Siento a menudo la sensación de que a medida que paso por la vida, me van pareciendo peligrosas muchas actitudes que antes me parecían veniales. Me intento criticar y decirme, Estás perdiendo el sentido del humor o La vida te está amargando o Vuelve a razonar lo que estás pensando. Y cuando establezco un nuevo filtro a mis pensamientos, me doy cuenta de que sigo siendo un hombre al que le gusta reír, al que le gusta hacer reír y que valora, en mucho, el sentido del humor. Intento no ser dogmático y así, por ejemplo, si alguien hace una comparación entre cojear y ser imperfecto, no pongo el grito en el cielo y le suelto a la persona que lo ha hecho que ya podía ser un poco más cuidadoso, que está hablando con un cojo. A lo más que llegaré -alguna vez lo hago- será a ironizar sobre la expresión coloquial en cuestión; por ejemplo alguien comenta: Ese texto cojea, y yo le puedo responder ¡Caray, no sabía que los textos andaran! Pero si es así, que se aleje cuanto antes de ti.
Carlos Carnicero, periodista español de los más inteligentes e informados que yo conozco, es mucho más drástico al respecto. Según le he escuchado decir varias veces, él no permite ningún tipo de chiste ya sea sobre minusválidos (menuda palabrita), mujeres o razas. A mí esa corrección me parece algo excesiva y no del todo censurable. Son opciones y en el caso de Carnicero con la intención de dignificar a cualquier ser humano. Lo que no sé es hasta qué punto esa falta de flexibilidad no puede conllevar cierta rigidez moral, cierto estado policial de las conductas.
El domingo leí el artículo de Javier Marías en el Semanal de El País en el que disertaba, a partir de la anécdota de John Galliano -el cual una noche, borracho en un bar, increpó a unos judíos y echó de menos a Hitler-, sobre la falta de privacidad en la que estamos inmersos, en la falta de flexibilidad a la hora de juzgar un comentario -evidentemente brutal- realizado en un lugar y unas circunstancias digamos que, cuando menos, atenuantes. Se lamentaba de que en la sociedad actual cualquiera es, en potencia, un paparazzo, dispuesto a poner en manos de los medios de comunicación cualquier acto privado.
Al día siguiente, un amigo me comentó un cotilleo que otra persona le había comentado a él. El cotilleo en cuestión le podría haber dolido -versaba sobre personas de su ámbito- por más que la persona que cotilleaba decía hacerlo con la mejor intención.
El castellano que es una lengua muy matizadora, define navaja en una de sus viejas acepciones (de hecho es una definición del Diccionario de Autoridades) como: metaphóricamente se llama la lengua de los maldicientes y murmuradores, porque con ella cortan y hieren la honra y el crédito. Y sin ir más lejos tenemos también la expresión: Eso ha sido un navajazo trapero, cuando a alguien le dicen algo que le raja el ánimo.
Desde hace un tiempo cuando alguien me sonríe y dice, ¿Quieres que te cuente un cotilleo? le digo que no porque realmente -conveníamos ayer mi amigo y yo- el cotilleo es una forma de violencia, una forma de agresión tanto para el que es cotilleado como para el receptor del cotilleo. La violencia sobre este último radica en que de repente dispone de una información que genera daño, que hiere la honra y el crédito de un tercero que por obligación, claro, no está presente.
El conocimiento de la virtud por medio de la razón se encuentra aún muy lejos de nuestro corpus moral.
¡Qué poco camino hemos recorrido!
Carlos Carnicero, periodista español de los más inteligentes e informados que yo conozco, es mucho más drástico al respecto. Según le he escuchado decir varias veces, él no permite ningún tipo de chiste ya sea sobre minusválidos (menuda palabrita), mujeres o razas. A mí esa corrección me parece algo excesiva y no del todo censurable. Son opciones y en el caso de Carnicero con la intención de dignificar a cualquier ser humano. Lo que no sé es hasta qué punto esa falta de flexibilidad no puede conllevar cierta rigidez moral, cierto estado policial de las conductas.
El domingo leí el artículo de Javier Marías en el Semanal de El País en el que disertaba, a partir de la anécdota de John Galliano -el cual una noche, borracho en un bar, increpó a unos judíos y echó de menos a Hitler-, sobre la falta de privacidad en la que estamos inmersos, en la falta de flexibilidad a la hora de juzgar un comentario -evidentemente brutal- realizado en un lugar y unas circunstancias digamos que, cuando menos, atenuantes. Se lamentaba de que en la sociedad actual cualquiera es, en potencia, un paparazzo, dispuesto a poner en manos de los medios de comunicación cualquier acto privado.
Al día siguiente, un amigo me comentó un cotilleo que otra persona le había comentado a él. El cotilleo en cuestión le podría haber dolido -versaba sobre personas de su ámbito- por más que la persona que cotilleaba decía hacerlo con la mejor intención.
El castellano que es una lengua muy matizadora, define navaja en una de sus viejas acepciones (de hecho es una definición del Diccionario de Autoridades) como: metaphóricamente se llama la lengua de los maldicientes y murmuradores, porque con ella cortan y hieren la honra y el crédito. Y sin ir más lejos tenemos también la expresión: Eso ha sido un navajazo trapero, cuando a alguien le dicen algo que le raja el ánimo.
Desde hace un tiempo cuando alguien me sonríe y dice, ¿Quieres que te cuente un cotilleo? le digo que no porque realmente -conveníamos ayer mi amigo y yo- el cotilleo es una forma de violencia, una forma de agresión tanto para el que es cotilleado como para el receptor del cotilleo. La violencia sobre este último radica en que de repente dispone de una información que genera daño, que hiere la honra y el crédito de un tercero que por obligación, claro, no está presente.
El conocimiento de la virtud por medio de la razón se encuentra aún muy lejos de nuestro corpus moral.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/03/2011 a las 14:06 | {0}