Vino dispuesto a la ceniza armado con hachos.
Cree que hubo un tiempo de navegaciones con rumbo constante con afán de norte.
Vino desnudo y se fue vistiendo poco a poco y con cada prenda aumentaba la vergüenza.
Las manos mantenía abiertas hasta que se gafaron y quedaron los dedos contraídos como si a través de ellos corriera constante corriente eléctrica.
Vino sin parpadear apenas. Eran sus ojos grandes y sus pestañas cortas. Miraba aún con brisa. Creía ver a través de la niebla.
Vino dispuesto a amar los cuerpos como se ama la sangre y se entregó a ello y sentía en cada encuentro que el fin se acercaba, que bastaba un beso para romper el cielo, que una caricia sola compendiaba el tiempo.
Vino para quedarse y se fue yendo como han de hacer -siempre y por honradez- los vagabundos, aquéllos que no saben que una patria vale un mundo.
No fue suficiente unos labios que pronunciaron unos cuantos nombres misteriosos; no lo fue el canto templado del mirlo aquel invierno en que deseó con toda la fe de que fue capaz ser sedentario. No supo descifrar la cuenta y menos aún sus resultados. No quiso cerrar los ojos y permanecer dormido, entregado para siempre a brazos y olvido.
Vino cantando (lo juran muchos).
Vino jocoso aunque temblara.
Vino ambulante.
Sabemos que no vino para quedarse.
Aseguramos que fue infiel hasta perderlo de vista.
Nos complacemos en su marcha y lo echamos de menos.
Una mujer dice que dijo: Yo sé la campana y el vino bueno; yo sé la navaja y la maduración del hierro; yo sé la tierra y el salvaje hallazgo de la madreperla; yo sé dije y sé pendiente; yo sé muralla y bosque sagrado; yo sé grulla y pasos perdidos.
Otra mujer dice que dijo: Vendrá la piel cuando llegue enero.
Un niño creyó entender que decía: Coge la comba. Salta sin moverte del sitio. Cada vez más alto salta. Más cerca de la luna cada vez. Más allá de ella en algún momento y, alejado de su atracción, vaga.
Cree que hubo un tiempo de navegaciones con rumbo constante con afán de norte.
Vino desnudo y se fue vistiendo poco a poco y con cada prenda aumentaba la vergüenza.
Las manos mantenía abiertas hasta que se gafaron y quedaron los dedos contraídos como si a través de ellos corriera constante corriente eléctrica.
Vino sin parpadear apenas. Eran sus ojos grandes y sus pestañas cortas. Miraba aún con brisa. Creía ver a través de la niebla.
Vino dispuesto a amar los cuerpos como se ama la sangre y se entregó a ello y sentía en cada encuentro que el fin se acercaba, que bastaba un beso para romper el cielo, que una caricia sola compendiaba el tiempo.
Vino para quedarse y se fue yendo como han de hacer -siempre y por honradez- los vagabundos, aquéllos que no saben que una patria vale un mundo.
No fue suficiente unos labios que pronunciaron unos cuantos nombres misteriosos; no lo fue el canto templado del mirlo aquel invierno en que deseó con toda la fe de que fue capaz ser sedentario. No supo descifrar la cuenta y menos aún sus resultados. No quiso cerrar los ojos y permanecer dormido, entregado para siempre a brazos y olvido.
Vino cantando (lo juran muchos).
Vino jocoso aunque temblara.
Vino ambulante.
Sabemos que no vino para quedarse.
Aseguramos que fue infiel hasta perderlo de vista.
Nos complacemos en su marcha y lo echamos de menos.
Una mujer dice que dijo: Yo sé la campana y el vino bueno; yo sé la navaja y la maduración del hierro; yo sé la tierra y el salvaje hallazgo de la madreperla; yo sé dije y sé pendiente; yo sé muralla y bosque sagrado; yo sé grulla y pasos perdidos.
Otra mujer dice que dijo: Vendrá la piel cuando llegue enero.
Un niño creyó entender que decía: Coge la comba. Salta sin moverte del sitio. Cada vez más alto salta. Más cerca de la luna cada vez. Más allá de ella en algún momento y, alejado de su atracción, vaga.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/10/2014 a las 12:27 | {0}