Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Vigésimo segundo día


Primer recuerdo de ayer
Llego del colegio. Es verano. Estoy en el segundo grado. Tengo once años. Normalmente a esa hora mi madre no está en casa. Trabaja de sol a sol (aunque usar esta expresión en Tirana es casi un sarcasmo). Siempre me deja la comida para que la caliente en un cazo. Así desde que cumplí los siete años y mi madre me dijo, Olmo ahora tienes uso de razón así es que desde ahora úsala y nunca dejes el gas encendido. Nunca dejé el gas encendido.
Mi casa es pequeña. Tiene un pequeño recibidor. A la derecha -según se entra- están la cocina y el baño. A la izquierda una sala y dos puertas enfrentadas que son los dos dormitorios. Entro a la izquierda para dejar la cartera en mi habitación y veo que la puerta de la habitación de mi madre está abierta y ella está en la cama -los pies de la cama son los más próximos a la puerta-, desnuda, bocarriba, con las piernas abiertas, la boca abierta, los ojos cerrados; no puedo evitar fijarme en su pubis, muy velludo, muy oscuro y pensar, Yo salí por ahí (Años más tarde veré en el museo de Orsay El Nacimiento del Mundo de Courbet y recordaré de inmediato el sexo de mi madre en aquella tarde de verano). Me acerco a ella. Duerme con los ojos apretados como si estuviera haciendo un esfuerzo considerable por mantenerlos cerrados. Miró la blancura de su pecho, su volumen que tiende con cierta melancolía hacia el altiplano y me sorprende la oscuridad de sus areolas, su anchura y la llanura absoluta de su pezón. Cojo un echarpe y se lo pongo por encima. Me siento orgulloso cuando salgo de su habitación porque no he sentido ningún deseo hacia ella y decido decírselo cuando se despierte; decirle, Mamá no tengo el edipo ése. Te he visto desnuda y no te he querido. No tenías razón. Yo no soy como los demás niños. Nunca se lo dije.

Segundo recuerdo de ayer
Oliveira, en cuclillas y desnudo, corta ramas de mangle, está sudando y respira con cierta dificultad. Yo me he echado la mochila al hombro. Ya me voy. He estado con él un año y siete meses.
Miro a Oliveira hacer su trabajo. Miro su cuerpo viejo y fuerte -como el de un Zeus- haciendo el esfuerzo de la fuerza. Quisiera abrazarle. Llorar incluso. Decirle que jamás le olvidaré. Sé que Oliveira no lo permitiría. Le digo, Oliveira, ya marcho.
Oliveira me mira y su mirada es la de todos los días. Vuelve a su trabajo y me dice, Buen viaje, hijo. Vuelve. Esta es tu casa.

Tercer recuerdo de ayer
Para volver a Europa he tenido que pedir a mi embajada que me pague el viaje. La embajada ha aceptado tras declararme indigente. Parto de Brasil rumbo a Albania. Viajo en un carguero de bandera polaca. Me resulta una audacia del destino que la bandera del barco sea la patria de Wislawa.
Un marinero filipino con el que trabo amistad tras contarle que estuve un tiempo viviendo en Manila, me invita una noche a su camarote para beber y proponerme un negocio de contrabando de tabaco. Acepto. Cuando nos dirigimos hacia allí me dice que me sería  muy difícil volver si no voy con él. No me gusta que me diga eso. No me gusta depender de nadie y menos que alguien se crea indispensable para mí. Cuando lo pienso siento que pienso con ideas de Oliveira. Pienso en Oliveira mientras recorremos unos pasillos mugrientos y se escuchan constantes los latidos de la caldera del barco. Entramos en el camarote del marinero. Me ofrece una ginebra y rápidamente otra. Le noto nervioso y empieza a sudar. Le digo que me pase los cartones de tabaco y que me quedo con uno como pago. Respira hondo. Se acerca al armario y saca cinco cartones de Winston. Los tira encima de la cama. Yo los voy a recoger y cuando lo hago me empuja, se tira encima de mí, intenta bajarme el pantalón, noto su polla empalmada, me amenaza con rajarme el cuello si no me quedo quieto, me viene, fugaz, la imagen del tipo que se cargó Oliveira en el bohío junto al Amazonas. Me zafo. Cojo al marinero por el cuello y con un brazo lo mantengo en vilo y lo estampo contra la puerta del armario. La mirada de deseo del marinero se ha convertido en una mirada de terror. Le abofeteo. Le dejo caer. El marinero se hace un ovillo y ruega en tagalo no sé qué. Cojo un cartón de tabaco y antes de  cerrar la puerta le digo, Las cosas se piden por favor.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/08/2014 a las 22:04 | Comentarios {2}








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