Las vio un atardecer. Podría esforzarse y saber qué atardecer exactamente. No lo hará. Ya no hace ese tipo de bravuconadas. Escribamos entonces que las vio en un atardecer reciente. Caminaba por las calles más estrechas, las aledañas a una de las grandes arterias de la ciudad. Iba en busca de un portal. Por él se entraría al edificio. Habría puertas y tras éstas casas y en las casas muebles, ropas, olores, recuerdos, personas. Por una calle estrecha iba. A la primera que vio no le dio tiempo a reaccionar. La vio y ya no estaba. La vio y no supo si realmente la había visto. Más la vio con el corazón a lo mejor. O con las ganas. El atardecer caía hacia la noche a pasos lentos. En un edificio alto construido de cristal y acero se reflejaban los últimos rayos del sol. Era siempre bella esa imagen. La segunda vez que las vio fue cuando dejó de mirar el reflejo del atardecer en la fachada de cristal del edificio de acero y su vista descendió hasta el adoquín. Fue en el bordillo donde las vio. Parecían reír. Parecían tener un propósito. Más cuando se metieron por la boca de la alcantarilla. El portal no podía estar muy lejos. Ella comenzó a caminar más despacio como si dudara de llegar hasta su destino. Se detuvo. Giró y se quedó mirando la boca de la alcantarilla y luego miró más allá, hacia el lugar donde las creía haber visto por primera vez, justo frente al escaparate de una tienda de discos que tenía un cartel en el que se leía, Se traspasa. Se traspasa, pensó. La tercera y última vez que las vio fue en el momento mismo en que se encontraba frente al portal que buscaba. No era un portal bonito. En realidad era un gran portón de madera sin ornamentación ninguna. Giró el pomo. El portón no tenía echada la llave y al entreabrirlo, en la penumbra que se creó en el zaguán con los últimos restos de luz del día, las vio por tercera y última vez. De inmediato pensó que debían de ser miles, millones quizá. O si no ¿cómo era posible que se escuchara de forma tan baja e intensa el sonido de la multitud? Al cerrar el portón tras de sí dejamos de verla. Supusimos que daría a la luz o se encaminaría a tientas hasta las escaleras y las empezaría a subir, y subiría y subiría y subiría más y sólo hasta llegar a su destino.
No hubo distinción.
Ni tiempo.
La ilusión, aquello que es un motor en la vida, lo que permite levantarse un día más, lo que permite sonreír y detenerse a mirar el vuelo del autillo; eso extraño; eso que navega por nuestra forma de conectarnos con lo que nos rodea, lo que nos atraviesa, lo que permanece y parece pertenecer a algo que llamaríamos -cada uno a sí mismo- mi interior, eso que nos sumerge y no nos ahoga, eso que nos envejece, que nos hace olvidar, que nos hace reconstruir lo pasado, que nos permite construir lo no pasado.
No hubo soberbia.
Lo hizo con toda la sencillez del mundo. Sin ponerse una meta lo hizo. Lo hizo porque las circunstancias se volvieron fastas. Lo hizo por tener ilusión de sí (también ilusión en el sentido de algo irreal, de algo que podría no ser nunca, algo que ha estado ahí, flotando, en la laguna interior, la que está bajo la montaña, la montaña hueca que parece tan sólida desde afuera).
No hubo testigos. No hubo, por lo tanto, arte. Erguida. Suplantándose frente al horizonte fáustico, el que entiende lo infinito, el que no se arredra ante ese concepto antinatural. Natural sí es el ciclo. El ciclo no es necesariamente infinito mientras que lo infinito necesariamente lo es. Suplantada la imagen de sí. Una figura hueca sin forma de montaña. Una figura hueca con forma humana.
Sonaron las campanas mucho más allá de la medianoche. Rebuznó el burro su anhelo. Orión, el Guerrero, soñaba dejarse caer del Cielo. El mundo había conseguido girar una vez más sobre sí mismo. A punto estaba de llegar la Aurora. Justo en el instante en que se hace el silencio cuando va a despuntar la primera línea de luz.
Lo hizo sin vergüenza. Sin fluir nada desde dentro. En una intensa intimidad.
Ha escuchado el aleteo dentro de la habitación como si fuera huesos sumergidos en un líquido corrosivo.
La mañana se levanta poderosa y el aire sometido a los polvos del sur está sucio (pintado, sí, alguna vez ha establecido la misma comparación) como pintado con un difumino sucio.
Los cristales de las ventanas no están impolutos.
La voz que suena al otro lado se muestra tranquila, parece como si hubiera vivido mucho. Sin embargo no sabe que sudarán sangre y que el afán tiene algo de inútil que no acaba de despegarse del todo. Uno muere con cierta sensación de inutilidad. Piensa si será porque somos colonias de bacterias, virus y células envueltos en una membrana que forma la idea de un cuerpo. Somos ideas de cuerpos cuando somos multiversos encerrados en un compuesto que provoca casi el hermetismo absoluto.
La voz que suena al otro lado está tranquila. Lo escucha hablar y al hacerlo recuerda los años en que más se vieron, unos años de plomo, unos años que le abrieron el camino para llegar hasta aquí.
Está en un estado en el que ya no quiere saber qué pensar. Cuando se sienta en la silla incómoda, la que está en la terraza de su dormitorio y se compara con el personaje de Jeremy Irons al final de Damage de Louis Malle, cuando camina por una calle soleada de una isla del sur de Europa y lleva queso y entra en una casa bien ventilada, sin apenas muebles y abre el queso y se sirve un poco de vino y vemos que frente a él hay una foto de la Otra, de esa otra a la que se entregó para que arruinara su vida, esa Otra que podría ser una personificación de una de las tres Erinias, esa Otra que podría ser la vida, la vida herida, la Vida que nació herida, que nació detonada de la negrura del origen del mundo. Así ya no quiere saber qué se pregunta ni si tiene sentido preguntarse cualquier cosa, en este día tórrido del año 2022, en el cenit de la decadencia, con la sonrisa en lo labios y el temor a la fragilidad justo a la altura de sus hombros.
¿Será hermoso quedarse sin preguntas?
Esa voz se muestra tranquila. Aseguraría que esa voz le está diciendo en su modulación que ya nada es capaz de hacerle mal. Esa voz quisiera dejar claro como manantial que el horror al vacío, a la irresponsabilidad, a la ignorancia ya no le pertenece, ya no habita en él y que ahora es capaz de asumirlos (el vacío, la irresponsabilidad, la ignorancia) como características propias de lo humano. Cuando escucha esa voz a través del hilo -imaginario- telefónico incluso cuando se producen interferencias, fallos, cortes momentáneos del sonido, también entonces, sabe que es imposible transmitirle la sensación de impostura que carga en su mente desde hace no sabe cuánto.
¿Estar perdido es haber encontrado? Mejor hubiera sido no haberse perdido nunca. Mejor hubiera sido no haber encontrado nada.
No tengáis miedo. El invierno ha acabado. Pronto los hielos aflojaran su presión sobre el casco y sentiremos que el movimiento vuelve a ser parte de este barco.
¿Por qué no nos abrazamos, bravos compañeros que aguantamos juntos? Yo sé que la luz a veces escasea y que las galletas acabaron pudriéndose; sé que fue muy duro comerse la carne de nuestros iguales pero ése sacrificio es el que nos ha permitido llegar hasta aquí.
¿Recordáis cuando estábamos atados, de espaldas a la entrada de la gruta? ¿Recordáis los movimientos de las sombras que se reflejaban en la pared del fondo? ¿Recordáis los gemidos de un niña a la que le estaban arrancando el cuero cabelludo? ¿Recordáis el acento de los que nos salvaron?
Tanto hemos pasado que los crujidos que ahora escucho me suenan a campanas de gloria; me parecen los chirridos los de unos goznes que abrieran las puertas de un palacio en todo recubierto de sirope; el ulular del viento que atrae la lluvia es la voz de Zeus atrapando a Europa. No siento nostalgia, queridos compañeros. No quiero volver para abrazarme a nadie ni para calentarme los pies junto a una estufa mientras mis nietos se sientan a mi alrededor en el suelo para escuchar atónitos el relato de nuestra aventura. No quiero volver para que nos condecoren. No quiero volver para ver de nuevo los ojos del amor que dejé allí, no, ninguno de esos son los motivos porque tan sólo hay uno por el que quiera volver, por el que quiera brindar con vosotros y ese motivo es el hecho de producirse la vuelta. Cuando el viejo cascarón que nos ha protegido estos largos meses empiece a menearse en estas aguas frías como el infierno, entonces, sólo entonces, sentiré la emoción del deseo cumplido. Lo que venga después no importa. Lo que venga después es, sencillamente, un paso más hacia la muerte.
La mosca en el cristal de la ventana
Aire de una frase.
Cuando siente que los Antiguos no querían lo Viejo.
El rictus en un retrato de Cromwell.
Justo esa veladura del sol. Justa ésa. No fue la anterior ni tampoco cuando lentamente la veladura se fue difuminando.
El resto de lo que nunca recordará.
Así se le viene.
El olor de la tierra húmeda (que tiene un sustantivo que no es tan hermoso como ese nombre unido a ese adjetivo).
La honda respiración.
El mantra sentido en su ausencia de sentido.
Vino en un instante de una serie televisiva.
O cuando hierve el huevo en la cacerola.
En los ojos del perro viene.
En el olor de la higuera viene.
En el agua por el cuerpo viene.
Al cerrar los ojos tras contemplar en la oscuridad del mundo la luz muerta de la luna.
En los violines que Haydn entristece en la sinfonía número 49.
También en Jimena Amarillo cuando rompe con la muchacha de leggins de leopardo.
Por el trasluz del aceite de oliva.
Porque es la hora de comer.
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/06/2022 a las 18:12 | {0}