He salido de mí. De esta ausencia de todo. El mundo se ha desprendido como si fuera la piel mudada de una serpiente. Miro a los hombres y sus costumbres con la distancia de un gusano. Me alejo de sus conversaciones de café, de sus saltos absurdos, todos con red. Hay días en los que la certitud me absorbe y me quedo quieto, en una contemplación estúpida de lo que no merece la pena ser contemplado. Escucho los consejos que nadie ha pedido y me resultan de una vacuidad insultante. Siento la vergüenza que el otro (el que se dedica a aconsejar) no está sintiendo. Me regaño a mí mismo y me digo que el gusto que siento por la masturbación debe tener su correlato en la paja mental. Pajas mentales, me digo. Expulsión de pensamientos en absoluto certeros, sin fin, sin trayecto. El día avanza desde muy temprano entre el silencio y la decepción. Como la lluvia y los cielos muy grises que se descargan con una premura casi triste.
Me ensimismo con una competición deportiva. Abogo por la distancia como arma. Pasan las horas rápidas y necesito dormir mi quietud cuando la tarde se vuelve clara y los pensamientos siguen estancados. Despierto. Me ducho. Salgo a la calle. Miro las caras de las gentes y la belleza de algunas mujeres (me siento patético con esta constante búsqueda de otro cuerpo que me aguante). En la Plaza Mayor encuentro una escena bellísima: un hombre toca el acordeón, dos mujeres violines, y una pareja baila el viejo madrigal francés que los músicos interpretan. El gesto de la joven que baila es de una delicadeza antigua. El del joven con el que baila de una compostura caballeresca. Envidio esas manos que se están cogiendo, esos cuerpos que al unísono se mueven en un aire que en todo les pertenece. La sonrisa que ella le dedica. El gesto que él atesora para ella. Tanta belleza me duele.
Entro en el cine y veo una película moderna. Me aburro mucho con tantos muertos que se levantarán cuando la toma termine, con tantas explosiones controladas, con tantos primeros planos y colirio en los ojos. Me aburren los comentarios de los espectadores y los gestos de asco cuando una mano se introduce en los intestinos de un cadáver que no está muerto. Me dan ganas de gritar. Me dan ganas de protestar. Pero sé que es porque el mundo me ha abandonado. Porque soy un puto gusano.
La noche ha caído. Recorro el mismo camino. Hablo por teléfono con mi madre y me agrada su conversación. Entro en un bar. Me tomo un bocadillo de calamares y un par de cervezas. Crece la luna, como un cuchillo sarraceno, sobre nuestras cabezas. Sigo en mi silencio. Estoy en la habitación que de prestado ocupo. Me beberé una cerveza y leeré un rato.
Me ensimismo con una competición deportiva. Abogo por la distancia como arma. Pasan las horas rápidas y necesito dormir mi quietud cuando la tarde se vuelve clara y los pensamientos siguen estancados. Despierto. Me ducho. Salgo a la calle. Miro las caras de las gentes y la belleza de algunas mujeres (me siento patético con esta constante búsqueda de otro cuerpo que me aguante). En la Plaza Mayor encuentro una escena bellísima: un hombre toca el acordeón, dos mujeres violines, y una pareja baila el viejo madrigal francés que los músicos interpretan. El gesto de la joven que baila es de una delicadeza antigua. El del joven con el que baila de una compostura caballeresca. Envidio esas manos que se están cogiendo, esos cuerpos que al unísono se mueven en un aire que en todo les pertenece. La sonrisa que ella le dedica. El gesto que él atesora para ella. Tanta belleza me duele.
Entro en el cine y veo una película moderna. Me aburro mucho con tantos muertos que se levantarán cuando la toma termine, con tantas explosiones controladas, con tantos primeros planos y colirio en los ojos. Me aburren los comentarios de los espectadores y los gestos de asco cuando una mano se introduce en los intestinos de un cadáver que no está muerto. Me dan ganas de gritar. Me dan ganas de protestar. Pero sé que es porque el mundo me ha abandonado. Porque soy un puto gusano.
La noche ha caído. Recorro el mismo camino. Hablo por teléfono con mi madre y me agrada su conversación. Entro en un bar. Me tomo un bocadillo de calamares y un par de cervezas. Crece la luna, como un cuchillo sarraceno, sobre nuestras cabezas. Sigo en mi silencio. Estoy en la habitación que de prestado ocupo. Me beberé una cerveza y leeré un rato.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/04/2010 a las 22:38 | {0}