La noche se fragua y salta. Hay, en el destello de los sueños, algo de broma infinita. Cuando se descubren los primeros atisbos de luz y los ojos luchan por ignorarlos, el sueño se conforma en emociones que en la vigilia jamás se darían. ¿Por qué hoy la independencia de Cataluña me producía tal alegría cuando a mí, despierto, Cataluña y la noción de independencia me importan un rábano? Sé que esa independencia catalana soñada encubre la verdadera independencia que me desasosiega. No indago en ella. Sólo me sorprende que para limpiarla o cuando menos atemperarla, utilice como analogía a Cataluña y su independencia.
Llevo días en un estado alterado. Miro la luna creciente y sé que esa fase me produce nostalgias. No sé desde cuándo. También sé que el nombre septiembre tiene para mí eco de año nuevo y esos cambios, esa intencionalidad de rehacer la vida a partir de un determinado mes, me sugiere cierta infantilidad en mi manera de vivir. Una infantilidad que no me agrada. He vuelto a los paseos por la montaña. Todavía el paisaje es de agosto. El verano sigue con su tozudez de invierno invertido. Nilo corre, salta, persigue la pelota, la muerde, me la deja a los pies para que se la vuelva a lanzar una y otra vez. Volvemos cansados cuando la tarde cae y el sol, vencido por las rotaciones, sucumbe a la mecánica del universo. Esas horas cansadas. Ese deambular inquieto y calmado por el breve espacio de mi casa, sugiere quizá el sueño que me abordará en la noche. Demoro irme a la cama. Pienso lo que debería estar haciendo. Acaricio las orejas de Nilo dormido. Miro las fotografías que voy archivando para luego convertirlas en acuarelas. Me digo que mañana, sin falta, iré a nadar. Me viene a la cabeza la cuestión de por qué a los niños muy pequeños les gusta tanto hablar con la ñ. Y siento el paso de los días como un fluir que arrastrara demasiados desperdicios.
Llevo días en un estado alterado. Miro la luna creciente y sé que esa fase me produce nostalgias. No sé desde cuándo. También sé que el nombre septiembre tiene para mí eco de año nuevo y esos cambios, esa intencionalidad de rehacer la vida a partir de un determinado mes, me sugiere cierta infantilidad en mi manera de vivir. Una infantilidad que no me agrada. He vuelto a los paseos por la montaña. Todavía el paisaje es de agosto. El verano sigue con su tozudez de invierno invertido. Nilo corre, salta, persigue la pelota, la muerde, me la deja a los pies para que se la vuelva a lanzar una y otra vez. Volvemos cansados cuando la tarde cae y el sol, vencido por las rotaciones, sucumbe a la mecánica del universo. Esas horas cansadas. Ese deambular inquieto y calmado por el breve espacio de mi casa, sugiere quizá el sueño que me abordará en la noche. Demoro irme a la cama. Pienso lo que debería estar haciendo. Acaricio las orejas de Nilo dormido. Miro las fotografías que voy archivando para luego convertirlas en acuarelas. Me digo que mañana, sin falta, iré a nadar. Me viene a la cabeza la cuestión de por qué a los niños muy pequeños les gusta tanto hablar con la ñ. Y siento el paso de los días como un fluir que arrastrara demasiados desperdicios.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/09/2017 a las 12:36 |