En la huella del jabalí no hay nada (es cierto que la tierra está removida y hay un destrozo evidente de matorrales; es cierto que el corazón se trastoca recordando las batallas a muerte entre ellos, las jaurías y los hombres griegos -lanzas, carros, perros-; es cierto que la oscura pesadumbre de las nubes en noviembre y el conocimiento del celo de sus hembras añaden incertidumbre y riesgo). Afirmo que en la huella del jabalí no hay nada que avise -son sólo ejemplos- de muerte o de mutilación de tendones o de sangría por vena cortada con sus poderosas y afiladas navajas; en la huella del jabalí sí se encuentra un resto de deseo y en ese resto se afirma la contingencia del vivir porque la huella del jabalí en la tierra húmeda de noviembre no es más que el rastro que la vida deja en nuestras vidas. ¿Qué es ese tiempo que acaba de pasar? ¿Dónde ha ido, Areta? ¿Qué es esa concepción del Tiempo que como la huella nos dice que algo estuvo y ya no está? Todo en el tiempo es pérdida. Si no estuviste ya no estarás nunca y ese no tiempo también es pérdida. La huella del jabalí no es el jabalí como el charco formado por la últimas lluvias no es la lluvia ni las caricias que se dieron sirven para recrear las caricias que nunca se dieron. La mujer de esta mañana ya nunca volverá a ser la mujer de esta mañana ni tampoco la risa que se produjo ante un cuadro de Olga Sakarov se volverá a producir nunca. El tiempo sólo deja ruinas tras de sí. La función del tiempo es la ruina como la función de la huella del jabalí es saber que el jabalí ya no está allí (ni sus fauces, ni sus pezuñas, ni su pelo lleno de parásitos, ni sus gruñidos, ni su hocico, ni sus ojos negros y juntos, ni el aire que le rodeaba, ni las nubes que han convertido el monte en un extraño templo -tan oscuro todo como de continua pasión-; como tampoco los besos del hombre de cabellos rizados y oscuros existirán nunca jamás -¡aquellos, aquellos cabellos!- ni tampoco la sonrisa sobre la almohada de una mujer teñida de rubio que jugueteó con su tesoro hasta romperlo -así de peligroso es jugar en exceso con lo que se considere tesoro-; ni existe la decepción que acaba de pasar; la que está ahora, ésta, es nueva y ya ha dejado de ser -a veces me pregunto qué probabilidad existe de dejar una huella en exactamente la misma posición y en el mismo lugar justo en que se dejó otra-), ya nunca estará como estuvo. Así es que mañana volveré. Me dejaré llevar, paso a paso, bastón a bastón, latido a latido, hacia el final del camino donde dicen que se encuentra una banda de jabalíes dispuesta a morderme las entrañas mientras me nombran, a modo de sentencia, momentos memorables que ya nunca serán. Yo voy a ir porque quizá en la lucha que se entable surja del Hades Eurídice (como si fuera la primavera), tome partido por mí y luchemos espalda contra espalda contra el tormento de aquellas recitaciones de la banda de cerdos salvajes que escogerán, de seguro, una tarde (era frente al mar. ¿Cuánto hace que no ves el mar, Fernando? Tú que lo amas por encima de toda Naturaleza y que ensueñas tantas noches una escena de mar con las manos enlazadas. Era frente al mar -iniciará su canto la banda de jabalíes al final del camino- una tarde de agosto; la luna naranja, vanidosa de sí, vencía al azul de las aguas y su redondez tenía algo de la esencia de la felicidad pura) ¡Oh, Muerte, Creaturas del mundo subterráneo, acunadme en esta lucha contra sombras que me asombran el presente. Dejad que me muerdan las bestias, que desgarren mi carne, que corten con maestría cirujana mis venas y que pueda desangrarme al final del camino imaginando por última vez los colores del mar (...con las manos enlazadas...)
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/12/2016 a las 20:55 | {0}