Capítulo 2º De cómo Olmo desapareció y reapareció
La ausencia de Olmo durante seis meses me hundió en una profunda violencia. Ni el móvil me cogía. Mi matrimonio estaba destrozado. Sé que podría echar a Gema toda la mierda que se me ocurriera y lo habría hecho si este relato que ahora escribo lo hubiera empezado antes de la noche de ayer con Olmo. En el primer capítulo he intentado transmitir el espíritu que nos embargaba (y que a mí aún me embarga). No quiero a las mujeres. No sé si quiera si algún día podré querer a alguna. Las mujeres son para mí, siempre fueron para mí, cuerpos que me atraen como atrae el abismo, el peligro, el fuego; sus almas, sus emociones, su inteligencia no me interesan. Siempre he sentido que las arquetípicas cualidades femeninas -dulzura, comprensión, cariño- no son más que una imagen de su propia imagen: gestos suaves, curvas acogedoras, lugares calientes, volúmenes redondos. Las mujeres que yo he conocido son duras, intransigentes, secas. Nunca he tenido un amigo mujer (sigo creyendo que es imposible). Este corpus doctrinal sobre las mujeres lo compartía con Olmo y el hecho de que fuera así me daba fuerzas para conservarlo y defenderlo.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
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Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/09/2011 a las 12:25 | {0}