Ocurrió ayer. Digamos que la tarde estaba muriendo y añadamos el desvelo de unos patos al fondo del lago. Quiso arriesgar en una curva y no lo hizo. Quiso beber y emborracharse y no lo hizo. Quiso también recurrir a una viejo adagio para sonreír y no lo hizo. Temió las palabras gruesas que el día anterior había escrito, esa moral de sacristía que anida aún en un rinconcito de sus sinapsis. Las temió poco rato, es cierto. Las temió como se teme el ágape.
Digamos para terminar de dibujar las circunstancias que aparcó el coche tras el camino de tierra, bajo unas encinas que protegieran de los últimos rayos de sol la carrocería de su coche. Digamos también que cuando enfiló la carretera hacia E.E. (nos permitimos en este momento el dejar en iniciales el nombre del pueblo como homenaje a los antiguos escritores naturalistas del siglo XIX) aceleró con una urgencia desacostumbrada en él y pensó, Así el tiempo pasa más rápido y se vio, en esa aceleración, en el día 30 de agosto tras haber comido una tortilla de patatas y una ensalada de tomates y vive: ...entonces se miran y se cogen de las manos. Él, dulcemente, la conduce hacia el dormitorio. La cama está hecha, cambiadas las sábanas. Huele a limpio y a hombre. Ella acaricia su cabello travieso, lleno de rizos y de lisuras, y le detiene en el umbral de la puerta y le pide un abrazo fuerte y quedarse un rato quietos. Lo hacen. Sus bocas se encuentran mientras sus manos recorren con una paciencia de siesta la espalda del otro. Al mismo tiempo, dirigidos por un mismo deseo, se separan y dan los últimos pasos hasta la cama. Él la abre. Ella se empieza a desnudar. Él le dice si no le importaría quedarse en ropa interior. Ella calla. Él se desnuda y ella le pide que no se quite los calzoncillos. Se tumban. A través de las lamas de la persiana la luz de la tarde se oscurece. Se miran. Se acercan. Recuerdan la piel. Y se buscan las nalgas... En el desvío vuelve a la carretera que conduce al lago. Se fija en una torrecilla y el vuelo, vigilante, de un águila ratonera. Su perro olisquea el camino y por mucho que los expertos aseguran su falta de memoria, recuerda el paseo que tanto le gusta, el paso por el puente, las aguas a ambos lados, el inicio del sendero, las jaras, los palos, los árboles, las riberas del lago y sus juncales.
Digamos que iniciaron el paseo cuando aún hacía calor. No estaba el sol ya alto, de hecho parecía querer tumbarse, más pronto que tarde, sobre la cima del monte. El perro corrió por la pasarela de la represa (lo llamaremos puente y pasarela; lo llamaremos lago y represa según el impulso poético o prosaico que sintamos en cada párrafo) hasta el sendero. Feliz daba saltos, se aceleraba a sí mismo, no sabía en qué matorral detenerse, cuál de todos los palos era el ideal para su éxtasis hasta que por fin encontró uno que se componía de dos ramas, largo y pesado. Fue hasta él y se lo enseñó. Él logró quitárselo y se lo lanzó lo más lejos que pudo. El perro corrió, corrió, corrió y cuando volvía con el palo, él vivió una ráfaga de la tarde del 30 de agosto próximo y desde esa ráfaga, no estando realmente allí, se lo volvió a lanzar pero esta vez no hacia el sendero sino hacia la maleza, hacia los juncales, hacia la orilla del lago.
Digamos que no creemos en la casualidad, que lo casual pertenece a lo fenoménico y por lo tanto sujeto a la contingencia humana. Aclaremos también que el no admitir la casualidad como vehículo de lo inexplicable o lo cuasi milagroso, no nos lleva, en absoluto, a considerar mágico o trascendente lo que acontece de forma que el suceso y el proceso parezcan, en un instante, un solo ser, una sola circunstancia.
Dicho esto volvemos al momento en que él, desde otro espacio/tiempo, lanza en el paseo por el lago un palo a su perro pero no en línea recta, como ya dijimos, sino hacia la ribera, justamente a su derecha. Corre el perro. Busca. Tarda en volver. Él lo llama. El perro no vuelve. Él se adentra en la espesura, se abre paso con cierta dificultad hacia el ribazo y cuando está llegando vislumbra, entre ramajes y verdura, al perro revoloteando alrededor de una pareja semidesnuda: la mujer se sube las bragas mientras mira en rededor y coge con premura unos shorts; él se ajusta el cordón de un bañador que no logra disimular, en absoluto, el acúmulo de sangre en su sexo. Ambos están gozosos. Desde una distancia prudente, él llama a su perro, quien al verle tan cerca decide obedecer. Le regaña, sonríe, desanda el camino y piensa en tomarse una cerveza en el restaurante que se encuentra en la orilla opuesta. Antes de llegar a la pasarela, la pareja que se amaba entre juncales le adelanta y él recuerda del próximo 30 de agosto una imagen: Él se ha girado y ella se ha pegado a su espalda. La mano de ella juguetea con su miembro amorcillado, guerrero que descansa tras la primera batalla, y aspira su olor. Acerca su boca a su oreja y le susurra: Cuando te haga daño, perdóname.
Digamos para terminar de dibujar las circunstancias que aparcó el coche tras el camino de tierra, bajo unas encinas que protegieran de los últimos rayos de sol la carrocería de su coche. Digamos también que cuando enfiló la carretera hacia E.E. (nos permitimos en este momento el dejar en iniciales el nombre del pueblo como homenaje a los antiguos escritores naturalistas del siglo XIX) aceleró con una urgencia desacostumbrada en él y pensó, Así el tiempo pasa más rápido y se vio, en esa aceleración, en el día 30 de agosto tras haber comido una tortilla de patatas y una ensalada de tomates y vive: ...entonces se miran y se cogen de las manos. Él, dulcemente, la conduce hacia el dormitorio. La cama está hecha, cambiadas las sábanas. Huele a limpio y a hombre. Ella acaricia su cabello travieso, lleno de rizos y de lisuras, y le detiene en el umbral de la puerta y le pide un abrazo fuerte y quedarse un rato quietos. Lo hacen. Sus bocas se encuentran mientras sus manos recorren con una paciencia de siesta la espalda del otro. Al mismo tiempo, dirigidos por un mismo deseo, se separan y dan los últimos pasos hasta la cama. Él la abre. Ella se empieza a desnudar. Él le dice si no le importaría quedarse en ropa interior. Ella calla. Él se desnuda y ella le pide que no se quite los calzoncillos. Se tumban. A través de las lamas de la persiana la luz de la tarde se oscurece. Se miran. Se acercan. Recuerdan la piel. Y se buscan las nalgas... En el desvío vuelve a la carretera que conduce al lago. Se fija en una torrecilla y el vuelo, vigilante, de un águila ratonera. Su perro olisquea el camino y por mucho que los expertos aseguran su falta de memoria, recuerda el paseo que tanto le gusta, el paso por el puente, las aguas a ambos lados, el inicio del sendero, las jaras, los palos, los árboles, las riberas del lago y sus juncales.
Digamos que iniciaron el paseo cuando aún hacía calor. No estaba el sol ya alto, de hecho parecía querer tumbarse, más pronto que tarde, sobre la cima del monte. El perro corrió por la pasarela de la represa (lo llamaremos puente y pasarela; lo llamaremos lago y represa según el impulso poético o prosaico que sintamos en cada párrafo) hasta el sendero. Feliz daba saltos, se aceleraba a sí mismo, no sabía en qué matorral detenerse, cuál de todos los palos era el ideal para su éxtasis hasta que por fin encontró uno que se componía de dos ramas, largo y pesado. Fue hasta él y se lo enseñó. Él logró quitárselo y se lo lanzó lo más lejos que pudo. El perro corrió, corrió, corrió y cuando volvía con el palo, él vivió una ráfaga de la tarde del 30 de agosto próximo y desde esa ráfaga, no estando realmente allí, se lo volvió a lanzar pero esta vez no hacia el sendero sino hacia la maleza, hacia los juncales, hacia la orilla del lago.
Digamos que no creemos en la casualidad, que lo casual pertenece a lo fenoménico y por lo tanto sujeto a la contingencia humana. Aclaremos también que el no admitir la casualidad como vehículo de lo inexplicable o lo cuasi milagroso, no nos lleva, en absoluto, a considerar mágico o trascendente lo que acontece de forma que el suceso y el proceso parezcan, en un instante, un solo ser, una sola circunstancia.
Dicho esto volvemos al momento en que él, desde otro espacio/tiempo, lanza en el paseo por el lago un palo a su perro pero no en línea recta, como ya dijimos, sino hacia la ribera, justamente a su derecha. Corre el perro. Busca. Tarda en volver. Él lo llama. El perro no vuelve. Él se adentra en la espesura, se abre paso con cierta dificultad hacia el ribazo y cuando está llegando vislumbra, entre ramajes y verdura, al perro revoloteando alrededor de una pareja semidesnuda: la mujer se sube las bragas mientras mira en rededor y coge con premura unos shorts; él se ajusta el cordón de un bañador que no logra disimular, en absoluto, el acúmulo de sangre en su sexo. Ambos están gozosos. Desde una distancia prudente, él llama a su perro, quien al verle tan cerca decide obedecer. Le regaña, sonríe, desanda el camino y piensa en tomarse una cerveza en el restaurante que se encuentra en la orilla opuesta. Antes de llegar a la pasarela, la pareja que se amaba entre juncales le adelanta y él recuerda del próximo 30 de agosto una imagen: Él se ha girado y ella se ha pegado a su espalda. La mano de ella juguetea con su miembro amorcillado, guerrero que descansa tras la primera batalla, y aspira su olor. Acerca su boca a su oreja y le susurra: Cuando te haga daño, perdóname.
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Tags : Agosto 2013 Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/08/2013 a las 17:33 | {0}