Vigésimo quinto día
Olmo:
Yo nunca te he querido. Ahora te lo puedo decir porque ya eres mayorcito y porque a mí no me queda mucho tiempo. Y quería que lo supieras para que te liberes de una vez de mí que no he sido una madre nunca y siempre me he enorgullecido de mi condición de mujer.
Jamás te quise como hijo mío -de hecho nunca te llamé hijo o hijito- ni tampoco como hombre ni siquiera como persona. Me has sido siempre absolutamente indiferente y siendo esto así te preguntarás por qué te cuidé y te alimenté y te vestí. La respuesta está en dos causas: la segunda es mi profesión: soy enfermera y me juré cuidar a los enfermos y tú para mí has sido un enfermo crónico en mi vida.
Para entender la primera necesitas conocer una parte de mi vida. Una de mis más claras certidumbres es que el poder más grande que tiene una mujer -y por lo tanto el poder mayor de un ser humano, es decir, de un mamífero- es el sexo. Nosotras inventamos el sexo para que el macho volviera de su labor de caza y nos alimentara a nosotras y a nuestras crías. Esto es así y ya no hay tiempo para que nadie me lo quite de la cabeza. Los hombres no podéis entender el sexo en toda su enormidad. Sois, como mucho, factotum del sexo pero no sus creadores. Sólo que un poder tan grande tiene como condena el frenesí y como consecuencia la falta de control. Cuando una mujer conoce a un macho que satisface su sexualidad como no cabía esperar, se produce una adicción tan natural que somos capaces de hacer las mayores locuras. Eso fue lo que me pasó con el hombre que me preñó de ti. Era una bestia en la cama. Nunca jamás hombre alguno supo penetrarme, tocarme, acariciarme, hacerme daño, suplicarme y lamerme como aquél. Y nunca mi sexualidad se desarrolló tan libre y salvaje como con él y así lo hice mío, lo hice gozar hasta que aulló, lo mantuve sediento de mí y luego dejé que se hartara hasta que, desfallecido, lloraba y me suplicaba que le diera algo que volviera a empalmar su polla para no dejar de estar dentro de mí nunca.
Algunas llaman a esto amor. Yo lo llamo naturaleza. Estaba convencida de que aquel hombre iba a ser mío porque yo iba a ser capaz de encadenarlo a mí. Por mi profesión nunca he creído en el amor. La idea del amor es probablemente un invento occidental. Yo he visto las mayores traiciones ante la enfermedad del hasta ayer amado; he visto abandonos, he visto suplicas y también he visto el horror del cobarde que sabe que no va a ser capaz de abandonar al enfermo aún sabiendo que a partir de ese momento su vida se va a convertir en una muerte diaria.
Me quedé preñada para hacerlo mío, sencillamente. Calculé que no sería capaz de negarse a mí y al fruto de nuestra pasión. Estaba ciega. Y aquel hombre una tarde dejó de venir y la siguiente tampoco vino y no vino nunca más. El poder emborracha, Olmo. A mí me emborrachó y aposté demasiado fuerte.
Claro que pensé en abortarte. Sólo que una noche en que ardía en deseos de verle, intuí que quizá nacieras parecido a él; pensé que con el paso de los años te irías pareciendo más y más a él y al llegar a la juventud sería como tenerlo otra vez a mi lado y si lo hacía bien, si esta vez controlaba mi poder, quizá podría guiarte hacia mí y hacerte mío como creí haberlo hecho con él. Por eso naciste.
Mi horror -si fuera creyente, diría mi condena- lo empecé a intuir al quinto mes de tu nacimiento cuando me di cuenta de que eras idéntico a mí; eras una Wislawa en niño porque tu pelo tendría que haber sido rojo, tus ojos tendrían que haber sido verdes, tu boca gruesa, tus huesos largos, tu pies finos y tu polla gorda; pero naciste moreno como yo, con los oscuros como yo, y los huesos anchos y los pies pequeños y tu polla cuando se empalmaba tenía la languidez del junco y aun así -tonta de mí- me dije que debía esperar unos años porque los niños a veces empiezan pareciéndose a uno y luego acaban pareciéndose al otro.
No fue así. Lo años pasaron y verte era como verme cuando era niña y te empecé a detestar porque nada de ti me recordaba a él. Ni siquiera cuando la nariz se te conformó. Ni ella se parecía a la de él.
Entre tus siete y once años, abrigué una nueva esperanza: que tu carácter fuera el suyo. Que tuvieras esa fuerza que él tenía, que fueras ingenioso, divertido, extrovertido y algo canalla; que dominaras el arte de la ironía y supieras como embelesar a cualquiera; que fueras osado y sanguíneo... y fuiste y eres pusilánime, cobarde, tímido y hosco. El día que abandoné toda esperanza fue un mediodía que llegaste del colegio y yo estaba en casa; un poco antes le había estado comiendo la polla a un agregado de la embajada española en Tirana -por cierto tu padre no era diplomático- y se acababa de marchar. Yo estaba desnuda, con las piernas abiertas. Oí la cerradura y cerré los ojos haciéndome la dormida. Tú te acercaste y durante un momento te quedaste quieto, imagino que mirándome. Si entonces hubieras hecho lo que debías haber hecho; si me hubieras tocado el coño o hubieras rozado siquiera mi pecho; o si tan sólo me hubieras besado los labios... entonces podría haber pensado que algo de tu padre había en ti. Pero hiciste como hubiera hecho toda buena enfermera: echarme un echarpe por encima.
Así pasaron los años, deseando que te fueras hasta que de repente, una mañana, acababas de cumplir los diecisiete años, se produjo el milagro. Dijiste, ¿Mamá dónde me has dejado las camisetas? y entonces yo oí, escuché la voz de mi amante, la clara, juvenil y vibrante voz de mi amante y se me saltaron las lágrimas de nostalgia y deseé que te fueras cuanto antes de la casa porque un ser como tú no merecía tener su voz.
Has de saber una cosa, Olmo, hay mujeres que se creen su papel de madres -o que les han lavado el cerebro hasta tal punto que llegan a creer que ser madre es como ser mujer o ser lombriz-. A los hombres eso no les ocurre. El ser padres es un accidente en su vidas no una esencia. Yo he sido siempre y ante todo mujer y persona. Y al igual que lo hijos no tenéis por qué querer a vuestros padres, los padres tampoco tenemos por qué querer obligatoriamente a nuestros hijos. Yo nunca te quise, ni te quiero, ni te querré el poco tiempo que me queda de vida. Y te lo cuento no para hacerte daño sino todo lo contrario: creo que te lo debo. Te debía mi sinceridad por si eso te lleva a una liberación.
Cuídate.
Wislawa.
Yo nunca te he querido. Ahora te lo puedo decir porque ya eres mayorcito y porque a mí no me queda mucho tiempo. Y quería que lo supieras para que te liberes de una vez de mí que no he sido una madre nunca y siempre me he enorgullecido de mi condición de mujer.
Jamás te quise como hijo mío -de hecho nunca te llamé hijo o hijito- ni tampoco como hombre ni siquiera como persona. Me has sido siempre absolutamente indiferente y siendo esto así te preguntarás por qué te cuidé y te alimenté y te vestí. La respuesta está en dos causas: la segunda es mi profesión: soy enfermera y me juré cuidar a los enfermos y tú para mí has sido un enfermo crónico en mi vida.
Para entender la primera necesitas conocer una parte de mi vida. Una de mis más claras certidumbres es que el poder más grande que tiene una mujer -y por lo tanto el poder mayor de un ser humano, es decir, de un mamífero- es el sexo. Nosotras inventamos el sexo para que el macho volviera de su labor de caza y nos alimentara a nosotras y a nuestras crías. Esto es así y ya no hay tiempo para que nadie me lo quite de la cabeza. Los hombres no podéis entender el sexo en toda su enormidad. Sois, como mucho, factotum del sexo pero no sus creadores. Sólo que un poder tan grande tiene como condena el frenesí y como consecuencia la falta de control. Cuando una mujer conoce a un macho que satisface su sexualidad como no cabía esperar, se produce una adicción tan natural que somos capaces de hacer las mayores locuras. Eso fue lo que me pasó con el hombre que me preñó de ti. Era una bestia en la cama. Nunca jamás hombre alguno supo penetrarme, tocarme, acariciarme, hacerme daño, suplicarme y lamerme como aquél. Y nunca mi sexualidad se desarrolló tan libre y salvaje como con él y así lo hice mío, lo hice gozar hasta que aulló, lo mantuve sediento de mí y luego dejé que se hartara hasta que, desfallecido, lloraba y me suplicaba que le diera algo que volviera a empalmar su polla para no dejar de estar dentro de mí nunca.
Algunas llaman a esto amor. Yo lo llamo naturaleza. Estaba convencida de que aquel hombre iba a ser mío porque yo iba a ser capaz de encadenarlo a mí. Por mi profesión nunca he creído en el amor. La idea del amor es probablemente un invento occidental. Yo he visto las mayores traiciones ante la enfermedad del hasta ayer amado; he visto abandonos, he visto suplicas y también he visto el horror del cobarde que sabe que no va a ser capaz de abandonar al enfermo aún sabiendo que a partir de ese momento su vida se va a convertir en una muerte diaria.
Me quedé preñada para hacerlo mío, sencillamente. Calculé que no sería capaz de negarse a mí y al fruto de nuestra pasión. Estaba ciega. Y aquel hombre una tarde dejó de venir y la siguiente tampoco vino y no vino nunca más. El poder emborracha, Olmo. A mí me emborrachó y aposté demasiado fuerte.
Claro que pensé en abortarte. Sólo que una noche en que ardía en deseos de verle, intuí que quizá nacieras parecido a él; pensé que con el paso de los años te irías pareciendo más y más a él y al llegar a la juventud sería como tenerlo otra vez a mi lado y si lo hacía bien, si esta vez controlaba mi poder, quizá podría guiarte hacia mí y hacerte mío como creí haberlo hecho con él. Por eso naciste.
Mi horror -si fuera creyente, diría mi condena- lo empecé a intuir al quinto mes de tu nacimiento cuando me di cuenta de que eras idéntico a mí; eras una Wislawa en niño porque tu pelo tendría que haber sido rojo, tus ojos tendrían que haber sido verdes, tu boca gruesa, tus huesos largos, tu pies finos y tu polla gorda; pero naciste moreno como yo, con los oscuros como yo, y los huesos anchos y los pies pequeños y tu polla cuando se empalmaba tenía la languidez del junco y aun así -tonta de mí- me dije que debía esperar unos años porque los niños a veces empiezan pareciéndose a uno y luego acaban pareciéndose al otro.
No fue así. Lo años pasaron y verte era como verme cuando era niña y te empecé a detestar porque nada de ti me recordaba a él. Ni siquiera cuando la nariz se te conformó. Ni ella se parecía a la de él.
Entre tus siete y once años, abrigué una nueva esperanza: que tu carácter fuera el suyo. Que tuvieras esa fuerza que él tenía, que fueras ingenioso, divertido, extrovertido y algo canalla; que dominaras el arte de la ironía y supieras como embelesar a cualquiera; que fueras osado y sanguíneo... y fuiste y eres pusilánime, cobarde, tímido y hosco. El día que abandoné toda esperanza fue un mediodía que llegaste del colegio y yo estaba en casa; un poco antes le había estado comiendo la polla a un agregado de la embajada española en Tirana -por cierto tu padre no era diplomático- y se acababa de marchar. Yo estaba desnuda, con las piernas abiertas. Oí la cerradura y cerré los ojos haciéndome la dormida. Tú te acercaste y durante un momento te quedaste quieto, imagino que mirándome. Si entonces hubieras hecho lo que debías haber hecho; si me hubieras tocado el coño o hubieras rozado siquiera mi pecho; o si tan sólo me hubieras besado los labios... entonces podría haber pensado que algo de tu padre había en ti. Pero hiciste como hubiera hecho toda buena enfermera: echarme un echarpe por encima.
Así pasaron los años, deseando que te fueras hasta que de repente, una mañana, acababas de cumplir los diecisiete años, se produjo el milagro. Dijiste, ¿Mamá dónde me has dejado las camisetas? y entonces yo oí, escuché la voz de mi amante, la clara, juvenil y vibrante voz de mi amante y se me saltaron las lágrimas de nostalgia y deseé que te fueras cuanto antes de la casa porque un ser como tú no merecía tener su voz.
Has de saber una cosa, Olmo, hay mujeres que se creen su papel de madres -o que les han lavado el cerebro hasta tal punto que llegan a creer que ser madre es como ser mujer o ser lombriz-. A los hombres eso no les ocurre. El ser padres es un accidente en su vidas no una esencia. Yo he sido siempre y ante todo mujer y persona. Y al igual que lo hijos no tenéis por qué querer a vuestros padres, los padres tampoco tenemos por qué querer obligatoriamente a nuestros hijos. Yo nunca te quise, ni te quiero, ni te querré el poco tiempo que me queda de vida. Y te lo cuento no para hacerte daño sino todo lo contrario: creo que te lo debo. Te debía mi sinceridad por si eso te lleva a una liberación.
Cuídate.
Wislawa.
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/08/2014 a las 22:22 | {2}