Hace tiempo que no sentía la gana de quedarme un rato más en la cama. El sonido del despertador, sin los cantos de los pájaros. Las campanadas del reloj. Bajo el cielo cubierto de nubes o despejado. El aire fresco de la mañana. Desayuno. Ducha. Vestirme. El camino por la calle Mayor. Y los días de fiesta. Los días de asueto. Como éste de hoy, fiesta en Madrid, que celebra el día de su patrón, y que, como siempre que hay una celebración pública, lo festeja con bandas musicales y algarabía popular en esta calle tan castiza (curiosa palabra que viene a decir lo propio de un lugar -sobre todo en Madrid- y cuya etimología primera nos remitiría a la noción de castas. Recomiendo en esta digresión el libro de Américo Castro Cervantes y los casticismos españoles, editado por Trotta ), tan de pueblo.
He dormido todo el día. Y ahora, cuando la tarde cae, recuerdo el cambio en el ritmo de vida y la naturalidad con que el cuerpo acepta el reto. He estado casi continuamente a lo largo de los diez últimos años llevando una vida de interior. Solía trabajar en mi casa. Apenas veía a nadie fuera de esos muros. Yo marcaba las horas del día y las horas, siempre flexibles, lo asumían. No sé cuánto tiempo habré derrochado ni creo que sea ahora el momento de echar cuentas. En la actualidad son las horas quienes me gobiernan y, semejante a ellas, lo acepto de buen grado. Redescubro que en la concentración de cuestiones ajenas el tiempo se aligera y marcha al galope por un espacio con un final claro y oscuro llamado muerte. Y me monto en el caballo alado de las horas y viajo por el tiempo tomando con dulzura las bridas (o quizá sea yo el caballo y las horas sean mi jinete), algo echado hacia delante, casi rozando con mi boca las crines de una hora, para que el viento no me golpee de continuo en el rostro.
En ese galopar escucho las notas de una guitarra, el grito de una gitana, el vuelo de las faldas de una muchacha que agita al mismo tiempo una sílaba entre sus labios; atisbo en la carrera el color rojo de la muleta de un hombre, el suave cosquilleo de los bigotes de una gata en la naricilla de un bebé, las gentes pacíficas en la espera de un semáforo que les dé el paso, el aroma de una comida echa con el amor que merece alimentar a otro ser, las risas de unos amigos ante un brandy añejo, de otro siglo, y presencio, aunque sea fugazmente, una mirada verde como el verde de la hierba en las Highlands de Escocia y en noviembre, un fogonazo de luz en los túneles del mundo, una mano negra de grandes uñas hermosa como un paisaje lunar a punto de nacer.
Así va diciéndome el día que la noche entra.
La banda de pueblo se ha ido.
Voy a levantar la persiana.
A lo mejor salgo a la calle.
Hasta mañana.
He dormido todo el día. Y ahora, cuando la tarde cae, recuerdo el cambio en el ritmo de vida y la naturalidad con que el cuerpo acepta el reto. He estado casi continuamente a lo largo de los diez últimos años llevando una vida de interior. Solía trabajar en mi casa. Apenas veía a nadie fuera de esos muros. Yo marcaba las horas del día y las horas, siempre flexibles, lo asumían. No sé cuánto tiempo habré derrochado ni creo que sea ahora el momento de echar cuentas. En la actualidad son las horas quienes me gobiernan y, semejante a ellas, lo acepto de buen grado. Redescubro que en la concentración de cuestiones ajenas el tiempo se aligera y marcha al galope por un espacio con un final claro y oscuro llamado muerte. Y me monto en el caballo alado de las horas y viajo por el tiempo tomando con dulzura las bridas (o quizá sea yo el caballo y las horas sean mi jinete), algo echado hacia delante, casi rozando con mi boca las crines de una hora, para que el viento no me golpee de continuo en el rostro.
En ese galopar escucho las notas de una guitarra, el grito de una gitana, el vuelo de las faldas de una muchacha que agita al mismo tiempo una sílaba entre sus labios; atisbo en la carrera el color rojo de la muleta de un hombre, el suave cosquilleo de los bigotes de una gata en la naricilla de un bebé, las gentes pacíficas en la espera de un semáforo que les dé el paso, el aroma de una comida echa con el amor que merece alimentar a otro ser, las risas de unos amigos ante un brandy añejo, de otro siglo, y presencio, aunque sea fugazmente, una mirada verde como el verde de la hierba en las Highlands de Escocia y en noviembre, un fogonazo de luz en los túneles del mundo, una mano negra de grandes uñas hermosa como un paisaje lunar a punto de nacer.
Así va diciéndome el día que la noche entra.
La banda de pueblo se ha ido.
Voy a levantar la persiana.
A lo mejor salgo a la calle.
Hasta mañana.
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Tags : Archivo 2009 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/05/2009 a las 20:08 | {0}