Brillaba y el hombre pensó que realmente era muy cinematográfico el suelo mojado. Como tenía que esperar más de media hora se puso nervioso. Ese hombre no sabía esperar. Nunca había domesticado la impaciencia. Era la tarde y las nubes volaban. El andén de la estación estaba entonces vacío. El vestíbulo también lo estaba. En la cantina unos hombres jugaban al dominó y una mujer sesteaba tras la barra. El hombre se palpó los bolsillos. Tan sólo tenía una moneda de cincuenta céntimos. Y aquellos hombres que jugaban al dominó y aquella mujer no tenían pinta de darle una moneda, una moneda para un café. Pensó el hombre cuando podía llegar a una estación y pedirse algo de beber y un bocadillo. Sólo lo pensó un momento. Luego miró las nubes y sintió la impaciencia en aquella estación de tren. Se fijó en algo que había entre las vías, un poco más allá del final del andén, justo cuando desaparece y el adoquín pasa a ser tierra húmeda, tierra recién llovida. Lentamente el hombre se puso en marcha, por hacer algo, para ver qué era eso. Las nubes volaban. Apareció un momento el sol. Ya no llovía. Había llovido tanto durante el día que había, no muy lejos, grandes bolsas de agua. Él sabía que bastarían tres días de sol para evaporar tal riqueza. Lo sabía mientras andaba y se palpaba la moneda de cincuenta céntimos (se la palpaba porque había pensado la palabra riqueza). Paso a paso se fue encaminando hacia el objeto; paso a paso se fue configurando en su vista de viejo la forma de lo que reposaba entre las vías del tren. Con más esfuerzo del debido bajó del andén a la tierra húmeda mientras pensaba que deberían poner una rampita entre andén y tierra para que aquéllos -que como él- querían pasar del uno a la otra no arriesgaran un tobillo en el intento. Bajó al final y con riesgo y comenzó a andar por la tierra que estaba muy blanda -como el vientre de una mujer- y se hundía bajo sus botas. Luego se dijo que el objeto estaba más lejos de lo que había pensado en un principio y se imaginó a sí mismo con unas gafas que calibraran con justeza las distancias. Ya no se iba a detener, se dijo, iba a llegar hasta el objeto. Quizá pudiera hacer un trueque con él si fuera algo valioso o no muy valioso, algo que pudiera valer un café con leche y un bocadillo de tortilla de patata y de nuevo, mientras se acercaba, volvió a palparse la moneda de cincuenta céntimos que tenía en su bolsillo. Por fin -bajo el cielo tormentoso, entre el viento que se iba levantando, extrañado por sonidos que no sabía qué eran; tras un súbito cambio de luz que parecía traído de las tinieblas- creyó entender la forma del objeto y se entristeció porque no brillaba (entonces pensó que era una urraca). Súbitamente llovió con una fuerza bárbara. El hombre llegó a la altura del objeto; miró en ambas direcciones de la vía y se dijo, ¡Imbécil, con esta lluvia y este ruido furioso serías incapaz de ver o de escuchar al mismísimo Leviatán! Así es que levantó un poco su pierna izquierda y salvó el primer raíl; se arrodilló ante el objeto y se emocionó como hacía años que no se emocionaba y entonces ya no le importó cuándo llegaba el tren ni tampoco se dejó impresionar por la furia de la lluvia y su sonido; tomó el objeto entre sus brazos, lo abrazó contra su pecho, se tumbó entre los raíles y cerró los ojos y así -por primera vez- esperó la llegada del tren sin impaciencia alguna.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/06/2015 a las 18:12 | {2}