Si fuéramos
Si alcanzáramos la higuera
(un huerto entre secretos, fértil y frágil como el amor)
Si supiéramos la fuerza del conflicto (lo que produce en nuestro interior, la generación de esporas, la caricia íntima del estómago, la mañana suave en que todo ha sido superado porque se ha dejado de luchar)
Si nos atreviéramos con la calma
Si en la tempestad viéramos con aliento supremo la llegada de la penúltima ola, su altura descomunal, esa contingencia que nos hace tan desvalidos y de repente -rayo que estalla; trueno ensordecedor; canto de voz prodigioso- sonriéramos y encaráramos el embate como si fuera el primero
Si nos volviéramos descomunales en la caricia, en el gemido, en la noche abrazada, en las canas, en la escucha atenta, en la paciencia, en la amalgama de piernas, senos, falos, pies; enredados como madreselvas; libres de acercarnos al otro, con la sonrisa de quien no tiene nada que perdonar, nada que discutir; fieles a este libro que se inscribe en una biblioteca universal sin archivos ni catálogo
Si nos acurrucáramos
Si nos calláramos cuando la luna se desparrama por el cielo y el sol sólo es una gota de luz
Si desandáramos una vez y otra vez y otra vez más, brincando por nosotros mismos, eternos payasos de nuestra gravedad y brindáramos por nuestro error; brindis de dicha; brindis sin veneno
Si esculpiéramos en escalas cromáticas toda la extrañeza de la música del mundo y supiéramos que abrazar es lo único importante, que nada eleva más el aliento humano que ese acto de juntarse en una sola masa y así desenredarnos, dejarnos lisos como la mar de un rincón tranquilo, si quieres una isla, si quieres un sueño
Si nos desveláramos por una vez y para siempre y mostráramos que nuestro miedo siempre tuvo la patas cortas, que apenas supo nunca escalar la montaña, hacer sagrado el árbol o fecundar tierra como se fecunda vientre
Ligeros iríamos
Ligeros a la muerte, alegre compañera, madre nuestra, madre buena, madre capital, madre que cercena, madre sin rostro y sin pecho
Ligeros iríamos y emocionados contaríamos nuestras miserias que un día parecieron grandes vertederos -húmedos, con el olor podre de lo que quedó estancado- extrarradio de nuestro propio corazón
Si nos diéramos la mano, por última vez
Si nos miráramos limpios de antiguas rencillas, abiertos al segundo que ahora atraviesa la espina dorsal de todo ser, seguros de que la espiga se desarrolla, el clamor no será unánime, el himno ha desafinado, la canción no tiene letra y aún así todo concuerda y se acompasa
Si dejáramos atrás la cuesta y enfiláramos la vereda (a nuestra izquierda está el agua y a nuestra derecha el fuego)
Si mantuviéramos la mirada al frente, recogidos y fuertes
Si desafiáramos la decepción
Si nos sometiéramos al dolor, una y otra vez y una vez más, con el orgullo propio de quien ya lo perdió todo
En la montaña
la tribu se ha reunido
y entona
Ve, quédate cerca
No te muevas, quieto, así, así
Si alcanzáramos la higuera
(un huerto entre secretos, fértil y frágil como el amor)
Si supiéramos la fuerza del conflicto (lo que produce en nuestro interior, la generación de esporas, la caricia íntima del estómago, la mañana suave en que todo ha sido superado porque se ha dejado de luchar)
Si nos atreviéramos con la calma
Si en la tempestad viéramos con aliento supremo la llegada de la penúltima ola, su altura descomunal, esa contingencia que nos hace tan desvalidos y de repente -rayo que estalla; trueno ensordecedor; canto de voz prodigioso- sonriéramos y encaráramos el embate como si fuera el primero
Si nos volviéramos descomunales en la caricia, en el gemido, en la noche abrazada, en las canas, en la escucha atenta, en la paciencia, en la amalgama de piernas, senos, falos, pies; enredados como madreselvas; libres de acercarnos al otro, con la sonrisa de quien no tiene nada que perdonar, nada que discutir; fieles a este libro que se inscribe en una biblioteca universal sin archivos ni catálogo
Si nos acurrucáramos
Si nos calláramos cuando la luna se desparrama por el cielo y el sol sólo es una gota de luz
Si desandáramos una vez y otra vez y otra vez más, brincando por nosotros mismos, eternos payasos de nuestra gravedad y brindáramos por nuestro error; brindis de dicha; brindis sin veneno
Si esculpiéramos en escalas cromáticas toda la extrañeza de la música del mundo y supiéramos que abrazar es lo único importante, que nada eleva más el aliento humano que ese acto de juntarse en una sola masa y así desenredarnos, dejarnos lisos como la mar de un rincón tranquilo, si quieres una isla, si quieres un sueño
Si nos desveláramos por una vez y para siempre y mostráramos que nuestro miedo siempre tuvo la patas cortas, que apenas supo nunca escalar la montaña, hacer sagrado el árbol o fecundar tierra como se fecunda vientre
Ligeros iríamos
Ligeros a la muerte, alegre compañera, madre nuestra, madre buena, madre capital, madre que cercena, madre sin rostro y sin pecho
Ligeros iríamos y emocionados contaríamos nuestras miserias que un día parecieron grandes vertederos -húmedos, con el olor podre de lo que quedó estancado- extrarradio de nuestro propio corazón
Si nos diéramos la mano, por última vez
Si nos miráramos limpios de antiguas rencillas, abiertos al segundo que ahora atraviesa la espina dorsal de todo ser, seguros de que la espiga se desarrolla, el clamor no será unánime, el himno ha desafinado, la canción no tiene letra y aún así todo concuerda y se acompasa
Si dejáramos atrás la cuesta y enfiláramos la vereda (a nuestra izquierda está el agua y a nuestra derecha el fuego)
Si mantuviéramos la mirada al frente, recogidos y fuertes
Si desafiáramos la decepción
Si nos sometiéramos al dolor, una y otra vez y una vez más, con el orgullo propio de quien ya lo perdió todo
En la montaña
la tribu se ha reunido
y entona
Ve, quédate cerca
No te muevas, quieto, así, así
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2015 a las 15:09 | {0}