Hay en el aire un acontecer extraño (como cuando Zeus -según nos narran los órficos en sus teogonías- se tragó el falo de Cielo). Podría ser, sí, podría ser el esperma esparcido del dios generador del éter, el que se mantiene en suspensión sobre nuestras cabezas y desde la eternidad de Noche -la que estuvo siempre- esa lefa divina genera una suerte de violencia en quienes son capaces de pensarla.
Hay en el aire una diadema de Afrodita pero ésta-al contrario que la leche fecunda de su antepasado- no genera lucha sino deslumbramiento, fulgor de estrella, impetuosos deseos de follar. Los dioses nos coronan con sus caprichos. Nosotros no somos más que cobayas en sus manazas las cuales -según el carácter de su temperamento- nos pueden estrujar o, ahítos de ambrosía tras una noche de juerga de dos eones, acariciar nuestras nalgas y con su caricia regalarnos un segundo feliz.
Hay en el aire un diamante de mierda. Brilla más que el oro. Es más caro que el oro. Huele más a mierda que el oro. Me recuerda a ese viejo rey que tras arruinar un poco más a sus súbditos, volvió a su reino tras un destierro decidido por sí mismo y se fue a una regata en un pueblo del noroeste donde fue aclamado por los menesterosos que no querían entender que aquel rey viejo era un miserable. Lástima que no existan ya en las Cortes los bufones. Ni tampoco en las cortes generales.
Hay en el aire un hastío en forma de sangre.
Hay en el aire la malformación de un feto.
Hay en el aire una canción a punto de ser compuesta.
El Poder -hay que reconocerlo- sigue siendo inteligente.
¿Qué era la muralla derruida?
Las mujeres poderosas de los tiempos antiguos. ¡Ay, Andrómaca! ¡Ay, Ifigenia! Querría él tomaros por las manos y llevaros a la pradera de los Asfódelos para reencontraros con los vuestros en el otro lado. Sólo que él no es más que un poeta sin nombre y con voz.
¿Qué era la muralla derruida? Vuelve a preguntarse mientras pasea por paisajes que no son suyos y a los que él no pertenece. De tanto pasearlos, les perteneceré algún día, piensa. A ese pensamiento -que es en el fondo un pensamiento suicida- le sucede la pregunta ¿Qué era la muralla derruida?
La noche le ha sudado.
Sólo se sacude en el silencio las miasmas. En el silencio puro. En el silencio sin escamas (entendida esta imagen como la extraña sordera de las serpientes). Silencio que podría convertirse en sonido y que él tendría la posibilidad de escuchar y al escuchar el sonido volvería la fragilidad, la que le convierte en un ser finito, contingente. Todo eso ya lo sabe. Lo que ha dejado de saber (o mejor: de lo que ha tomado plena conciencia) es de que no sabe por qué vuela.
¿Por qué vuela? ¿Qué era la muralla derruida, muchacha que te perdiste en la ciudad de Salem del Estado norteamericano de Oregon? ¿Por qué vuela pesado? ¿Por qué no emprende una huida a nado? ¿Dónde? ¿Dónde se perdió? ¿En qué era?... donde da la vuelta el aire, le susurra en la noche el frío eco de su voz.
Así pasa el día entre nubes y fuego y la pregunta, la pregunta ¿qué era la muralla derruida?
Al sentir el estruendo la vieja mujer del sexto emitió un lamento tan largo que la del cuarto creyó escuchar a una loba en la ciudad. Tembló. No pudo terminar de hacerse un dedo. Se subió las bragas. Se echó por encima la bata y con mucho sigilo, sin encender luz alguna -ni tan siquiera la del celular- se dirigió a la puerta de entrada, la entreabrió y se quedó escuchando.
Es cierto que los sesos del hombre estaban esparcidos por el suelo de la cocina y ella sabía que sólo estaban ella y él y que por lo tanto tenía que haber sido ella la autora del crimen. Ante el juez juró -y todos la creímos- que no recordaba en absoluto haber sido ella la asesina y cuando fue declarada culpable aceptó la sentencia como si realmente se acordara. No recurrió.
La mañana amaneció tan hermosa que se clavó nada más levantarse alfileres en los ojos.
Él sabe que la lección que ha de dar no le interesará a nadie y es tan hombre que sabe que la responsabilidad no reside en el tema, inecuaciones, sino en su propia incapacidad para hacer digerible lo que a él le llaga porque fue haciendo inecuaciones cuando recibió un mensaje en el teléfono en el que Celia, su novia de toda la vida, le abandonaba por un experto en el bosón de Higgs y le anunciaba que dejaba la ciudad y se iba a vivir a Suiza para ser la vaca frisona del físico (eso lo escribía, pensó, con su habitual y extraño sentido del humor y al reírse -porque a él siempre le hizo gracia su particular sentido del humor- se echó a llorar sobre las inecuaciones).
¡La primavera!
La vieja del sexto, en efecto, era licántropa y se cenó a la del cuarto cuando la vio aparecer en su rellano. Luego supimos que la del cuarto era aficionada a las novelas policiacas y se creyó imbuida de cierta obligación moral y fue esa obligación la que le empujó escaleras arriba y en un última instancia a su muerte.
Se arrancó la lengua para no pronunciar más palabras. Se cortó las manos y los pies para no hacerse más pajas. Era contorsionista.
Autor Miguel Hernández
Encarnación:
A solas vengo a manar,
como una fuente de enojos,
por la raíz de los ojos
un pequeño y largo mar.
En este quieto lugar
me quejaré quietamente,
y ante el silencio presente
que el agua puebla y mitiga,
la queja que yo no diga
la dirá por mí la fuente.
Quéjate ya, corazón,
de par en par malherido,
ciervo de muerte vestido
y de desesperación.
Aquí mi queja y su son
compañera transparente
ha encontrado de repente,
y entre fatiga y fatiga,
la queja que yo no diga
la dirá por mí la fuente.
Quiero deshogar el pecho,
donde mi vida se ahoga
oprimida de una soga
que el amor de esparto ha hecho.
Corazón insatisfecho,
en los pulsos de mi frente
tu movimiento se siente,
y como a quejas me obliga,
la queja que yo no diga
la dirá por mí la fuente.
Suena el silencio a lamento
sobre el agua descubierta,
que tiene rota la puerta
de su eterno nacimiento.
Suena a cristal triste el viento,
y mi corazón vehemente
suena cristalinamente,
y como el agua se amiga,
la queja que yo no diga,
la dirá por mí la fuente.
No quisiera, corazón,
fuente de sangre violenta,
quejarme más, porque aumenta
con mi queja mi pasión.
Pero aunque de un empujón
se fuera con la corriente
el acento adoleciente
que mi sentimiento abriga,
la queja que yo no diga
la dirá por mí la fuente.
Que ya no sueño.
Sólo son pesadillas
las que me tengo
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/05/2022 a las 18:22 |