Ayer no supe. Me quedé mirándola. En sus ojos había un pesar grande. Podría haber recogido de un pasado remoto palabras de aliento. Ayer no supe hacer eso. Por primera vez tan sólo acompañé el dolor de esa persona. No alivio. No esperanza. Sólo compañía. Al principio mis pensamientos corrieron en pos de lo que he escrito más arriba. Quise hacer ver. Pronto supe que la oscuridad, en ocasiones, es una mecha a punto de encenderse.
Hace diez días me avergoncé de mi ignorancia. Eso creía. Hoy he descubierto que me avergonzaba de mi deshonestidad.
Estoy descubriendo que es mucho más difícil ser ignorante que ser sabio. Algún adagio decía que la sabiduría contiene crueldad. La ignorancia no puede permitirse ese lujo. La ignorancia está desnuda.
Ayer miré sus ojos. Sólo eso. Y tan sólo me atreví a afirmar que sólo sintiéndose libre de culpas, se puede ser capaz de no hacer sentirse culpable al otro. No sé muy bien por qué dije eso. Y ahí me callé. En el fondo de mí latía la necesidad de seguir hablando. La imagen sería la de una puerta que da paso a una biblioteca en donde se acumulan libros y libros y libros. Entonces pensé (aunque no sé si este pensamiento ha sido en el sueño de la noche) que ya va siendo de dejar de leer. Ya va siendo hora de dejar de aprender. Ya va siendo hora de callarse.
Ayer vislumbré el juego. Sé que sólo fue ayer.
El frío de febrero ¿por qué será?
Dejar de creer en saber.
Tampoco sé por qué escribo estas líneas. Me cuestan mucho. Es la sensación de estar perdiendo las palabras. O de no conocer su verdadero sentido. O, ¡ay! vislumbrar que quizás haya llegado el momento de dejar de escribir.
Porque escribir la ignorancia es imposible.
Hace diez días me avergoncé de mi ignorancia. Eso creía. Hoy he descubierto que me avergonzaba de mi deshonestidad.
Estoy descubriendo que es mucho más difícil ser ignorante que ser sabio. Algún adagio decía que la sabiduría contiene crueldad. La ignorancia no puede permitirse ese lujo. La ignorancia está desnuda.
Ayer miré sus ojos. Sólo eso. Y tan sólo me atreví a afirmar que sólo sintiéndose libre de culpas, se puede ser capaz de no hacer sentirse culpable al otro. No sé muy bien por qué dije eso. Y ahí me callé. En el fondo de mí latía la necesidad de seguir hablando. La imagen sería la de una puerta que da paso a una biblioteca en donde se acumulan libros y libros y libros. Entonces pensé (aunque no sé si este pensamiento ha sido en el sueño de la noche) que ya va siendo de dejar de leer. Ya va siendo hora de dejar de aprender. Ya va siendo hora de callarse.
Ayer vislumbré el juego. Sé que sólo fue ayer.
El frío de febrero ¿por qué será?
Dejar de creer en saber.
Tampoco sé por qué escribo estas líneas. Me cuestan mucho. Es la sensación de estar perdiendo las palabras. O de no conocer su verdadero sentido. O, ¡ay! vislumbrar que quizás haya llegado el momento de dejar de escribir.
Porque escribir la ignorancia es imposible.
En España se está juzgando al juez G. por perseguir a corruptos y por intentar que, en base a la ley de la Memoria Histórica, se pudieran exhumar los cadáveres de los rojos que yacen en las cunetas de media España tras la última guerra civil.
Yo quiero contar una historia que le pasó a mi amiga M. con el juez G.
Mi amiga M. es una mujer excepcional; excepcional en muchos sentidos; desde joven era muy grande, muy gorda, muy mullida, muy afable. La conocí cuando trabajaba en un grupo teatral de los años 80. Ya entonces su carácter afable, su cuidado -quizás excesivo- de las personas, le hacían parecer un ser angelical con las hechuras de un humano. Porque M. es fea, o por decirlo de una manera menos insultante -porque no es ésta mi intención- las facciones de M. no eran, ni son, las comunmente aceptadas como bellas. Quizá Gaultier, le hubiera hecho un hueco entre sus modelos como se lo hizo a Rossy de Palma.
Su vida fue dura, es dura y será dura por una decisión que no sé si llamarla consciente o inconsciente. A mediados de los 90 abandonó el artisteo y se fue a la selva del Amazonas para conocer a una bruja de una tribu cuyo nombre he olvidado para que la iniciara en los arcanos de su saber. M. debía recorrer todos los días un camino de más tres horas en plena selva hasta llegar al lugar donde vivía la bruja. Ésta, al final, aceptó tomarla como aprendiza y la inició -para alcanzar el conocimiento- en la ingesta y control de la ayahuasca, una hierba alucinógena y cuyas propiedades te permiten navegar en el tiempo.
A lo largo de seis años, M. pasó largas temporadas en la selva amazónica. Cuando volvía a España trabajaba de camarera o de limpiadora, de lo que fuera, para sacar un dinero que le permitiera volver a Brasil. Vivía en cuartuchos. Comía lo que podía. Malvivía en la Costa Brava.
Al sexto año, la bruja de la selva le anunció que había terminado su aprendizaje y que ya podía, con la técnica de la ayahuasca que había aprendido, ayudar a otros seres a encontrar su camino, a reencontrarse consigo mismos, a aceptar su pasado para poder disfrutar del presente. M. con la ayuda de un indio de la tribu amazónica, comenzó su trabajo en España trayendo la ayahuasca directamente del Brasil.
Y fue en uno de esos viajes cuando ambos, M. y el indio, fueron detenidos en el aeropuerto de Barajas y acusados de tráfico de drogas. El juez al que se le asignó el caso fue el juez G. M. fue llamada a declarar y durante tres horas fue interrogada por el juez.
Hay un axioma, o un principio, que dice que la ley no es la justicia. Yo corroboré este principio cuando una noche de verano, cenando con unos amigos en la sierra, uno de los cuales estudiaba las oposiciones a juez en la escuela de jueces, nos comentó que, entre las enseñanzas que se impartían, se recomendaba que en los juicios no se mirara al reo porque el juez no juzga personas sino hechos.
Tras la declaración de M., el juez G. la dejó en libertad sin cargos y también al indio. Porque su inocencia era tan palpable que, efectivamente según los hechos, habían cometido un delito contra la salud pública, pero hubiera sido del todo injusto condenarlos por un delito que ellos nunca habían querido cometer. Su intención era la contraria: sanar a las personas (estuvieran equivocados o no), ayudarlas, honestamente, a mejorar. Y aquí la palabra honestidad es esencial.
La inocencia de su acción quedó de manifiesto cuando M., al levantarse le preguntó al juez G.: ¿Y dónde puedo recoger la ayahuasca? El juez G. sonrió y le dijo: A ésa no la puedo dejar libre. Y tú tampoco la puedes volver a traer.
Yo no conozco personalmente al juez G. y sí conozco personalmente a M. No sé si el juez G. es un mal juez pero lo que sí puedo afirmar es que es un buen hombre y creo que no debe ser mala cualidad la bonhomía para impartir justicia.
Yo quiero contar una historia que le pasó a mi amiga M. con el juez G.
Mi amiga M. es una mujer excepcional; excepcional en muchos sentidos; desde joven era muy grande, muy gorda, muy mullida, muy afable. La conocí cuando trabajaba en un grupo teatral de los años 80. Ya entonces su carácter afable, su cuidado -quizás excesivo- de las personas, le hacían parecer un ser angelical con las hechuras de un humano. Porque M. es fea, o por decirlo de una manera menos insultante -porque no es ésta mi intención- las facciones de M. no eran, ni son, las comunmente aceptadas como bellas. Quizá Gaultier, le hubiera hecho un hueco entre sus modelos como se lo hizo a Rossy de Palma.
Su vida fue dura, es dura y será dura por una decisión que no sé si llamarla consciente o inconsciente. A mediados de los 90 abandonó el artisteo y se fue a la selva del Amazonas para conocer a una bruja de una tribu cuyo nombre he olvidado para que la iniciara en los arcanos de su saber. M. debía recorrer todos los días un camino de más tres horas en plena selva hasta llegar al lugar donde vivía la bruja. Ésta, al final, aceptó tomarla como aprendiza y la inició -para alcanzar el conocimiento- en la ingesta y control de la ayahuasca, una hierba alucinógena y cuyas propiedades te permiten navegar en el tiempo.
A lo largo de seis años, M. pasó largas temporadas en la selva amazónica. Cuando volvía a España trabajaba de camarera o de limpiadora, de lo que fuera, para sacar un dinero que le permitiera volver a Brasil. Vivía en cuartuchos. Comía lo que podía. Malvivía en la Costa Brava.
Al sexto año, la bruja de la selva le anunció que había terminado su aprendizaje y que ya podía, con la técnica de la ayahuasca que había aprendido, ayudar a otros seres a encontrar su camino, a reencontrarse consigo mismos, a aceptar su pasado para poder disfrutar del presente. M. con la ayuda de un indio de la tribu amazónica, comenzó su trabajo en España trayendo la ayahuasca directamente del Brasil.
Y fue en uno de esos viajes cuando ambos, M. y el indio, fueron detenidos en el aeropuerto de Barajas y acusados de tráfico de drogas. El juez al que se le asignó el caso fue el juez G. M. fue llamada a declarar y durante tres horas fue interrogada por el juez.
Hay un axioma, o un principio, que dice que la ley no es la justicia. Yo corroboré este principio cuando una noche de verano, cenando con unos amigos en la sierra, uno de los cuales estudiaba las oposiciones a juez en la escuela de jueces, nos comentó que, entre las enseñanzas que se impartían, se recomendaba que en los juicios no se mirara al reo porque el juez no juzga personas sino hechos.
Tras la declaración de M., el juez G. la dejó en libertad sin cargos y también al indio. Porque su inocencia era tan palpable que, efectivamente según los hechos, habían cometido un delito contra la salud pública, pero hubiera sido del todo injusto condenarlos por un delito que ellos nunca habían querido cometer. Su intención era la contraria: sanar a las personas (estuvieran equivocados o no), ayudarlas, honestamente, a mejorar. Y aquí la palabra honestidad es esencial.
La inocencia de su acción quedó de manifiesto cuando M., al levantarse le preguntó al juez G.: ¿Y dónde puedo recoger la ayahuasca? El juez G. sonrió y le dijo: A ésa no la puedo dejar libre. Y tú tampoco la puedes volver a traer.
Yo no conozco personalmente al juez G. y sí conozco personalmente a M. No sé si el juez G. es un mal juez pero lo que sí puedo afirmar es que es un buen hombre y creo que no debe ser mala cualidad la bonhomía para impartir justicia.
Once fueron las palabras.
Once cimitarras albas.
Once cayeron muertas.
Once campanadas daban.
Once claveles en invierno.
Once olas despeinadas.
Once claros en el bosque.
Once espaldas mojadas
Once preces a los perdidos.
Once asuntos sin hilo.
Once carreteras siguieron.
Once amores fraudulentos.
Once cafeteras nuevas.
Once salmos de amor y cosecha.
Once saltos a la comba.
Once rosarios de Córdoba.
Once niños comulgaron.
Once niñas sucumbieron al palo de rosa.
Once palabras tontas.
Once manos.
Once onzas.
Once líneas.
Once días de febrero.
Once ramitas de romero.
Once sacudidas.
Once esferas.
Once ideas.
Once lágrimas de cera.
Once inciensos del Japón.
Once robos.
Once besos.
Once faldas.
Once puertas con aldabas.
Once campos.
Once puertos.
Once curvas.
Onde delgadeces anchas.
Once anchuras alargadas.
Once veces once.
Once tipos de amalgamas.
Once sábanas blancas.
Once deseos al sol.
Once vientres en las camas.
Once canas en la barba.
Once flores de un día.
Once camisones.
Once gorras.
Once capotes.
Once jofainas.
Once cólicos nefríticos.
Once calmas en la tarde.
Once copas bocabajo.
Once tiritonas largas.
Once pruebas.
Once purés.
Once lisonjas.
Once miradas que se fijan en la espalda de un muchacho.
Once veces once.
Once veces once.
Once cimitarras albas.
Once cayeron muertas.
Once campanadas daban.
Once claveles en invierno.
Once olas despeinadas.
Once claros en el bosque.
Once espaldas mojadas
Once preces a los perdidos.
Once asuntos sin hilo.
Once carreteras siguieron.
Once amores fraudulentos.
Once cafeteras nuevas.
Once salmos de amor y cosecha.
Once saltos a la comba.
Once rosarios de Córdoba.
Once niños comulgaron.
Once niñas sucumbieron al palo de rosa.
Once palabras tontas.
Once manos.
Once onzas.
Once líneas.
Once días de febrero.
Once ramitas de romero.
Once sacudidas.
Once esferas.
Once ideas.
Once lágrimas de cera.
Once inciensos del Japón.
Once robos.
Once besos.
Once faldas.
Once puertas con aldabas.
Once campos.
Once puertos.
Once curvas.
Onde delgadeces anchas.
Once anchuras alargadas.
Once veces once.
Once tipos de amalgamas.
Once sábanas blancas.
Once deseos al sol.
Once vientres en las camas.
Once canas en la barba.
Once flores de un día.
Once camisones.
Once gorras.
Once capotes.
Once jofainas.
Once cólicos nefríticos.
Once calmas en la tarde.
Once copas bocabajo.
Once tiritonas largas.
Once pruebas.
Once purés.
Once lisonjas.
Once miradas que se fijan en la espalda de un muchacho.
Once veces once.
Once veces once.
De Violeta García-Loygorri Tinajas

Los números son personitas deprimidas

¿Sobre qué esquema de tiempo responderás a esta pregunta?
¿Cuánto dura el amor que se ha tenido y se ha perdido?
Y la actitud ¿Cuánto dura?
La selva se volvió ordenada cuando la razón la convirtió en jardín.
Las piernas que se enredan.
La boca que saliva.
La nieve picotea las agujas de los pinos.
Todo el paisaje ha cambiado.
La estela última se va desdibujando hasta convertirse en tierra de camino.
Vuelva a ti.
Eras de miel de eucalipto, con ese fondo a alcohol que deja en la garganta.
Eras la duración del mañana.
Porque el mañana es infinito.
¿Cómo se describe de frente y de perfil simultáneamente?
La pintura puede convertirse en atemporal. En la literatura sólo se pueden conseguir sincronicidades.
Vuelve pura, como el agua de la montaña que atravesasteis cuando erais niños y no sabíais que hay recuerdos que permanecen siempre.
¿Cuánto dura siempre?
¿Cuánto dura la caricia en tu cabello?
¿Cuánto dura la elevación de este silencio? ¿Hasta dónde se eleva? ¿Cuándo se calma?
Mérito tuyo será haberle besado.
Y mérito tuyo será abandonarle ahora.
La luna se escapó una noche de las fauces del día.
La luna se forjó en rojo cuando tú le despedías.
El tiempo no es más que una encadenación arbitraria de momentos.
No preguntes entonces. Déjale ir. Deja que no vuelva la vista. No obligues a tu pensamiento a que esboce un deseo. Déjale marchar como ya hiciste en otras ocasiones.
La vida pasa y vuelve y se desintegra.
Dejarle marchar es hacerle libre.
Sabes que la pregunta no ha sido respondida y aún así sientes la satisfacción de la tarea cumplida.
Le pedirás un romance.
Y luego una silva.
Y más tarde un soneto.
Y al final, como una broma, le sugerirás una quintilla.
Hasta el mañana.
¿Cuánto dura el amor que se ha tenido y se ha perdido?
Y la actitud ¿Cuánto dura?
La selva se volvió ordenada cuando la razón la convirtió en jardín.
Las piernas que se enredan.
La boca que saliva.
La nieve picotea las agujas de los pinos.
Todo el paisaje ha cambiado.
La estela última se va desdibujando hasta convertirse en tierra de camino.
Vuelva a ti.
Eras de miel de eucalipto, con ese fondo a alcohol que deja en la garganta.
Eras la duración del mañana.
Porque el mañana es infinito.
¿Cómo se describe de frente y de perfil simultáneamente?
La pintura puede convertirse en atemporal. En la literatura sólo se pueden conseguir sincronicidades.
Vuelve pura, como el agua de la montaña que atravesasteis cuando erais niños y no sabíais que hay recuerdos que permanecen siempre.
¿Cuánto dura siempre?
¿Cuánto dura la caricia en tu cabello?
¿Cuánto dura la elevación de este silencio? ¿Hasta dónde se eleva? ¿Cuándo se calma?
Mérito tuyo será haberle besado.
Y mérito tuyo será abandonarle ahora.
La luna se escapó una noche de las fauces del día.
La luna se forjó en rojo cuando tú le despedías.
El tiempo no es más que una encadenación arbitraria de momentos.
No preguntes entonces. Déjale ir. Deja que no vuelva la vista. No obligues a tu pensamiento a que esboce un deseo. Déjale marchar como ya hiciste en otras ocasiones.
La vida pasa y vuelve y se desintegra.
Dejarle marchar es hacerle libre.
Sabes que la pregunta no ha sido respondida y aún así sientes la satisfacción de la tarea cumplida.
Le pedirás un romance.
Y luego una silva.
Y más tarde un soneto.
Y al final, como una broma, le sugerirás una quintilla.
Hasta el mañana.
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
Meditación sobre las formas de interpretar
Cuentecillos
¿De Isaac Alexander?
Libro de las soledades
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Reflexiones para antes de morir
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
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El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Sincerada
Reflexiones
Mosquita muerta
El viaje
Sobre la verdad
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Perdido en la mudanza (lost in translation?)
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La mujer de las areolas doradas
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/02/2012 a las 11:08 |