Segundo día
Hoy no he podido bañarme en la piscina. Las golondrinas se lanzaban como kamikazes y apenas su pico hollaba el agua volvían a elevarse con un mosquito.
El día ha sido más extraño y más normal. Vuelvo a tener miedo. El miedo dice el lexicógrafo Raúl Morales es un torrente estruendoso que contrae el corazón hasta desvanecerlo y algo de ello experimento cuando en la tarde, bajo el calor de unos días primerizos de agosto, me contrae el corazón la idea de verme despojado de lo que entiendo. Luego, en el palacio en el que vivo entre las siete de la tarde y las diez de la mañana, todo cambia. Las golondrinas por ejemplo. La piscina también. Las alarmas que hay que armar y desarmar para proteger un patrimonio. O los gatos que se asoman a la ventana de la imponente cocina para ver si les doy algo de comer y yo no puedo darles de comer y me duele no poder darles de comer sobre todo porque alguno de ellos -de los gatos- es muy pequeño, no tendrá más de seis meses o a lo mejor tiene siete meses aunque creo que no llega a siete meses. No, no llega a siete meses. Entonces hoy, que es el segundo día, en mi nuevo y corto oficio de guardés, no he podido bañarme y he tenido menos miedo. No uno el tener menos miedo al hecho de no bañarme -aunque quizá sí lo una- no sé muy bien por qué pero sí lo uno como uno el calor menor de estos primeros días de agosto con el nacimiento del miedo. Porque vuelvo a tener miedo pero sólo en ese momento (el momento de calor primerizo, a primera hora de la tarde cuando he abierto las ventanas de mi casa y he visto que los vecinos de enfrente tampoco se han ido de vacaciones y la hija sigue duchándose sin bajar la persiana con lo cual veo su pecho esmerilado como desde hace meses y esa rutina me hace sentir ese miedo que es un disolverse el corazón) cuando me digo y si no llegara y si me viera despojado de lo que entiendo y se me viera vagar como un perro sin dueño y sin cadena y si me diera vergüenza ser y tuviera que trasladarme a otra ciudad para ser dignamente un vagabundo y encontrara albergues donde nadie me conociera y comiera sopas que en absoluto me gané con el sudor de mi frente y si el sudor de mi frente no me sirve ya nunca más para ganarme el sustento y si me quedo sin sustento y el corazón -¡cuánta razón tiene el lexicógrafo Raúl Morales!- se va contrayendo y deja que la vida huya. Miro el reloj para ahuyentar el miedo que me consume y cuando observo las manecillas (porque mi reloj es analógico como yo que tengo de digital tan sólo una absurda cuestión de aparcerías) y sé que he de salir para ejercer mi nuevo trabajo de guardés y cojo el coche y empiezo a conducir por la carretera que tan bien conozco y paso una curva detrás de otra curva hasta completar las 23 curvas del puerto y llego hasta este palacio y enciendo la luz de la garita y luego abro los grandes portones de hierro forjado y tomo el relevo del guardés matutino y hago mi tarea, descubro que el miedo es una cuestión de rutina, lo que diluye el corazón es la casa, los pagos, las deudas, las inmensas deudas que uno va generando por el mero hecho de vivir y llego a pensar que vivir no es más que acumular deudas y la primera y mayor, la deuda con uno mismo, esa deuda descomunal porque es imposible de devolver, la deuda de los días perdidos, la deuda de los miedos disolventes, la deuda de las decisiones que marcan para siempre el camino y cuando miro en el recorrido que he de hacer para constatar que las obras de arte están en buen estado, que la temperatura es la adecuada y observo sólo un momento a un barbero de Puigcerdá en su barbería o a una mujer desnuda toda de bronce pienso si ellos, ellos también, condenados para siempre a ese único instante, serán conscientes de sus deudas o si en ese instante -una mujer en una playa, un pastor con sus ovejas, una doncella tocando el virginal o unos ciclistas en un descanso- la vida para ellos era un momento especial, algo fuera de su común y por lo tanto exento de deudas.
Es ya la madrugada y tengo calor. No me atrevo a abrir un techo de cristal y retráctil por mor de que entren mosquitos o ladrones. La habitación donde me encuentro -que está en el sótano del palacio- tiene un pequeño patio -ya digo con techo retráctil que se acciona por medio de un mando a distancia- donde se está más fresco. Ahora saldré. Me fumaré un cigarrillo. Y no sé si al volver seguiré escribiendo o si me tumbaré en la cama -demasiado blanda para mi cuerpo endurecido. ¿Cómo serán las camas de los albergues? ¿Tendrán los somieres de muelles? ¿Dejarán a los vagabundos hacer unos largos en la piscina municipal?- y leeré una novela mala que tiene su gracia.
El día ha sido más extraño y más normal. Vuelvo a tener miedo. El miedo dice el lexicógrafo Raúl Morales es un torrente estruendoso que contrae el corazón hasta desvanecerlo y algo de ello experimento cuando en la tarde, bajo el calor de unos días primerizos de agosto, me contrae el corazón la idea de verme despojado de lo que entiendo. Luego, en el palacio en el que vivo entre las siete de la tarde y las diez de la mañana, todo cambia. Las golondrinas por ejemplo. La piscina también. Las alarmas que hay que armar y desarmar para proteger un patrimonio. O los gatos que se asoman a la ventana de la imponente cocina para ver si les doy algo de comer y yo no puedo darles de comer y me duele no poder darles de comer sobre todo porque alguno de ellos -de los gatos- es muy pequeño, no tendrá más de seis meses o a lo mejor tiene siete meses aunque creo que no llega a siete meses. No, no llega a siete meses. Entonces hoy, que es el segundo día, en mi nuevo y corto oficio de guardés, no he podido bañarme y he tenido menos miedo. No uno el tener menos miedo al hecho de no bañarme -aunque quizá sí lo una- no sé muy bien por qué pero sí lo uno como uno el calor menor de estos primeros días de agosto con el nacimiento del miedo. Porque vuelvo a tener miedo pero sólo en ese momento (el momento de calor primerizo, a primera hora de la tarde cuando he abierto las ventanas de mi casa y he visto que los vecinos de enfrente tampoco se han ido de vacaciones y la hija sigue duchándose sin bajar la persiana con lo cual veo su pecho esmerilado como desde hace meses y esa rutina me hace sentir ese miedo que es un disolverse el corazón) cuando me digo y si no llegara y si me viera despojado de lo que entiendo y se me viera vagar como un perro sin dueño y sin cadena y si me diera vergüenza ser y tuviera que trasladarme a otra ciudad para ser dignamente un vagabundo y encontrara albergues donde nadie me conociera y comiera sopas que en absoluto me gané con el sudor de mi frente y si el sudor de mi frente no me sirve ya nunca más para ganarme el sustento y si me quedo sin sustento y el corazón -¡cuánta razón tiene el lexicógrafo Raúl Morales!- se va contrayendo y deja que la vida huya. Miro el reloj para ahuyentar el miedo que me consume y cuando observo las manecillas (porque mi reloj es analógico como yo que tengo de digital tan sólo una absurda cuestión de aparcerías) y sé que he de salir para ejercer mi nuevo trabajo de guardés y cojo el coche y empiezo a conducir por la carretera que tan bien conozco y paso una curva detrás de otra curva hasta completar las 23 curvas del puerto y llego hasta este palacio y enciendo la luz de la garita y luego abro los grandes portones de hierro forjado y tomo el relevo del guardés matutino y hago mi tarea, descubro que el miedo es una cuestión de rutina, lo que diluye el corazón es la casa, los pagos, las deudas, las inmensas deudas que uno va generando por el mero hecho de vivir y llego a pensar que vivir no es más que acumular deudas y la primera y mayor, la deuda con uno mismo, esa deuda descomunal porque es imposible de devolver, la deuda de los días perdidos, la deuda de los miedos disolventes, la deuda de las decisiones que marcan para siempre el camino y cuando miro en el recorrido que he de hacer para constatar que las obras de arte están en buen estado, que la temperatura es la adecuada y observo sólo un momento a un barbero de Puigcerdá en su barbería o a una mujer desnuda toda de bronce pienso si ellos, ellos también, condenados para siempre a ese único instante, serán conscientes de sus deudas o si en ese instante -una mujer en una playa, un pastor con sus ovejas, una doncella tocando el virginal o unos ciclistas en un descanso- la vida para ellos era un momento especial, algo fuera de su común y por lo tanto exento de deudas.
Es ya la madrugada y tengo calor. No me atrevo a abrir un techo de cristal y retráctil por mor de que entren mosquitos o ladrones. La habitación donde me encuentro -que está en el sótano del palacio- tiene un pequeño patio -ya digo con techo retráctil que se acciona por medio de un mando a distancia- donde se está más fresco. Ahora saldré. Me fumaré un cigarrillo. Y no sé si al volver seguiré escribiendo o si me tumbaré en la cama -demasiado blanda para mi cuerpo endurecido. ¿Cómo serán las camas de los albergues? ¿Tendrán los somieres de muelles? ¿Dejarán a los vagabundos hacer unos largos en la piscina municipal?- y leeré una novela mala que tiene su gracia.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/08/2014 a las 23:55 | {0}