El amor es una construcción cuya clave de bóveda es el respeto. Es casi imposible alcanzar el amor como es casi imposible construir una catedral gótica siendo albañil. Sin embargo si conocemos la clave de bóveda, si la conocemos, quizá desde ella podamos empezar a construir.
El respeto empieza por respetarse a uno mismo; respetarse a uno mismo tiene como elemento esencial la dignidad.
En mi obra de teatro La Otra Cara, escrita en 1989, el personaje Tobías Samel decía que la relación de pareja no es más que una mera transacción comercial. No le desdigo pero sí creo, fervientemente además, que puede existir una relación de pareja sustentada en el amor y no en el comercio.
El amor ha de existir. La dignidad ha de existir aunque sólo sea para sentir que ser humano no es tan sólo hablar sino actuar con verdad, con dignidad y con respeto hacia uno mismo y hacia los demás. El amor ha de existir en alguna parte, el amor ha de surgir como un esfuerzo enorme, siendo consciente la pareja, sabiendo ambos, de antemano que el tiempo del entusiasmo pasa pronto y que una vez terminado empieza el amor que es duro, terrible, lento y siempre generoso.
Empeñarse en formas bastardas de amor es lo que hacemos la mayoría de nosotros. Nos enciscamos, nos encoñamos, necesitamos, dependemos, nos sometemos o sometemos. Ninguna de esas acciones es amor. Ninguna de esas acciones lleva a esa sensación que debe de ser elevadísima, que debe de infundir una gran paz como si el mundo dejara de estar en contienda, como si la dificultad no fuera más que una mera cuestión de segundos, porque hay alguien que te ama, que te respeta, que afianza con su amor tu espalda y te ayuda a saberte digno y te encomienda lo mejor de su vida porque sabe que tú sabrás hacer lo justo con ella.
Lo demás es impostura y la impostura lleva al descrédito y el descrédito acarrea amargura y la amargura oscurece la vida y la vida se queda ciega y la ceguera nos impide ver y al no ver creemos que no hay nada, que no hay nada, que el amor, por lo tanto, también es nada. Y nos quedamos dormidos mientras lágrimas de dolor resbalan por nuestras mejillas, ajenas a nuestros sentidos, lágrimas convencidas de que el amor no existe, es imposible como si el amor fuera un dios que habitara en la séptima esfera y cuya música parece sonar a veces pero muy lejos, muy lejos, hasta hacerse inaudible, hasta convencernos de que realmente nacimos sordos.
El respeto empieza por respetarse a uno mismo; respetarse a uno mismo tiene como elemento esencial la dignidad.
En mi obra de teatro La Otra Cara, escrita en 1989, el personaje Tobías Samel decía que la relación de pareja no es más que una mera transacción comercial. No le desdigo pero sí creo, fervientemente además, que puede existir una relación de pareja sustentada en el amor y no en el comercio.
El amor ha de existir. La dignidad ha de existir aunque sólo sea para sentir que ser humano no es tan sólo hablar sino actuar con verdad, con dignidad y con respeto hacia uno mismo y hacia los demás. El amor ha de existir en alguna parte, el amor ha de surgir como un esfuerzo enorme, siendo consciente la pareja, sabiendo ambos, de antemano que el tiempo del entusiasmo pasa pronto y que una vez terminado empieza el amor que es duro, terrible, lento y siempre generoso.
Empeñarse en formas bastardas de amor es lo que hacemos la mayoría de nosotros. Nos enciscamos, nos encoñamos, necesitamos, dependemos, nos sometemos o sometemos. Ninguna de esas acciones es amor. Ninguna de esas acciones lleva a esa sensación que debe de ser elevadísima, que debe de infundir una gran paz como si el mundo dejara de estar en contienda, como si la dificultad no fuera más que una mera cuestión de segundos, porque hay alguien que te ama, que te respeta, que afianza con su amor tu espalda y te ayuda a saberte digno y te encomienda lo mejor de su vida porque sabe que tú sabrás hacer lo justo con ella.
Lo demás es impostura y la impostura lleva al descrédito y el descrédito acarrea amargura y la amargura oscurece la vida y la vida se queda ciega y la ceguera nos impide ver y al no ver creemos que no hay nada, que no hay nada, que el amor, por lo tanto, también es nada. Y nos quedamos dormidos mientras lágrimas de dolor resbalan por nuestras mejillas, ajenas a nuestros sentidos, lágrimas convencidas de que el amor no existe, es imposible como si el amor fuera un dios que habitara en la séptima esfera y cuya música parece sonar a veces pero muy lejos, muy lejos, hasta hacerse inaudible, hasta convencernos de que realmente nacimos sordos.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/09/2010 a las 22:44 | {0}