22h. 22m.
Si se queman la leche y la mantequilla, iré a tu encuentro para decírtelo. Me importa poco la cara que pongas cuando te acuse de haber sido tú el que las ha dejado al fuego; te describiré cómo ha quedado la mantequilla grumosa y negra como si sobre ella hubiera caído una carbonilla que procediera de una explosión nuclear. No me importará que te quedes sentado y sigas con las manos en el mando de la play como si todo lo que te digo no fuera contigo, como si no hubieras sido tú el responsable de impedir que la leche y la mantequilla no se achicharraran al fuego; me indignaré por tu molicie no por tu gesto, ése que te viene acompañando desde niño y que, probablemente les diera miedo a los más pequeños que tú. Podría hablarte de lo mucho que he aprendido de los gestos. Sólo que en este momento no me interesas nada. No quiero que sepas nada de mí. Nunca sabrás nada de mí. Nunca más sabrás de mí. Es el momento en el que he de hacer la maleta. Meter cuatro cosas en ella. Que el equipaje sea ligero. Es el momento de irme. El mundo no me está esperando y yo voy a su encuentro. En la estación de tren quizá me espere una prima hermana que tiene rubios los cabellos y verdes los ojos. Estará en el andén antes de que yo llegue. No me sorprenderá encontrarla allí y sí me entristecerá que me declare su amor y yo le declare el mío por mucho que sepamos que en ese momento nuestras vidas se separan y quizá no volvamos a vernos nunca. Mi prima hermana acerca sus labios a los míos. Nos besamos y en nuestros labios se mezcla lo salino de nuestras lágrimas. Cuando mi prima hermana llora sus ojos verdes se hacen más pequeños y más hermosos. Cuando yo lloro mis ojos se vuelven más oscuros.
El paisaje que veo por las ventanillas del tren es un paisaje devastado. Grandes agujeros han convertido las tierras de labranza en una especie de alucinación lunar. El sol se filtra a través de unas nubes gris claro uniformes que ocultan por completo el cielo y dan una sensación lechosa al aire y esa visión de la leche en el aire me hacen recordar tu gesto amenazador, tu palidez que acentúa tus pómulos y los afilan, una palidez que llega hasta los labios que se vuelven azulinos y dispuestos a atacar. Tus labios muertos me devuelven a la realidad. Estoy en el pasillo de un tren nocturno, en un vagón de coche cama. Los compartimentos parecen estar vacíos. Es como si viajara en un tren de ausencias. No me importa, me digo. Estoy mejor así. Pienso en la contradicción de estar en un tren nocturno a pleno día aunque de inmediato deduzca que quizá sea un tren que he cogido por la tarde y que pronto anochecerá. Entro en mi compartimento y saco de la mochila -mi equipaje se compone de una maleta de quince kilos, una mochila y un bolsón- uno de los tres libros que he traído conmigo, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, y comienzo a leerlo desde el principio. Los otros dos libros que me he traído son Rayuela de Julio Cortázar y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esos tres libros, he pensado cuando los elegía, se puede iniciar una nueva biblioteca. Alguna vez iniciaré una nueva biblioteca. Nunca me imaginé que tendría que abandonar la primera que construí. Tampoco imaginé que me sería tan fácil abandonarla lo que no quiere decir en absoluto que no me haya supuesto un dolor inefable. La lectura de James y el traqueteo del tren me acunan y al acunarme me duermen... no sé si este relato continuará...
El paisaje que veo por las ventanillas del tren es un paisaje devastado. Grandes agujeros han convertido las tierras de labranza en una especie de alucinación lunar. El sol se filtra a través de unas nubes gris claro uniformes que ocultan por completo el cielo y dan una sensación lechosa al aire y esa visión de la leche en el aire me hacen recordar tu gesto amenazador, tu palidez que acentúa tus pómulos y los afilan, una palidez que llega hasta los labios que se vuelven azulinos y dispuestos a atacar. Tus labios muertos me devuelven a la realidad. Estoy en el pasillo de un tren nocturno, en un vagón de coche cama. Los compartimentos parecen estar vacíos. Es como si viajara en un tren de ausencias. No me importa, me digo. Estoy mejor así. Pienso en la contradicción de estar en un tren nocturno a pleno día aunque de inmediato deduzca que quizá sea un tren que he cogido por la tarde y que pronto anochecerá. Entro en mi compartimento y saco de la mochila -mi equipaje se compone de una maleta de quince kilos, una mochila y un bolsón- uno de los tres libros que he traído conmigo, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, y comienzo a leerlo desde el principio. Los otros dos libros que me he traído son Rayuela de Julio Cortázar y Pedro Páramo de Juan Rulfo. Con esos tres libros, he pensado cuando los elegía, se puede iniciar una nueva biblioteca. Alguna vez iniciaré una nueva biblioteca. Nunca me imaginé que tendría que abandonar la primera que construí. Tampoco imaginé que me sería tan fácil abandonarla lo que no quiere decir en absoluto que no me haya supuesto un dolor inefable. La lectura de James y el traqueteo del tren me acunan y al acunarme me duermen... no sé si este relato continuará...
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/04/2020 a las 22:22 | {0}