Querida Julia:
Han pasado tantas cosas desde que moriste. Dicen los científicos que los recuerdos se construyen cada vez que se recuerdan, es decir, que cuando yo te recuerdo se produce una reacción bioquímica en mi cerebro que anima las sinapsis de determinadas neuronas que construyen de nuevo, en mi mente, tu cuerpo menudo, tu sonrisa amplia y tus manos de trabajadora. También dicen que a partir de ese descubrimiento se llega a la conclusión de que los recuerdos no son lo que pasó sino recreaciones, interpretaciones de lo que pasó.
También dicen que ningún gen ha sido descubierto que contenga en sí la marca de la muerte y que por lo tanto, el hombre no está condenado a morir. Incluso aventuran existencias de más de cuatrocientos años. No sé, querida mía, no sé.
Desde que moriste, porque tu cuerpo sí acabó por ceder ante la actual naturaleza de los seres vivos, sentí el más grande vacío que había sentido y se inició un proceso del cual he sido conscientemente inconsciente. En muchos momentos de ese proceso, al que llamo El Proceso Gobi, te he sentido cerca, te he sentido presente, como la línea del horizonte se entrevé cuando los tonos del cielo y el mar son idénticos y he elucubrado, en momento de ensueño, con una escena en la que, juntos tú y yo, me dabas la mano y me animabas a seguir.
Es cierto, como me recordaba Caroline (a la que tú atendiste hace muchos años en la casa de mis padres mientras ella me esperaba), que durante la travesía por los desiertos -cualquier desierto, con cualquier nombre- la queja acude, el desaliento daña el paso, desaparece la música del aire y todo se vuelve espeso pero convendrás conmigo (tú que atravesaste el desierto de la dictadura de Franco y que supiste mantener la boca cerrada, haciendo que tus quejas se quedaran para mejor ocasión y tirando hacia delante con todo el dolor de tus compañeros muertos a cuestas) que en las noches frías de los desiertos, en la soledad del paisaje -donde el árbol desapareció, la hierba se secó, la arena se mete por todas partes produciendo picor, el tono marrón del mundo no invita a la esperanza y el agua escasea- quizá sea la queja más que una exaltación de víctima, una oración oculta de esperanza. El problema, diría yo, es cuando no nos queda queja de la que quejarnos, cuando todo lo asumimos como fatalidad o destino, cuando nos quedamos sentados y ya no buscamos el manantial, es entonces cuando la marca de la muerte nace en nosotros.
Julia, desde que moriste, surgió el Gobi y una tarde de sábado me adentré en él solo y sin equipaje. Ha habido momentos de soledad solemne; ha habido pequeñas fuentes que me permitían beber un poco y me daban fuerzas para seguir; ha habido instantes de revelación y así he entendido a Cristo en sus cuarenta días desiertos; ha habido añoranza; ha habido profunda oscuridad plena de melancolía; ha habido deseos terribles de volver sólo que sin brújula y sin alimento no sabía de dónde había partido y por supuesto desconocía el camino de vuelta. El proceso Gobi también consiste en eso: en no saber volver para seguir hacia no se sabe dónde. Y así, confiando abramánicamente, fui atravesando la extensión infinita del Gobi y -estrella polar de mis fuerzas- tu presencia ha sido siempre aliento y vida, tú que ya estás muerta. Y al fin, un día, no hace mucho, vislumbré en el clarear de una noche más fría que el invierno de una desventura, una línea verde, pura como la anchura de la mar y clara como el agua que trasluce el fondo. He caminado hacia ella y se ha ido haciendo grande a mis ojos y antes de adentrarme entre sus palmeras y antes de probar sus dátiles y antes de bañarme en sus dulces pozas y antes de vestirme de nuevo y quitarme las greñas, he querido volver a ti, Julia amada, por haber sido, tú también, pequeña fuente en el centro de la nada.
Han pasado tantas cosas desde que moriste. Dicen los científicos que los recuerdos se construyen cada vez que se recuerdan, es decir, que cuando yo te recuerdo se produce una reacción bioquímica en mi cerebro que anima las sinapsis de determinadas neuronas que construyen de nuevo, en mi mente, tu cuerpo menudo, tu sonrisa amplia y tus manos de trabajadora. También dicen que a partir de ese descubrimiento se llega a la conclusión de que los recuerdos no son lo que pasó sino recreaciones, interpretaciones de lo que pasó.
También dicen que ningún gen ha sido descubierto que contenga en sí la marca de la muerte y que por lo tanto, el hombre no está condenado a morir. Incluso aventuran existencias de más de cuatrocientos años. No sé, querida mía, no sé.
Desde que moriste, porque tu cuerpo sí acabó por ceder ante la actual naturaleza de los seres vivos, sentí el más grande vacío que había sentido y se inició un proceso del cual he sido conscientemente inconsciente. En muchos momentos de ese proceso, al que llamo El Proceso Gobi, te he sentido cerca, te he sentido presente, como la línea del horizonte se entrevé cuando los tonos del cielo y el mar son idénticos y he elucubrado, en momento de ensueño, con una escena en la que, juntos tú y yo, me dabas la mano y me animabas a seguir.
Es cierto, como me recordaba Caroline (a la que tú atendiste hace muchos años en la casa de mis padres mientras ella me esperaba), que durante la travesía por los desiertos -cualquier desierto, con cualquier nombre- la queja acude, el desaliento daña el paso, desaparece la música del aire y todo se vuelve espeso pero convendrás conmigo (tú que atravesaste el desierto de la dictadura de Franco y que supiste mantener la boca cerrada, haciendo que tus quejas se quedaran para mejor ocasión y tirando hacia delante con todo el dolor de tus compañeros muertos a cuestas) que en las noches frías de los desiertos, en la soledad del paisaje -donde el árbol desapareció, la hierba se secó, la arena se mete por todas partes produciendo picor, el tono marrón del mundo no invita a la esperanza y el agua escasea- quizá sea la queja más que una exaltación de víctima, una oración oculta de esperanza. El problema, diría yo, es cuando no nos queda queja de la que quejarnos, cuando todo lo asumimos como fatalidad o destino, cuando nos quedamos sentados y ya no buscamos el manantial, es entonces cuando la marca de la muerte nace en nosotros.
Julia, desde que moriste, surgió el Gobi y una tarde de sábado me adentré en él solo y sin equipaje. Ha habido momentos de soledad solemne; ha habido pequeñas fuentes que me permitían beber un poco y me daban fuerzas para seguir; ha habido instantes de revelación y así he entendido a Cristo en sus cuarenta días desiertos; ha habido añoranza; ha habido profunda oscuridad plena de melancolía; ha habido deseos terribles de volver sólo que sin brújula y sin alimento no sabía de dónde había partido y por supuesto desconocía el camino de vuelta. El proceso Gobi también consiste en eso: en no saber volver para seguir hacia no se sabe dónde. Y así, confiando abramánicamente, fui atravesando la extensión infinita del Gobi y -estrella polar de mis fuerzas- tu presencia ha sido siempre aliento y vida, tú que ya estás muerta. Y al fin, un día, no hace mucho, vislumbré en el clarear de una noche más fría que el invierno de una desventura, una línea verde, pura como la anchura de la mar y clara como el agua que trasluce el fondo. He caminado hacia ella y se ha ido haciendo grande a mis ojos y antes de adentrarme entre sus palmeras y antes de probar sus dátiles y antes de bañarme en sus dulces pozas y antes de vestirme de nuevo y quitarme las greñas, he querido volver a ti, Julia amada, por haber sido, tú también, pequeña fuente en el centro de la nada.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/05/2011 a las 09:01 | {0}