Cuando entra en la cama se duerme pronto. Se hace la oscuridad en la habitación. Sus ojos se hacen oscuros. La mirada permisiva de unos fantasmas se acercan a ella y acarician su cuerpo joven, lleno de posibilidades.
Fantasmas, piensa ella o ya lo sueña. Fantasmas que pasean por el agua. Piscinas con grandes escualos que muestran sus fauces como si fueran falos. El sueño no es cruel ni piadoso. El sueño no tiene juicio moral ninguno en sí. Sólo la mañana y la vigilia introducen la moral (que no es sino el uso de la costumbre) en lo dormido. Porque el sueño no se vive. El sueño se duerme y en ese dormir y en ese consciente no hacer, todo es posible porque nada se hace sino que ocurre ajeno a nuestra voluntad o a nuestra realidad. Así, ahora, ella duerme. Puede que desde el exterior una luminaria altere su visión y eso la lleve a una pradera o a una playa de mediodía en agosto y en esa playa haya un perro que ladra en lo alto de un montículo de arena y sus pies se mojen por una ola que apareció de pronto y el agua del mar le produzca una sensación viscosa como de semen o de ostra.
Entonces el cuerpo de ella –que ha bajado sus constantes vitales- se revuelve y su tono muscular se eleva un poco para permitir que su cadera se ponga en movimiento para cambiar de postura y de esta forma cambiar también de sensación. El cuerpo ayuda al sueño a seguir siendo. Y así este movimiento de las caderas le puede acarrear saltar de la playa a un gran edificio en las costas pacíficas de la China donde ella nunca ha estado en la vigilia y a donde vuelve en los sueños con una puntualidad sorprendente casi maniática (pensará esto al despertar cuando entre puntualidad sorprendente y manía existe una distancia que no la une un puente) y allí espera a un hombre europeo al que nunca ha visto pero sabe que reconocerá. La espera se hace larga. Pasan varias soles y varias lunas en el mismo sueño, en la misma azotea, en la misma postura, mientras desde abajo (muy, muy abajo) se eleva el sonido de la multitud y las máquinas. Desde la azotea ve el afán de los hombres por construir, por derribar, por arrimar, por vencer, sin participar de ello porque ella duerme su sueño y su sueño unifica su deseo más íntimo: esperar, esperar al hombre europeo como una esfinge de granito que sabe que el sol, el viento, el agua y el fuego acabarán con ella pero muy tarde, tras miles de años, tras millones de años.
Fantasmas, piensa ella o ya lo sueña. Fantasmas que pasean por el agua. Piscinas con grandes escualos que muestran sus fauces como si fueran falos. El sueño no es cruel ni piadoso. El sueño no tiene juicio moral ninguno en sí. Sólo la mañana y la vigilia introducen la moral (que no es sino el uso de la costumbre) en lo dormido. Porque el sueño no se vive. El sueño se duerme y en ese dormir y en ese consciente no hacer, todo es posible porque nada se hace sino que ocurre ajeno a nuestra voluntad o a nuestra realidad. Así, ahora, ella duerme. Puede que desde el exterior una luminaria altere su visión y eso la lleve a una pradera o a una playa de mediodía en agosto y en esa playa haya un perro que ladra en lo alto de un montículo de arena y sus pies se mojen por una ola que apareció de pronto y el agua del mar le produzca una sensación viscosa como de semen o de ostra.
Entonces el cuerpo de ella –que ha bajado sus constantes vitales- se revuelve y su tono muscular se eleva un poco para permitir que su cadera se ponga en movimiento para cambiar de postura y de esta forma cambiar también de sensación. El cuerpo ayuda al sueño a seguir siendo. Y así este movimiento de las caderas le puede acarrear saltar de la playa a un gran edificio en las costas pacíficas de la China donde ella nunca ha estado en la vigilia y a donde vuelve en los sueños con una puntualidad sorprendente casi maniática (pensará esto al despertar cuando entre puntualidad sorprendente y manía existe una distancia que no la une un puente) y allí espera a un hombre europeo al que nunca ha visto pero sabe que reconocerá. La espera se hace larga. Pasan varias soles y varias lunas en el mismo sueño, en la misma azotea, en la misma postura, mientras desde abajo (muy, muy abajo) se eleva el sonido de la multitud y las máquinas. Desde la azotea ve el afán de los hombres por construir, por derribar, por arrimar, por vencer, sin participar de ello porque ella duerme su sueño y su sueño unifica su deseo más íntimo: esperar, esperar al hombre europeo como una esfinge de granito que sabe que el sol, el viento, el agua y el fuego acabarán con ella pero muy tarde, tras miles de años, tras millones de años.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/04/2010 a las 11:12 | {0}