Respira. Da unos pasos en la celda. Se sienta. Respira de nuevo. Esta vez no se ha mareado. No recuerda nada. Es como si hubiera despertado de un larguísimo sueño reparador ¿Dónde está? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es ese lugar donde las puertas son huecos redondos en los muros, donde no hay cristales en los vanos, cuya cama es un lecho de paja con una tosca saya encima? ¿Cómo llegó hasta ahí? ¿Hay alguien más con él?
Milos Amós decide levantarse, pasar el hueco en el muro que hace de puerta y dirigirse hacia algún lugar que le lleve al exterior. Antes decide beber de una jarra de metal. El agua está fresca. Alguien se la debe haber puesto. Se da cuenta de que además está limpio. Su cuerpo huele a jabón. Alguien le debe haber lavado. No puede creer que él mismo se haya lavado y haya ido a por agua fresca. Hasta la boca, descubre, la sabe a hierbabuena. Tras haber bebido vuelve a ponerse en pie y con sumo cuidado, como si estuviera a punto de quebrarse a cada paso, se va alejando del jergón, atraviesa el primer muro, se detiene, respira, vuelve a caminar hacia un punto de luz que parece más intenso, va llegando, cada paso lo siente más firme. Está descalzo. Atraviesa un pasillo largo y oscuro hacia lo que parece la oquedad que dará salida al exterior. Sale y el sol, inmenso, ciega sus ojos. Ha de cerrarlos largo tiempo. Ha de abrirlos poco a poco. Y así sus pupilas van ejercitándose tras tanto tiempo en la penumbra de su celda. Conseguida la justa contracción por fin puede ver el paisaje que se muestra ante él y el lugar donde se encuentra. El paisaje es una cima del mundo, el edificio está colgado en su ladera oeste. El paisaje es descomunal, encrespado, hosco y hermoso. El edificio son ruinas. El paisaje le hace preguntarse cómo ha llegado hasta él, cuándo subió semejantes montañas, cómo pudo ver desde la planicie aquel cenobio. Repentinamente cansado se sienta en el suelo y apoya su espalda contra el muro. Cierra los ojos, deja que el aire acaricie su cuerpo. Entonces piensa, Estoy vivo, todavía estoy vivo.
Milos Amós decide levantarse, pasar el hueco en el muro que hace de puerta y dirigirse hacia algún lugar que le lleve al exterior. Antes decide beber de una jarra de metal. El agua está fresca. Alguien se la debe haber puesto. Se da cuenta de que además está limpio. Su cuerpo huele a jabón. Alguien le debe haber lavado. No puede creer que él mismo se haya lavado y haya ido a por agua fresca. Hasta la boca, descubre, la sabe a hierbabuena. Tras haber bebido vuelve a ponerse en pie y con sumo cuidado, como si estuviera a punto de quebrarse a cada paso, se va alejando del jergón, atraviesa el primer muro, se detiene, respira, vuelve a caminar hacia un punto de luz que parece más intenso, va llegando, cada paso lo siente más firme. Está descalzo. Atraviesa un pasillo largo y oscuro hacia lo que parece la oquedad que dará salida al exterior. Sale y el sol, inmenso, ciega sus ojos. Ha de cerrarlos largo tiempo. Ha de abrirlos poco a poco. Y así sus pupilas van ejercitándose tras tanto tiempo en la penumbra de su celda. Conseguida la justa contracción por fin puede ver el paisaje que se muestra ante él y el lugar donde se encuentra. El paisaje es una cima del mundo, el edificio está colgado en su ladera oeste. El paisaje es descomunal, encrespado, hosco y hermoso. El edificio son ruinas. El paisaje le hace preguntarse cómo ha llegado hasta él, cuándo subió semejantes montañas, cómo pudo ver desde la planicie aquel cenobio. Repentinamente cansado se sienta en el suelo y apoya su espalda contra el muro. Cierra los ojos, deja que el aire acaricie su cuerpo. Entonces piensa, Estoy vivo, todavía estoy vivo.
Interior de un Cenobio
Aunque el cenobita se negaba a admitirlo, Milos Amós no dejaba de repetir que aquello había sido un milagro. Sin embargo el cenobita le decía, calmadamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo para pronunciar cada letra, que nada había de milagroso en que un hombre pasara por el mismo lugar que había pasado otro. Milos callaba y respiraba con dificultad. El cenobita entonces le dejaba solo, en una celda austera.
El tiempo, ese extraño personaje de la vida, del cual tan acertadamente hablara Bernardo Soares, se había vuelto loco en la vida de Amos. No lo controlaba en absoluto. No lo podía medir. No supo -durante ¿cuánto tiempo?- dónde estaba la realidad y dónde la ensoñación. No sabía si aquel cenobita era real o si estaba en las puertas de cualquier cielo y aquel era un pedro que esperaba la decisión de su Señor para dejarle o no entrar en su Reino. Sentía algo caliente en sus labios. Sentía algo fresco en su frente. Oía una oración por su curación. Pero, ¿qué enfermedad tenía? En algún momento el cenobita le contestó que quizá fuera una pulmonía porque no sabía cuánto tiempo había permanecido en el páramo, todo lleno de humedad; tampoco sabía cuánta sangre había perdido debido a la herida que se había abierto en su mejilla.
Largas pausas se producían en su consciencia. Cuando despertaba, o mejor dicho cuando volvía a la consciencia -porque tenía la impresión de que las lagunas en sus recuerdos no era necesariamente estar inconsciente, sino también una necesidad de borrar, de borrarse- siempre era de día y escuchaba casi como un arrullo, el trajinar del cenobita.
El tiempo, ese extraño personaje de la vida, del cual tan acertadamente hablara Bernardo Soares, se había vuelto loco en la vida de Amos. No lo controlaba en absoluto. No lo podía medir. No supo -durante ¿cuánto tiempo?- dónde estaba la realidad y dónde la ensoñación. No sabía si aquel cenobita era real o si estaba en las puertas de cualquier cielo y aquel era un pedro que esperaba la decisión de su Señor para dejarle o no entrar en su Reino. Sentía algo caliente en sus labios. Sentía algo fresco en su frente. Oía una oración por su curación. Pero, ¿qué enfermedad tenía? En algún momento el cenobita le contestó que quizá fuera una pulmonía porque no sabía cuánto tiempo había permanecido en el páramo, todo lleno de humedad; tampoco sabía cuánta sangre había perdido debido a la herida que se había abierto en su mejilla.
Largas pausas se producían en su consciencia. Cuando despertaba, o mejor dicho cuando volvía a la consciencia -porque tenía la impresión de que las lagunas en sus recuerdos no era necesariamente estar inconsciente, sino también una necesidad de borrar, de borrarse- siempre era de día y escuchaba casi como un arrullo, el trajinar del cenobita.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2008 a las 10:49 | {0}
Milos atraviesa un páramo. No sabe la dirección que tomó. Imagina por la niebla y la escarcha que debió de emprender un rumbo norte. Una barba lampiña le ha crecido. La cazadora de cuero gastado apenas le protege de la humedad porque no es lluvia lo que cae sino condensación de agua, pegajosa como aceite. Las zapatillas deportivas con las que salió de la casa tras quemar toda su obra están rotas y por lo tanto sus calcetines y sus pies están mojados. Milos Amós debe andar. No hay cobijo alguno en el corto perímetro que alcanza su vista. Todo el paisaje es rojo y blanco como si aquel páramo fuera rico en hierro. Mientras camina Milos piensa cuándo caerá desfallecido porque ha de llegar un instante en que eso ocurra. No sabe cómo, no sabe si será lentamente como cuando una lipotimia viene a nuestro encuentro y antes de caer redondos una suerte de visión beatífica del mundo nos invade; no sabe si de repente sentirá un dolor punzante en algún sitio cercano a los pulmones que le obligará a arrodillarse; no sabe si será fulminante sin tiempo para una última reflexión.
Una ráfaga de brisa helada le pincha en la cara y el graznido de un cuervo -quizás su paso- le asusta. Sigue con la mirada una mancha oscura que ha surgido en la niebla un poco por encima de su cabeza. Es una mancha rápida que se mueve en círculos. Milos se detiene. La mancha se esfuma. Milos piensa la palabra buitre y luego intenta encontrar en su memoria una imagen de unos buitres en la niebla. No la encuentra y piensa que tampoco eso quiere decir que no pueda existir buitres en la niebla, que sus miradas o sus olfatos no avizoren el movimiento de carne a punto de corromperse o cuando menos una carne débil fácil para ser atacada. No le importa. O mejor no lo teme. El susto por el graznido vino más por la constatación de saberse acompañado en ese páramo que por su propia definición, cuando menos simbólica, debiera ser un lugar vacío. No teme el picotazo de unas aves. Tan sólo querría que fueran certeros. Milos emprende de nuevo la marcha. Cuando el tiempo no tiene medida se vuelve esquivo. Por eso Milos no sabe cuánto tiempo ha transcurrido hasta que ha notado el filo de una roca en su boca y ha llegado a pensar antes de quedarse sin sentido, Tengo frío.
Una ráfaga de brisa helada le pincha en la cara y el graznido de un cuervo -quizás su paso- le asusta. Sigue con la mirada una mancha oscura que ha surgido en la niebla un poco por encima de su cabeza. Es una mancha rápida que se mueve en círculos. Milos se detiene. La mancha se esfuma. Milos piensa la palabra buitre y luego intenta encontrar en su memoria una imagen de unos buitres en la niebla. No la encuentra y piensa que tampoco eso quiere decir que no pueda existir buitres en la niebla, que sus miradas o sus olfatos no avizoren el movimiento de carne a punto de corromperse o cuando menos una carne débil fácil para ser atacada. No le importa. O mejor no lo teme. El susto por el graznido vino más por la constatación de saberse acompañado en ese páramo que por su propia definición, cuando menos simbólica, debiera ser un lugar vacío. No teme el picotazo de unas aves. Tan sólo querría que fueran certeros. Milos emprende de nuevo la marcha. Cuando el tiempo no tiene medida se vuelve esquivo. Por eso Milos no sabe cuánto tiempo ha transcurrido hasta que ha notado el filo de una roca en su boca y ha llegado a pensar antes de quedarse sin sentido, Tengo frío.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/12/2008 a las 12:08 | {0}
Sonaba y no quería abrir los ojos. Estaba bien en su mundo oscuro. Quería creer -y de hecho lo creyó- que soñaba y así todo lo que ocurrió a partir de ese momento fue un sueño. Entraba un delicioso olor a mermelada de bayas del bosque y sin embargo era un olor que venía de un cuerpo, no de un vegetal. Venía de un cuerpo de mujer. No lograba saber si la mujer estaba muy cerca o si era una distancia considerable que el sueño, con sus milagrosas cualidades, permitía acortar. Ese olor, como una marea, como un cosquilleo comenzó a descender por el vientre de Milos Amós y cuando llegó a su miembro, también de forma milagrosa porque desde un tiempo casi inmemorial la excitación como mucho se había quedado en sus costillas, lo empezó a engordar a golpes de sangre. No llegó a gemir Milos pero si tragó saliva y se quedó más quieto para que nada distrajese a la sangre de su empuje y su polla fue creciendo, fue creciendo y Milos sonrió porque pensó que su polla debía de ser más grande que él mismo porque seguía creciendo y más y más. Cuando casi le llegó a doler tanta hermosura, sintió un dedo que recorría su mejilla, un calor que lo rodeaba entero, una piel ajena a la suya y una respiración en todo femenina. Luchaba Milos Amós por no abrir los ojos. No quería ver. Descubrió, en esa oscuridad, que si no veía ningún sueño se desvanecía, porque incluso si aquel cuerpo que estaba tan cerca del suyo era el cuerpo de un hombre dispuesto a someterle o era el cuerpo de una mujer horrísona con visos de serpiente, nada de eso le atañía. Pensó en su devaneo, pensó en su creer soñar, en animales mitológicos, en mezclas hasta cómicas de mineral y mujer, incluso en diosas que extraviadas de sí mismas habían dado con aquel pobre mortal que era él. En esos ensueños estaba cuando las manos de aquel ser bajaron su pantalón y permitieron a su miembro que, como bandera que por fin ondea al aire, se explayase en su enormidad. La otra mano acarició sus gónadas y pronto, más quizá de lo que hubiera deseado en un sueño perfecto, la entrepierna velluda de una mujer se colocó sobre él e introdujo su miembro en ella ¡Oh, se dijo! -lo dijo pero sin pronunciarlo- ¡Oh, oh, oh! y así eran los oh, acordes en todo con el movimiento de la mujer y su mar interior, con el crescendo propio del amor carnal, hasta llegar al final, hasta que la polla se convierte en un surtidor de esencias blancas y el coño resulta el recipiente donde la vida se mece. Tras el goce no se quedó dormido -porque se creía ya dormido-, no abrió los ojos hasta que se hubo hecho el silencio en el chamizo y entonces vio que junto a él había dos hogazas de pan, una jarra de leche y un paquete de cigarrillos con mechero.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/12/2008 a las 11:35 | {2}
Salió a la calle a respirar y echó a andar. Podríamos, en esta visión de la vida del escritor Milos Amós, describir las calles por las que anduvo, decir que salió de la ciudad (nombrar la ciudad donde vivía) y atravesó como un perro el extrarradio hasta llegar a una gran llanura (quizás en Grecia. Podríamos nombrar el país, decir por ejemplo que era griego aunque también podría ser un viejo de Alejandría y por qué no un hijo de emigrantes en los Estados Unidos o en la India). Ahora sabemos que está en la llanura. Sigue andando. No piensa. Lleva horas sin pensar. Está atento a cada paso, sabe que cada paso le aleja de su vida y de su obra. Casi -metafóricamente lo piensa- cada paso le hace olvidarse de sí. Anda y anda y anda. El crepúsculo le parece hermoso pero no le emociona. Ve a lo lejos un chamizo derruido y decide pasar la noche allí. No ha bebido nada. No ha comido nada. Tiene sueño. En un rincón, lo más alejado de la entrada, donde la oscuridad es absoluta, se tumba, se ovilla y duerme.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/11/2008 a las 20:32 | {0}
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Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/12/2008 a las 14:13 | {0}