Fugaces y blancos como si fueran señales que tenían que llegar hasta el centro de esta aldea (abandonada de la mano de dios; abandonada por la Historia y por los yacimientos; abandonada por las miles de plegarias que se lanzan al aire cada día; abandonada como una perra vieja sin belfos y con las orejas mordidas; abandonada como la cruz tras la muerte; abandonada hasta la saciedad, hasta la risa, hasta el gozo, hasta la fiebre, hasta el abrazo; abandonada por las recuas; abandonada por los lexicógrafos; mi aldea por donde no pasa el Tajo); fugaces y tristes son los lamentos que lanza la mente por los caminos de las procesionarias; y vuelta; y vuelta y una vez más.
Fríos justo en el inicio de la estación. Habían florecido los tulipanes y por las veredas corría fresca el agua que se deslizaba desde las cumbres hasta el valle; en la metrópoli cercana rugían las masas un fervor absurdo, ¡idólatras! habría bramado Aarón y en justo castigo divino (debemos colocar la aclaración de divino porque si no ¿qué castigo es justo?) hubiera lanzado sobre las multitudes rocío de fuego o fuego helado.
Así quisimos callarnos. Darlo todo por perdido. Dejar que la vida corriera su curso y que unos rápidos aceleraran el proceso. Callados. Siempre callados. Colgados en ese silencio que tiene algo de estúpido y un poco de célebre. Mantenernos como estatuas. Acabar cubiertos por excrementos de aves que pasaron sobre nos sin ser conscientes. Así. Sí. Callados. Dormidos. Mutiladas las lenguas. Atrofiadas las palabras. Muérdago en la estación cálida. Mies en el más profundo invierno. Luz de enero. Muerte de junio. Peregrinación y frenesí.
Porque lo pudimos todo nos quedamos ciegos. ¡Qué hermosas entonces las manos tanteando! ¡Qué cuadro tenebrista habría sabido pintar Goya teniendo como modelos los restos de los dedos! Grandes momias fuimos. En inmensas moles nos convertimos y aún así flotamos como el universo en sí mismo, a la deriva de sí, abriéndose espacio en sí. De esa materia hablaba. De esta trascendencia hablaba y lo terrenal quedaba circunscrito a una emoción, la fría recogida de los enseres de un muerto, la mirada ciega de una vaga ilusión, la cera que dejó de arder, el cirio que introdujo en mi ano, la gloria de cristo, el pillar a trasmano.
Cuando llegan las oleadas y la calma se altera en una serie de notas sincopadas y el orbe se ordena como un tonto y callan los coros al unísono y se encienden los pábilos cortados y los narcisos navegan enamorados por las aguas de un río que no olvida y sangran los pies de la virgen y se llagan los culos de los viejos que no son movidos a su tiempo y se aceleran los torvos corazones de los viejos tramperos de Mark Twain y surca el cielo un presagio y lanza su saludo al sol el canario amazónico y sonríe la luna que nace y se apaga el alba con el sol y yo muero un día más y quedo sin entender un día más y vuela el buitre, sí, y canta un zorzal y las masas se mueven al ritmo de un tambor y se escucha muy lejos la canción a la muerte del amado y sonríen los soldados y se arman las constelaciones y abultan las preñadas y se aquietan las aguas de un mar que jamás se abrirá y sacuden sus labios los pawnees y huela a incienso y a sangre derramada.
Volatinero fui, volatinero.
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Ensayo poético
Tags : Fantasmagorías Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/03/2024 a las 17:50 | {0}