Debe ser una cuestión de la edad. (O posiblemente no) (Tampoco de la experiencia). Pero he de reconocerle, doctor, que siento extrañeza del mundo. Por una parte, para qué le voy a engañar si le pago por decirle la verdad, siento un desdén profundo por todo lo que acontece. De inmediato pienso que en realidad no es lo que acontece lo que me importa un bledo sino lo que me cuentan que acontece. Porque yo, personalmente, apenas vivo nada de lo que me cuentan. De hecho no vivo casi nada. Es como si me quisiera escamotear la vida, dejarla pasar. Tengo, por lo tanto, una experiencia literaria de la vida. En el fondo es un pasmo ante la condición servil de nuestra especie. Como cuando leo que una puta consejera de una puta comunidad de una mierda de país como España le recuerda a los ciudadanos lo que cuesta una plaza de guardería. No entiendo cómo en ese mismo momento esa pava no es puesta de patitas en la calle por clamor popular con amenaza de golpe de estado y revolución permanente. Me entran ganas de hacer un cóctel molotov e incendiar los sacrosantos vestigios de la época de las naciones. No sé si me explico porque yo luego me mantengo al margen, soy, por decirlo a la manera de Pessoa, un banquero anarquista. O cuando soy oidor de las relaciones entre mujeres y hombres en las cuales las luchas de poder son la única base de la relación y los niños son usados como munición, me entra un frenesí de exterminio de la institución familiar que, le reconozco, me hace temblar a mí y he de tomar un tranquilizante y tumbarme en la cama hasta que las piernas dejan de tener espasmos. No sé si conoce usted esta sensación de estar al margen y no poder dejar de estarlo y entonces pienso, imagino que por darme ánimos, que la revolución real sería la de no escuchar lo que nos quieren hacer oír. No escucharlo de ninguna de las maneras posibles: ni desde la crítica, ni desde la sátira, ni desde la creencia. Huir del mundo que nos cuentan y echar cuentas, entonces, del mundo que nos queda. Podríamos entonces descubrir que el mundo que nos queda es mucho más pequeño y hermoso que el otro y que cuanto más nos encariñamos con nuestro pequeño mundo, el gran mundo de los codiciosos se va volviendo, irremediablemente, menor y más menor e ínfimamente mundo al final, quark de mundo, si me permite la analogía de física cuántica. Esa, doctor, es mi contradicción porque como usted comprenderá perfectamente (y por eso está aquí, usted sentado en su cómodo sillón de orejeras y yo apoyando la cabeza en un respaldo con restos de escamas de otros mientras la luz me da de frente lo cual, como usted tendrá bien estudiado, me dificulta la visión de su rostro, por el contraluz, ya sabe) yo estoy sometido a las leyes del mercado y la ética protestante; ¿cómo ha podido llegar a pensar que me sustraía de la doctrina del esfuerzo? ¿Cómo se le ocurre que yo, pedestre ciudadano, no iba a estar con la mente en la recompensa de una forma absolutamente pavloviana? ¡Bendito sea Pavlov! Y sobre todo un discípulo suyo de cuyo nombre no puedo acordarme que decidió realizar las pruebas que el susodicho hacía con animales con huérfanos y a las pobres criaturas las tenía atadas a una cama con un casco con electrodos y un artilugio atado a la muñeca, el cual emitía una señal tras la cual de una especie de tubo caía una galleta a la boca del huérfano y así este prócer de la ciencia descubrió que los hombres también salivamos ante la señal de un premio. No, no, por Dios, quite, hombre, me reconozco hombre sólo que al reconocerlo me doy miedo, me siento estúpido y cabrón, capaz de la mayor atrocidad por, pongamos, una galleta. Quizá por eso escamoteo la vida. Porque en mi parte buenista, yo, en el fondo, no quiero joderle a nadie (por supuesto admito la recíproca: no quiero que nadie me joda) y tampoco quiero que me juzguen. Estoy harto de que me juzguen. Estoy harto de juzgar. ¡Y mire usted lo que estoy haciendo! No sé si me explico bien, está usted impertérrito. Imagino que se lo habrán aconsejado en la escuela donde les formen a ustedes. Debió de ser usted uno de los alumnos premiados cum laude. Me gustaría fumar. Y salir a la calle todas las mañanas con la absoluta seguridad de que las marquesinas de todos y cada uno de los edificios por los que pase, están bien sujetas y no caerán sobre mi cabeza. No sé si me entiende. Es por la maldita capacidad de idear que tenemos los humanos. Idear la perfección, por ejemplo. El perro no idea la perfección y qué decir de la ausencia de idea de perfección en la lombriz de tierra. Es también por ese daño colateral -permítame el eufemismo para no llamarlo cabronada- que la idea del tiempo produce en nuestra capacidad de reflexión. ¡Ah, veo que enarca usted la ceja! Si no estuviéramos aprisionados por el pasado y por el futuro; si el presente no fuera la transición entre ambos; si fuera el presente la única realidad posible entonces, por ejemplo, no dejaría pasar la ocasión de aplastar su nariz con mi puño porque ahora mismo es usted para mí la cosa más aburrida que se me ocurre. Con lo bien que estaríamos discutiendo, dialécticamente si quiere, sobre lo que yo pienso y lo que piensa usted (o viceversa) pero en vez de dejarme llevar por el presente, el pasado y el futuro lo invaden y me impiden comportarme de la única forma que yo entiendo que sería lo verdaderamente civilizado. Las consecuencias, allá sean. Porque no quiero decir que el crimen quedara impune. No, no señor. Si usted comete un acto contra la libertad de otro suya será la pena. Lo que digo es que si ése era su presente, ésa era su obligación. Tengo sed. Voy a beber. Siga usted sentado. Ahora vuelvo. O quizá no vuelva. No se de por aludido si no vuelvo. Acháquelo a lo temperamental de mi carácter y al hecho, extremo, de que no soporto ver tanto diploma a mi alrededor. No, no se levante. Tranquilo. Le quedan tan bien las orejeras de su sillón. Tan cuero. Tan vaca muerta. Tan evocador.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/08/2013 a las 22:55 | {6}