuando la madrugada, por el pasillo de la casa que no es mía, he visto pasar la luz blanca de un fantasma.
Esta mañana, cuando el día iluminaba, aún tumbado en una cama que no es la mía, he recibido un beso en la mejilla.
Más tarde he salido a la ciudad con mi perro, la ciudad que me vio nacer y de la que poco a poco me he ido alejando. ¿Podría también la ciudad alejarse de mí?
En el parque el perro pasea suelto.
A la vuelta las calles no están especialmente sucias.
Bebo un café de vuelta en la casa que me acoge. Converso con un muchacho. Me agrada y agradezco sus palabras.
Comeré lo que el estómago tenga a bien soportar. Viviré la extrañeza una tarde más. Volveré al lugar donde habito. He de volver. Voy a volver.
Duerme el perro a mi vera.
Junio está a punto de terminar. Este junio estuve vivo.
Salve.
¿Cuánto cuesta la espuma? He venido deshaciéndome… ¡no, no! He venido deshojándome. Seré una margarita con piernas atrofiadas y brazos desiguales. Sólo una margarita con semejante fisonomía podría preguntarse cuánto cuesta la espuma. No sólo se lo preguntará un día de tormenta cuando los pensamientos arden y están húmedos y por los montes corre una furia que se gesta en cuevas, donde los vientos, donde los vientos copulan. ¿Cuánto cuesta la espuma de quererte? ¿Cuánto cuesta querer seguir vivo? No sólo se lo peguntará la margarita -no te olvides atento lector que la margarita soy yo y también podrías ser tú- en los días de tormenta sino también cuando el viento deje de ser una letra redonda y sobre los cuerpos vivos, los cuerpos de la tierra un sol atroz nos queme, nos devore las dermis y supliquemos -como si hubiera alguien realmente a quien suplicar- un poco de frescura en el centro del ardor. ¿Cuánto cuesta la espuma? ¿Cuánto cuesta quererte? ¿Cuánto cuesta dejar al pairo un alma ajena? ¿Cuánto cuesta rajarte? ¿Cuánto cuesta admirarse en mitad de tinieblas, lleno hasta la hartura de olvido? Margarita coja de brazos desiguales. Margarita minusválida propensa a los ataques. Margarita sin rostro ausente en los corrales. Margarita que huyó quemada en la discoteca. ¿Por qué te preguntas cuánto cuesta la espuma? ¿Qué será la espuma dentro de un trillón de siglos? ¿Y las mareas? ¿Y las ausencias? ¿Y las naves interestelares? ¿Orión será?
Que camina desnuda y no sabe volver. No sabe volver, Amiga. No sabe volver. De donde la luz nace. De donde nacen los Salmos y la fuente donde se inspiró el cantor para cantar el cantar de los cantares. Que su alma también está desnuda. Que bebe la conciencia de sí de un manantial de aguas cárdenas. Que corre, Amiga. Que se fatiga, Amiga. Que queda en el suelo de hierba un rastro de ella pisada, un rastro que sugiriera un gran peso, un rastro al calor del mediodía cuando los animales descansan a la ribera de los ríos, bajo la sombra de los árboles. Que se dijera que es la casa desolada quien la persigue. Que se dijera que es la oscuridad de una vida sin amor quien la persigue. Y ella, por los rastros -ésos que tan sólo sabe leer el rastreador pawnee, el mejor de todos los rastreadores del mundo, el que nos enseñó a todas, del que todas somos simples discípulas- parece desesperada y ella se dijera que va cantando inusualmente por las praderas que cruza cuando cae el sol y todos los animales están ya saciados de luz menos ella, que la seguirá buscando en las estrellas o -si tuviera suerte, Diosa Nuestra Santísima Sangre Nocturnal- en la luna amiga, la luna blanca, la luna que se destaca y que llena de fuego fatuo los cañaverales. Que camina desnuda y canta. Que corre desnuda y pesa. Que yacerá en algún lugar a campo abierto por si los buitres quisieran alimentarse de ella aunque no sea del todo carroña, aunque el desamor aún no la haya putrefactado; se comieran su hígado que muestra bien a las claras; se comieran su corazón aventado como mies en el verano; se comieran sus pies para que no pudiera seguir huyendo. A Ella -¡querido rastreador pawnee!-, a ella, Nariz del Alba, huélela a Ella; lléganos hasta Ella para que podamos recogerla en nosotros y podamos ampararla y podamos susurrar en su oído izquierdo el bardo que le permita, por fin, morir en paz.
No sabes cómo golpea. No lo sabes. No, no quiero que lo sepas porque si supiera que lo sabes entonces no podría soportarlo, no podría soportar que fueras tan cruel... no sabes cómo golpea de improviso, fantasmas gigantes, una hondura de dolor tan profunda que horada el final de los intestinos, el último rinconcillo del alma. Es mirar el día tan nublado y de improviso escuchar las notas de una canción que jamás escuchamos juntos y el dolor sale por los ojos, no sabes cómo sale. No sabes cómo duele ¿verdad? Prométeme que no lo sabes. ¡Ay, que vuelve! que vuelve a lacerarme en el costado, que vuelvo a sangrar esta desesperanza, que no tengo quien pueda escucharme y reconocer este dolor que es fuego y es espada y es tortura en la oscuridad.
La tarde noche del trece de junio de xxxx el Ateneo estaba a rebosar. Todos los socios del club estaban presentes y junto a ellos habían acudido sus maridos y sus mujeres y algún cuñado y algún suegro que se había colado de rondón. Las invitaciones se habían dejado al arbitrio de la suerte (relativa, todo hay que decirlo. En los corrillos no paraba de pronunciarse la palabra pucherazo a no ser que la suerte fuera tan caprichosa que hizo que todas las invitaciones fueran a parar a gente principal de la comarca y ni una cayó, ponemos por caso, en la casa de una fregona -ni tan siquiera ilustre- o de un técnico optometrista). Olía en la biblioteca del Ateneo a fragancias caras y licores; se escuchaba en la Biblioteca del Ateneo un constante murmullo de voces graves y agudas y el ladrido -hiriente como sonido de cristal contra pizarra- del chihuahua de la señora alcaldesa. Pronto darían las nueve, se apagarían las luces y un foco se dirigiría sobre el estante de los incunables; todos los asistentes retendrían la respiración, se escucharían algunos corazones latir con ansiedad y algún ligero carraspeo recorrería la biblioteca. Cuando el silencio hubiera alcanzado su cenit surgiría -como espectro de un tiempo que ya dejó de existir- La Desnuda y ahí te querríamos ver describiendo los gestos de los asistentes, los ataques de histeria, los desmayos fulminantes, las arcadas olorosas, los éxtasis, los impulsos, las masturbaciones, los orgasmos, las oraciones, las imprecaciones, los delirios, los espantos, las plegarias, las injurias, los espasmos, las lujurias, la callada somnolencia de las horas, las condensación del vaho de los alientos, la muerte no anunciada, el parto prematuro, la escala de Jacob, el grito primero, la razón última, el deseo...
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/06/2023 a las 17:42 | {0}
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2023 a las 12:44 | {0}