0h 12m
Sé que a veces me diluyo. Sé que a veces el paisaje me engulle y me devuelve al mundo (durante un rato cuando menos) brizna de hierba o gota de manantial. Sé que a veces me dejo llevar por los ciclos de la luna y que el estruendo que se me produce en el corazón me estruja las tripas, presiona mi páncreas y vuelve al hígado insidioso. Sé que no tengo cultura para llegar a tanto. Sé que el peldaño de madera durará poco tiempo, menos en todo caso que aquel otro de mármol. Sé que los gobiernos no tienen el menor reparo en asesinar con un virus de laboratorio a unos cuantos miles de personas. También que la alegría se esconde debajo de las piedras y que hay grandes humoristas que consiguieron hacer de su capa un sayo. Sé que en algún lugar me perdí y desde entonces lucho contra mi carácter como si la acritud, la amargura y el enfado no tuvieran cabida en un mundo de colores donde para estar triste hay que pedir permiso a los psicólogos y a los farmacéuticos. Sé que los seres vivos no conscientes de su ser nos sacan una gran ventaja y que el pensamiento es una de las grandes fallas que el gen creó en esta máquina de hacer genes que somos los humanos. Defiendo que el gran vencedor de la selección natural, el verdaderamente fuerte, el que ha subyugado al que se cree el emperador es el trigo. El trigo dobló nuestros lomos. El trigo nos arraigó a una tierra. El trigo nos inmovilizó para siempre sólo para que él se perfeccionara y se extendiera. El trigo nos obligó a cuidarlo. El trigo nos devanó los sesos para crear los pesticidas. El trigo generó en nosotros la idea de la herencia y nos hizo mirar al cielo no ya con la nostalgia de no poder volar sino con la mente de un relojero.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
A veces me diluyo: cuando no quiero hacer gracia, toso sin motivo, me altero por una correa que se tensa más de lo esperado, escucho el grito de bestia de un niño que juega, las carreras en el piso de arriba, el agua que cae por la bajante como si anhelara ser cascada en un continente que quedó olvidado tras una guerra colonial. Me diluyo como grasa sometida a producto químico. Me diluyo como el semen que ha quedado en el vientre tras haber follado mucho y haber pensado en algún momento del coito que la eternidad se hizo para ese momento. Me diluyo en la risa de una mujer que arrastra la silla de ruedas de un viejo bajo un sol de febrero que se diría de mayo. Me diluyo en la roca sobre la que me sentaré algún día para dibujar un paisaje, yo a quien los enviados de Dios cercenaron para siempre la capacidad de dibujar. A veces me diluyo entero en uno de mis pies y otras basta una cabello en la almohada para sentir que todo mi cuerpo está en él. Me diluyo mucho en los libros. En los libros cerrados. No en sus páginas. Me diluyo en su aspecto macizo cuando reposan como a la espera en una de la baldas de la estantería. Porque sé que dentro está bullendo lo que cuentan. Porque sé que bastará que los tome y los abra para que sus mundos se desparramen ante mis ojos y quizás un fogonazo me deslumbre y me deje momentáneamente ciego.
Ya estoy cerca de la frontera. Es recta como los confines del desierto que he ido atravesando. Sólo me sorprende que no haya guardianes, ni puertas ni alambradas: tan sólo hay extensión. Y en ella me diluiré y seré yo también extensión de la frontera como los miles y miles de vidas que llegaron hasta aquí, para como yo, irla conformando.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/02/2020 a las 00:11 | {0}