En su Historia secreta de una novela o en La Orgía perpetua Mario Vargas Llosa ensaya que la novela ha de escribirse con la forma de una cebolla: un núcleo de verdad cubierto de capas y capas de mentira.
El último episodio en que una persona real equivocó a un personaje mío con ella me ocurrió este año. Había escrito a vuelapluma (que es una forma muy hermosa de escribir pero que, evidentemente, elabora mal las capas de mentira de una verdad) una ficción de un hecho real y al día siguiente de publicado recibí de la susodicha persona no tan sólo una crítica por mi acción, sino también una amenaza de que por mi propio bien no se me volviera a ocurrir volver a hacerlo. Yo respondí como cualquier escritor: que no era ella de quien hablaba, que no era yo al que leía y que además no había nacido quien me prohibiera a mí escribir lo que se me antojara.
En otras ocasiones he recibido una crítica a una novela del tipo siguiente: se nota que estás atravesando una momento difícil y que no has logrado superar tus carencias afectivas, en la página cincuenta cuando dices... y en ese momento yo paro el discurso del interlocutor y le digo, más o menos: Yo en la página cincuenta no digo nada, lo dice el narrador y el narrador no soy yo...
En crítica literaria las diferencias entre escritor/narrador o lector/narratario parecen evidentes pero en la vida todas esas fronteras tan bien delimitadas por la teoría se vienen abajo. Incluso en el propio escritor ocurre una especie de autocensura. Un ejemplo: un detalle truculento de un personaje le ocurrió a una persona conocida. El escritor lo escribe y al releerlo se le viene a la memoria que ese detalle, ese detalle...
Es muy difícil explicar la multidimensionalidad de un escritor -de un artista en general- porque la gente, en su vida corriente, suele ser una, es más le gusta ser una y muchos se suelen enorgullecer de ser fieles a sus principios (cuando ese ser fiel a los principios -por principio- es algo que atenta contra la naturaleza cambiante del mundo. Los budistas tienen un término que me gusta mucho para definirlo: la impermanencia).
El escritor tiene la obligación de multiplicarse y si es cierto que toma asuntos prestados de su vida -sucesos- lo hace no por el suceso en sí sino porque le sirve para ilustrar un proceso (el de la ficción que está creando). Escribir se puebla de imágenes reales y fantasmales, se producen en la mente del escritor metamorfosis bellísimas (que tan bien supo plasmar, casi pintar, Ovidio en su libro memorable) que crean obras donde la realidad y la ficción (¡ah, qué dos términos tan samsaras!) se funden y producen ese tránsito entre la vida y la muerte o entre el no ser aún y nacer o entre ser capullo y casi flor. Fronteras extrañas se crean. Fronteras en las que hay que creer para poder saborear la literatura en sí (el arte en sí). Muchas veces he pensado que sería muy bueno que no se conociera nada de la vida de los artistas ni tan siquiera su cara, incluso más: que todas las obras las firmara un tal Anónimo.
¡Y qué lindo sería si cuando menos al escritor que ha usado de su biografía para componer una ficción, se le otorgara el beneficio de la duda en cuanto a su intención! Es decir, que ésta no era espúrea sino pura creación. Porque suele ocurrir que los lectores de un escritor -a no ser que éste sea una celebridad- no suelen conocer nada de su vida privada y cuando lo leen adoptan la misma actitud que el espectador ante el actor que hace de, por ejemplo, Otelo: no le juzgan a él sino al personaje que representa.
No sé por qué recuerdo para terminar un verso de Fernando Pessoa: si el corazón pudiese pensar, se pararía.
El último episodio en que una persona real equivocó a un personaje mío con ella me ocurrió este año. Había escrito a vuelapluma (que es una forma muy hermosa de escribir pero que, evidentemente, elabora mal las capas de mentira de una verdad) una ficción de un hecho real y al día siguiente de publicado recibí de la susodicha persona no tan sólo una crítica por mi acción, sino también una amenaza de que por mi propio bien no se me volviera a ocurrir volver a hacerlo. Yo respondí como cualquier escritor: que no era ella de quien hablaba, que no era yo al que leía y que además no había nacido quien me prohibiera a mí escribir lo que se me antojara.
En otras ocasiones he recibido una crítica a una novela del tipo siguiente: se nota que estás atravesando una momento difícil y que no has logrado superar tus carencias afectivas, en la página cincuenta cuando dices... y en ese momento yo paro el discurso del interlocutor y le digo, más o menos: Yo en la página cincuenta no digo nada, lo dice el narrador y el narrador no soy yo...
En crítica literaria las diferencias entre escritor/narrador o lector/narratario parecen evidentes pero en la vida todas esas fronteras tan bien delimitadas por la teoría se vienen abajo. Incluso en el propio escritor ocurre una especie de autocensura. Un ejemplo: un detalle truculento de un personaje le ocurrió a una persona conocida. El escritor lo escribe y al releerlo se le viene a la memoria que ese detalle, ese detalle...
Es muy difícil explicar la multidimensionalidad de un escritor -de un artista en general- porque la gente, en su vida corriente, suele ser una, es más le gusta ser una y muchos se suelen enorgullecer de ser fieles a sus principios (cuando ese ser fiel a los principios -por principio- es algo que atenta contra la naturaleza cambiante del mundo. Los budistas tienen un término que me gusta mucho para definirlo: la impermanencia).
El escritor tiene la obligación de multiplicarse y si es cierto que toma asuntos prestados de su vida -sucesos- lo hace no por el suceso en sí sino porque le sirve para ilustrar un proceso (el de la ficción que está creando). Escribir se puebla de imágenes reales y fantasmales, se producen en la mente del escritor metamorfosis bellísimas (que tan bien supo plasmar, casi pintar, Ovidio en su libro memorable) que crean obras donde la realidad y la ficción (¡ah, qué dos términos tan samsaras!) se funden y producen ese tránsito entre la vida y la muerte o entre el no ser aún y nacer o entre ser capullo y casi flor. Fronteras extrañas se crean. Fronteras en las que hay que creer para poder saborear la literatura en sí (el arte en sí). Muchas veces he pensado que sería muy bueno que no se conociera nada de la vida de los artistas ni tan siquiera su cara, incluso más: que todas las obras las firmara un tal Anónimo.
¡Y qué lindo sería si cuando menos al escritor que ha usado de su biografía para componer una ficción, se le otorgara el beneficio de la duda en cuanto a su intención! Es decir, que ésta no era espúrea sino pura creación. Porque suele ocurrir que los lectores de un escritor -a no ser que éste sea una celebridad- no suelen conocer nada de su vida privada y cuando lo leen adoptan la misma actitud que el espectador ante el actor que hace de, por ejemplo, Otelo: no le juzgan a él sino al personaje que representa.
No sé por qué recuerdo para terminar un verso de Fernando Pessoa: si el corazón pudiese pensar, se pararía.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2011 a las 00:15 | {0}