Yo no quisiera para los hijos de Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior de esta España podrida, las cuchillas.
Tampoco que el padre de Rafael Hernando, diputado en el Parlamento de la nación por el Partido Popular, fuera enterrado en una cuneta y no pudiera darle una sepultura digna. Ni quisiera que un político del Partido Popular de España, dijera de él o de cualquiera de los muchos familiares que buscan aún a sus antepasados en las cunetas que "Ahora se acuerdan de su padre o de su abuelo o de su tía porque se dan subvenciones".
Sinceramente no, no lo quisiera pero les deseo que un día sueñen lo siguiente y que además sea en un sueño en el que sueñan que se despiertan:
Jorge Fernández Díaz se encuentra ante un gran muro. Tras él están sus hijos y su mujer. Lo han perdido todo en su país. Tras ellos hay un desierto. Ante ellos una esperanza (aunque sea vana. En realidad toda esperanza es vana). En lo alto del muro hay alambradas con cuchillas. Cuchillas bien afiladas. Él y su familia están sucios. A mierda huelen. No han podido lavarse a lo largo de los tres mil kilómetros que han tenido que recorrer hasta llegar al muro coronado de cuchillas. Jorge Fernández Díaz y su familia saben que tras el muro hay agua. Agua. Sólo queda escalar el muro. Llegar a lo alto. Soportar los cortes de las cuchillas bien afiladas en las piernas, en los brazos, en la cara o en el pecho o en los cojones o en el coño de su mujer, de sus hijos y en los suyos. Sólo eso. Cortes de cuchillas en sus carnes para poder beber agua. Jorge Fernández Díaz coge a su nieta a de siete años a sus espaldas y es el primero en iniciar la escalada. Los demás le siguen. Gritos. Gritos que han de acallarse para que las fuerzas de seguridad no acudan. Y sangre. Sangre. Sangre para poder beber agua.
Rafael Hernando, en el sueño en el que sueña despertarse, es un rojo. Tiene diez años. Desde una distancia que se le hace insoportable, agarrado por los hombros por su madre a la que han rapado el pelo y violado hasta el vómito los cruzados por Dios y por la Patria, ve cómo su padre es arrastrado por los rebeldes y junto a otros doce hombres es asesinado de un tiro en la nuca. Sin pérdida de tiempo los que morirán tras los trece primeros cavan una fosa y los tiran allí, junto a un camino de tierra que con el tiempo se convertirá en carretera. En el sueño se produce un salto en el tiempo, Rafael Hernando contempla el paisaje donde su padre fue asesinado. Sabe el lugar exacto donde se encuentra. Su madre, aún viva, sólo desea que su marido sea sepultado en camposanto porque aunque roja su madre es cristiana. Entonces escucha a un hombre que es igual a él, que se llama Rafael Hernando y representa a los ciudadanos de su país, le escucha, con su misma voz y su misma sonrisa, decir con ironía y desprecio: "sólo se acuerdan de su padre cuando hay una subvención para desenterrarlos" .
Y quisiera que luego despertaran con el sudor frío del terror en sus espaldas, en su nuca y en su alma y que a lo largo del día, cuando paseara por la calle, sintiera Jorge Fernández Díaz que el estigma del inmigrante que necesita seguir viviendo, del ser humano que tiene derecho a vivir honradamente, sea donde sea, en esta tierra que es de todos, estuviera en su frente; y que Rafael Hernando creyera seguir teniendo en su boca la impronta que provoca la injusticia y que le produjera tal aliento fétido que nadie se acercara a él.
Tampoco que el padre de Rafael Hernando, diputado en el Parlamento de la nación por el Partido Popular, fuera enterrado en una cuneta y no pudiera darle una sepultura digna. Ni quisiera que un político del Partido Popular de España, dijera de él o de cualquiera de los muchos familiares que buscan aún a sus antepasados en las cunetas que "Ahora se acuerdan de su padre o de su abuelo o de su tía porque se dan subvenciones".
Sinceramente no, no lo quisiera pero les deseo que un día sueñen lo siguiente y que además sea en un sueño en el que sueñan que se despiertan:
Jorge Fernández Díaz se encuentra ante un gran muro. Tras él están sus hijos y su mujer. Lo han perdido todo en su país. Tras ellos hay un desierto. Ante ellos una esperanza (aunque sea vana. En realidad toda esperanza es vana). En lo alto del muro hay alambradas con cuchillas. Cuchillas bien afiladas. Él y su familia están sucios. A mierda huelen. No han podido lavarse a lo largo de los tres mil kilómetros que han tenido que recorrer hasta llegar al muro coronado de cuchillas. Jorge Fernández Díaz y su familia saben que tras el muro hay agua. Agua. Sólo queda escalar el muro. Llegar a lo alto. Soportar los cortes de las cuchillas bien afiladas en las piernas, en los brazos, en la cara o en el pecho o en los cojones o en el coño de su mujer, de sus hijos y en los suyos. Sólo eso. Cortes de cuchillas en sus carnes para poder beber agua. Jorge Fernández Díaz coge a su nieta a de siete años a sus espaldas y es el primero en iniciar la escalada. Los demás le siguen. Gritos. Gritos que han de acallarse para que las fuerzas de seguridad no acudan. Y sangre. Sangre. Sangre para poder beber agua.
Rafael Hernando, en el sueño en el que sueña despertarse, es un rojo. Tiene diez años. Desde una distancia que se le hace insoportable, agarrado por los hombros por su madre a la que han rapado el pelo y violado hasta el vómito los cruzados por Dios y por la Patria, ve cómo su padre es arrastrado por los rebeldes y junto a otros doce hombres es asesinado de un tiro en la nuca. Sin pérdida de tiempo los que morirán tras los trece primeros cavan una fosa y los tiran allí, junto a un camino de tierra que con el tiempo se convertirá en carretera. En el sueño se produce un salto en el tiempo, Rafael Hernando contempla el paisaje donde su padre fue asesinado. Sabe el lugar exacto donde se encuentra. Su madre, aún viva, sólo desea que su marido sea sepultado en camposanto porque aunque roja su madre es cristiana. Entonces escucha a un hombre que es igual a él, que se llama Rafael Hernando y representa a los ciudadanos de su país, le escucha, con su misma voz y su misma sonrisa, decir con ironía y desprecio: "sólo se acuerdan de su padre cuando hay una subvención para desenterrarlos" .
Y quisiera que luego despertaran con el sudor frío del terror en sus espaldas, en su nuca y en su alma y que a lo largo del día, cuando paseara por la calle, sintiera Jorge Fernández Díaz que el estigma del inmigrante que necesita seguir viviendo, del ser humano que tiene derecho a vivir honradamente, sea donde sea, en esta tierra que es de todos, estuviera en su frente; y que Rafael Hernando creyera seguir teniendo en su boca la impronta que provoca la injusticia y que le produjera tal aliento fétido que nadie se acercara a él.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/11/2013 a las 20:26 | {6}