Undécima Hora
Dejé de mirarme las manos. El corte era profundo. La sangre se había derramado sobre algunos aros de cebolla. El coreano corrió a apartar los manchados con sus guantes de látex. La encargada del día, una mujer gorda que tanto me recordaba a un globo aerostático, con su voz de piccolo elevada siempre hasta la extenuación, me dijo que me fuera a lavar y descansara un rato, sentado en una de las mesas vacías (que en aquella hora y en aquel día eran casi todas), hasta que dejara de sangrar. Quizá -aventuró- sería necesario ponerme algunos puntos. Yo sabía que iba a ser necesario. Por el hilo musical se escuchaba en ese momento Starman de Bowie. Recordé entonces una noche en lo alto de la montaña. Me había cortado por la tarde con el filo de un guijarro. Había perdido mucha sangre. Me sentí débil. No me importó morirme desangrado. No fue así. Me quedé dormido en la madrugada y al despertar las plaquetas habían actuado y habían detenido la hemorragia. Me he sentado en la mesa más cercana a la puerta, de espaldas al mostrador. Me hubiera gustado poder fumarme un cigarrillo. He palpado el paquete en mi bolsillo. He cerrado los ojos. Me dolía el corte. Al abrirlos he visto a la mujer que me comparaba con Andreas Kartak. Entraba en ese momento. Al verme sentado se ha detenido. Ha dudado un instante entre seguir al mostrador o venir hacia mi mesa. Al final ha venido a mi mesa.
- ¿Me puedo sentar?, me ha dicho sonriendo apenas.
- Claro.
Ha mirado mi mano. Por debajo de la tirita volvía a asomar la sangre.
- ¿Qué le ha pasado?
- Un corte.
- Eso ya lo veo.
- Estaba cortando aros de cebolla y al mismo tiempo pensaba en un nocturno de Chopin...
- Dos acciones incompatibles.
- Desde luego. Y a usted ¿qué le ha pasado?
- ¿A mí? Nada, ¿por?
- Se ha sentado aquí.
- Sí.
- No es normal.
- No.
Nos hemos quedado callados. Nos hemos mirado a los ojos. He respirado hondo antes de proseguir.
- Haría usted mal en interesarse por mí.
- Ya lo sé.
- Estoy herido.
- También lo sé (y miró mi mano ensagrentada)
- Las personas heridas somos peligrosas.
- No amo el peligro.
- Lo imaginaba.
- Pero me gusta curar heridas.
Fue tan rotunda esa verdad que un largo sollozo me acudió a la garganta. A duras penas lo pude contener. Bajé la mirada.
- Se cerraría antes si fuera a un hospital y le pusieran unas grapas.
- No sé si quiero que se cierre antes. Seguro que me darán unos días de baja.
- Yo le acompaño.
- No soy buena persona. De verdad. No lo soy.
- Yo no soy un alma caritativa. Ni me detengo a pensar porque una persona me atrae. A veces mis curaciones son traumáticas. A veces no llego a curar sino que hago más grande la herida. Es algo que también debe saber.
- ¿Cómo se curan mis heridas?
La voz aflautada de la encargada gorda se oyó tras de mí.
- ¡Milos! ¿Cómo va eso?
Me giré y la miré.
- Sigue sangrando, señora.
- Vete al hospital. Ya te cubro yo. Si el médico te da la baja, me la traes mañana.
- Sí, señora.
Me levanté.
- Me voy al hospital.
- Le acompaño.
- No diga que no se lo advertí.
- No diga que no lo intenté.
He entrado a coger mis cosas. Al salir la mujer me esperaba fuera. He sentido algo parecido a la esperanza y se me ha abierto un poco más la herida. He cubierto mi mano con un trapo de cocina. Me he despedido de mis compañeros.
- Vamos, tengo el coche aquí al lado. Por cierto mi nombre es Eva.
- Milos Amós.
Hemos caminado uno al lado del otro como si fuéramos dos personas que se conocen desde hace tiempo.
Me ha vuelto a doler el corte.
He sentido escalofríos al prever la aguja y el hilo.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/09/2011 a las 13:30 | {0}