La tarde se había detenido en una palabra: intolerancia.
La noche derivó en los silencios que ya no eran cotidianos.
Por la mañana sonó un mensaje que resultó no ser el esperado.
En el paseo la respiración apaciguó la espera.
Hubiera querido ser el halcón que sobrevoló su cabeza. También la pelota roja. Y un arbusto.
Se revolvió en su asiento.
Miró la mañana.
Terminaba mayo.
Se metió bajo la cama y escuchó.
Había polvo.
No derramó nada.
Le dolía el tobillo derecho. Había hecho un esfuerzo. Lo notaban sus músculos (los de la espalda ante todo). Las nubes que lamen las cimas de las montañas por la mañana, hoy no estaban. La brisa sí. Una lagartija sí. Muchas hormigas sí. Muchas moscas sí.
A pesar de todo, se decía, no hay pesar más intenso... no lo hay.
Recordó el rostro de su anciana y su labor constante: cribar lentejas; quitarle la hebra a la vaina de las judías; freir patatas; planchar la ropa (casi toda blanca); quejarse del tiempo mayúsculo de la Intolerancia; ponerse el abrigo; el suburbano una vez más.
Quiso sentirse íntegro.
Quiso saberse a salvo.
Tenía las uñas sucias y había tropezado.
Y ahora, en el silencio, sabe que no hay pesar más intenso y por asociación se deja e imagina una carabela, sus tres palos, una bandera.
No hay mucho más tras la puerta, piensa.
Dicen que volverán las aguas, piensa.
El pesar le lleva a apretar las mandíbulas.
Se ha sentido joven. Le incumbe.
La noche derivó en los silencios que ya no eran cotidianos.
Por la mañana sonó un mensaje que resultó no ser el esperado.
En el paseo la respiración apaciguó la espera.
Hubiera querido ser el halcón que sobrevoló su cabeza. También la pelota roja. Y un arbusto.
Se revolvió en su asiento.
Miró la mañana.
Terminaba mayo.
Se metió bajo la cama y escuchó.
Había polvo.
No derramó nada.
Le dolía el tobillo derecho. Había hecho un esfuerzo. Lo notaban sus músculos (los de la espalda ante todo). Las nubes que lamen las cimas de las montañas por la mañana, hoy no estaban. La brisa sí. Una lagartija sí. Muchas hormigas sí. Muchas moscas sí.
A pesar de todo, se decía, no hay pesar más intenso... no lo hay.
Recordó el rostro de su anciana y su labor constante: cribar lentejas; quitarle la hebra a la vaina de las judías; freir patatas; planchar la ropa (casi toda blanca); quejarse del tiempo mayúsculo de la Intolerancia; ponerse el abrigo; el suburbano una vez más.
Quiso sentirse íntegro.
Quiso saberse a salvo.
Tenía las uñas sucias y había tropezado.
Y ahora, en el silencio, sabe que no hay pesar más intenso y por asociación se deja e imagina una carabela, sus tres palos, una bandera.
No hay mucho más tras la puerta, piensa.
Dicen que volverán las aguas, piensa.
El pesar le lleva a apretar las mandíbulas.
Se ha sentido joven. Le incumbe.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/05/2015 a las 12:18 | {0}