[...]
La primera vez sentí fuego. No quise mirarlo. Huí de ello. Los días siguientes fueron invisibles. Yo no sabía formular. Mi interior (eso lo descubrí mucho más tarde o por mejor decirlo eso hoy sé que podría descubrirlo si ahondara en ello y sobre todo si conociera el método) sí sabía. No me arrepentía. No me acosaba. Sencillamente los días eran invisibles. Las tardes parecían otorgarme una tregua (yo tenía la mesa pegada a una pared. He tenido muchas mesas pegadas a una pared. Una pared sin nada. La pureza de una pared sin nada colgado, sin nada expuesto. Es lo mejor. Como es lo mejor dormir en sábanas blancas, sin dibujo ninguno. Los niños que duermen en sábanas con animales o globos o teteras, son condicionados a un determinado tipo de sueños; como también los adultos, también, también nosotros... Vuelvo a la pared. Para crear algo decente lo mejor es no tener nada enfrente. Pared en blanco. Mente en blanco. Aquellas tardes de los días invisibles, escribía lentamente. Aún era el tiempo de los diccionarios y del encuentro con las palabras. Podía estar varias horas deambulando -unas palabras; una frase; un cigarrillo; un recuerdo; el futuro; lo que prometía la noche; asomarme al balcón; sentir que era importante contar mi visión de los hombres y sus relaciones...). Entonces -esas tardes- una incomodidad, sólo eso, nacía en mi vientre, era un calambre muy ligero que parecía recorrer todo el tubo digestivo en dirección ascendente hasta llegar por la vía de los nervios hasta un lugar de mi mente que me hacía sentir incómodo y me dejaba llevar por el recuerdo de la melodía de un adagio a un estado de retraimiento hacia mí y ese estado era nuevo y me causaba vergüenza. Fue entonces sí, cuando empecé a intuir que nacía en mí la vergüenza de ser yo.
La primera vez sentí fuego. No quise mirarlo. Huí de ello. Los días siguientes fueron invisibles. Yo no sabía formular. Mi interior (eso lo descubrí mucho más tarde o por mejor decirlo eso hoy sé que podría descubrirlo si ahondara en ello y sobre todo si conociera el método) sí sabía. No me arrepentía. No me acosaba. Sencillamente los días eran invisibles. Las tardes parecían otorgarme una tregua (yo tenía la mesa pegada a una pared. He tenido muchas mesas pegadas a una pared. Una pared sin nada. La pureza de una pared sin nada colgado, sin nada expuesto. Es lo mejor. Como es lo mejor dormir en sábanas blancas, sin dibujo ninguno. Los niños que duermen en sábanas con animales o globos o teteras, son condicionados a un determinado tipo de sueños; como también los adultos, también, también nosotros... Vuelvo a la pared. Para crear algo decente lo mejor es no tener nada enfrente. Pared en blanco. Mente en blanco. Aquellas tardes de los días invisibles, escribía lentamente. Aún era el tiempo de los diccionarios y del encuentro con las palabras. Podía estar varias horas deambulando -unas palabras; una frase; un cigarrillo; un recuerdo; el futuro; lo que prometía la noche; asomarme al balcón; sentir que era importante contar mi visión de los hombres y sus relaciones...). Entonces -esas tardes- una incomodidad, sólo eso, nacía en mi vientre, era un calambre muy ligero que parecía recorrer todo el tubo digestivo en dirección ascendente hasta llegar por la vía de los nervios hasta un lugar de mi mente que me hacía sentir incómodo y me dejaba llevar por el recuerdo de la melodía de un adagio a un estado de retraimiento hacia mí y ese estado era nuevo y me causaba vergüenza. Fue entonces sí, cuando empecé a intuir que nacía en mí la vergüenza de ser yo.
Epístola 81. Libro X. Epístolas morales a Lucilio. Seneca.
Traducción de Ismael Roca Meliá.
Editorial Gredos
Te lamentas de haberte encontrado con un hombre ingrato [...] porque si quieres evitar el riesgo de la ingratitud, no prestarás beneficios [...]; me parece que se debe investigar aquel punto que, según creo, no ha sido suficientemente aclarado: si aquel que nos ha favorecido, y luego nos ha perjudicado, ha equilibrado las cuentas y nos ha liberado de la deuda. Añade, si lo deseas, este extremo: que nos ha perjudicado mucho más de lo que antes nos había favorecido.
[...]
Todo obsequio se debe valorar con el mismo espíritu con que se otorga, y no su cuantía, sino la voluntad que lo ha decidido. Ahora dejemos la suposición: aquello fue un beneficio, y asimismo esto, que ha desbordado la medida del beneficio precedente, es una injuria. El hombre de bien echa ambas cuentas de modo que se perjudica él mismo: engrandece el favor y disminuye la injuria.
Otro juez aún más indulgente, el que yo quisiera ser, decidirá que te olvides de la ofensa y recuerdes el favor.
[...]
... un componente del amor y la amistad consiste en corresponder al beneficio, por cierto más frecuente y difundido en mayor número que la verdadera amistad.
[...]
La regla esencial es ésta: se mostrará -el sabio deudor- generoso en compensar, permitirá que se le haga más responsable, será contrario a saldar un beneficio resarciéndose con la ofensa; el lado al que se inclinará, la dirección a que tenderá será desear verse obligado al favor, desear devolverlo.
Yerra, pues, quien con más agrado recibe el beneficio que lo devuelve: en la medida en que está más alegre el que paga que el que pide prestado, igualmente debe estar más alegre el que se descarga de la enorme deuda del beneficio recibido que el otro en el preciso momento en que contrae la obligación.
[...]
Es ingrato el que devuelve el beneficio sin el interés.
[...]
Soy agradecido no para que otro me corresponda más gustoso, estimulado por el ejemplo precedente, sino para realizar una acción sumamente grata y bella; soy agradecido no porque me conviene, sino porque me agrada. De que esto es así, te daré la prueba: si no se me permitiera ser agradecido más que pasando por ingrato, si no pudiera devolver el favor de otra suerte que bajo la apariencia de injuria, con ánimo muy sereno tendería hacia el propósito honesto a través de la infamia. Nadie me parece que tiene en mayor estima la virtud, nadie que le es más afecto que aquel que perdió la reputación de hombre bueno para no perder su conciencia.
[...]
...; nadie es grato a sí mismo si no lo fue a los otros. ¿piensas que yo afirmo que será infeliz quien es ingrato? No le doy un plazo: al instante es desdichado.
Así, pues, evitemos ser ingratos no por causa ajena, sino por la nuestra. Es una parte mínima e insignificante de la maldad la que redunda en los demás; la parte peor de ella, y por así decirlo, más intensa queda en casa y angustia a su dueño, como nuestro Átalo solía decir: "La propia maldad sorbe la mayor parte de su veneno".
El ingrato se atormenta y consume: odia los favores que ha recibido, porque los tiene que devolver, y los rebaja; en cambio acrecienta y amplifica las injurias.
[...]
... y que nadie es más rico que aquel a quien la fortuna no sabe que ofrecer.
[...]
... y la causa principal de ser uno ingrato está en que no pudo ser lo bastante agradecido.
Glosa
La virtud se aprende del error. Como deudor he cometido en alguna ocasión la impureza de valorar en más la injuria que el beneficio y aunque no he llegado hasta ese lodo, rozó mi sentimiento el odio más funesto que es el provocado por la vergüenza de haber profanado un beneficio.
[...]
Todo obsequio se debe valorar con el mismo espíritu con que se otorga, y no su cuantía, sino la voluntad que lo ha decidido. Ahora dejemos la suposición: aquello fue un beneficio, y asimismo esto, que ha desbordado la medida del beneficio precedente, es una injuria. El hombre de bien echa ambas cuentas de modo que se perjudica él mismo: engrandece el favor y disminuye la injuria.
Otro juez aún más indulgente, el que yo quisiera ser, decidirá que te olvides de la ofensa y recuerdes el favor.
[...]
... un componente del amor y la amistad consiste en corresponder al beneficio, por cierto más frecuente y difundido en mayor número que la verdadera amistad.
[...]
La regla esencial es ésta: se mostrará -el sabio deudor- generoso en compensar, permitirá que se le haga más responsable, será contrario a saldar un beneficio resarciéndose con la ofensa; el lado al que se inclinará, la dirección a que tenderá será desear verse obligado al favor, desear devolverlo.
Yerra, pues, quien con más agrado recibe el beneficio que lo devuelve: en la medida en que está más alegre el que paga que el que pide prestado, igualmente debe estar más alegre el que se descarga de la enorme deuda del beneficio recibido que el otro en el preciso momento en que contrae la obligación.
[...]
Es ingrato el que devuelve el beneficio sin el interés.
[...]
Soy agradecido no para que otro me corresponda más gustoso, estimulado por el ejemplo precedente, sino para realizar una acción sumamente grata y bella; soy agradecido no porque me conviene, sino porque me agrada. De que esto es así, te daré la prueba: si no se me permitiera ser agradecido más que pasando por ingrato, si no pudiera devolver el favor de otra suerte que bajo la apariencia de injuria, con ánimo muy sereno tendería hacia el propósito honesto a través de la infamia. Nadie me parece que tiene en mayor estima la virtud, nadie que le es más afecto que aquel que perdió la reputación de hombre bueno para no perder su conciencia.
[...]
...; nadie es grato a sí mismo si no lo fue a los otros. ¿piensas que yo afirmo que será infeliz quien es ingrato? No le doy un plazo: al instante es desdichado.
Así, pues, evitemos ser ingratos no por causa ajena, sino por la nuestra. Es una parte mínima e insignificante de la maldad la que redunda en los demás; la parte peor de ella, y por así decirlo, más intensa queda en casa y angustia a su dueño, como nuestro Átalo solía decir: "La propia maldad sorbe la mayor parte de su veneno".
El ingrato se atormenta y consume: odia los favores que ha recibido, porque los tiene que devolver, y los rebaja; en cambio acrecienta y amplifica las injurias.
[...]
... y que nadie es más rico que aquel a quien la fortuna no sabe que ofrecer.
[...]
... y la causa principal de ser uno ingrato está en que no pudo ser lo bastante agradecido.
Glosa
La virtud se aprende del error. Como deudor he cometido en alguna ocasión la impureza de valorar en más la injuria que el beneficio y aunque no he llegado hasta ese lodo, rozó mi sentimiento el odio más funesto que es el provocado por la vergüenza de haber profanado un beneficio.
EL:
Era mi propia esperanza. Era el árbol, menos si quieres, te lo admito, era un arbusto; puedo aceptar que no llegaba a matorral. ¡Qué más da el tamaño! Me llamas miserable ¿cómo tienes los santos cojones de llamarme miserable? ¿qué superioridad moral es ésa? ¿Tú nunca fuiste miserable? ¿Tú nunca has cometido un acto impuro? Impuro digo con respecto a tu sentido de la pureza que ha de ser muy elevado, muy exquisito, si tienes la indecencia de llamarme a mí miserable y quedarte ahí como un pasmarote, como si ese silencio fuera un bastión inexpugnable.
Él come un trozo de mortadela.
Otro se mantiene callado con una tensión en todo evidente en su boca.
Preludio.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se levanta de la silla. Se acerca a una puerta. Apoya la cabeza en ella. Se queda un rato así.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se quita un anillo y lo deja encima de la mesa, junto a la mortadela.
OTRO: (Lo coge. Lo mira)
No creo que me den mucho por esto.
Él se pone una cazadora demasiado antigua. Se va.
OTRO: (Se pone el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda)
No, no es suficiente.
Era mi propia esperanza. Era el árbol, menos si quieres, te lo admito, era un arbusto; puedo aceptar que no llegaba a matorral. ¡Qué más da el tamaño! Me llamas miserable ¿cómo tienes los santos cojones de llamarme miserable? ¿qué superioridad moral es ésa? ¿Tú nunca fuiste miserable? ¿Tú nunca has cometido un acto impuro? Impuro digo con respecto a tu sentido de la pureza que ha de ser muy elevado, muy exquisito, si tienes la indecencia de llamarme a mí miserable y quedarte ahí como un pasmarote, como si ese silencio fuera un bastión inexpugnable.
Él come un trozo de mortadela.
Otro se mantiene callado con una tensión en todo evidente en su boca.
Preludio.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se levanta de la silla. Se acerca a una puerta. Apoya la cabeza en ella. Se queda un rato así.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se quita un anillo y lo deja encima de la mesa, junto a la mortadela.
OTRO: (Lo coge. Lo mira)
No creo que me den mucho por esto.
Él se pone una cazadora demasiado antigua. Se va.
OTRO: (Se pone el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda)
No, no es suficiente.
Con los brazos extendidos y vestidos como ritos
Fluía la gracia de la historias
Dijeron con las voces muy altas
(eran coros en el fondo del mar, fogosas raíces de enebro prestas a abrazar al joven)
el milagro de la creación
la generación de lluvia, el sueño del gran dios cuyo nombre nadie debía osar nombrar
jamás
Enrojecieron los cuellos
Subieron por la escalinata pedacitos de riñón (muy troceados; trabajo puntilloso de sacerdote-carnicero)
Abajo miles, millones -una barbaridad de número en todo caso- de dedos
ejercían su presión sobre la atmósfera sagrada
Ellos arriba (tanto que nadie los veía, cubiertos como estaban por las primeras nubes) rugían aquellas palabras
Sarmiento
Teofanía
Demonio
Hic
que eran diestras brujas de almas calladas
que eran como tegumentos o irisaciones o también maceración de una duda que se iba convirtiendo en sólido
que eran la visión de un hombro (el desliz de una tela; el sonido purísimo de una tecla en un piano afinado por el Mismísimo)
que eran los truenos que nunca llegarían, los alimentos que jamás probarían los de abajo, la ausencia de ese temor de viernes, el recogimiento del bebé saciado
que eran los nuevos cementerios humanos
que eran las cadencias
Sarmiento
Teofanía
Demonio
Hic
Sabían (aunque no los vieran claramente ellos tampoco desde tal altura, a merced de las brumas de las nubes, fríos como la luna, atentos como la espada, frívolos como sus ropajes rituales, añejos en su condición, ausentes en su maldición, serenos por el alcohol, abstraídos en su dejarse mecer) la marea de dedos allá abajo, en el valle; conocían a la perfección la fragilidad de las falanges y habían dispuesto en leyes inflexibles las matanzas y la siega; la cosecha y el albur; la recogida y el tiempo de salazón; la menstruación y el esperma; las esporas y la partenogénesis; la fecundidad y la vida; la oscuridad y el diluvio.
Trocitos de riñón
Palabrita de hígado
Conjuro de circunvolución
Reclamo de rodilla
Crac de labio inferior
Cien gramos de costilla
Un kilo de tensión
Abiertos, abiertos los brazos
Elevados los cuellos
La mirada perdida en una cosmovisión
Y los pechos desnudos airándose
Ya llega la carne
Ya llega el olor
Ya llega la muerte en camisón
Fluía la gracia de la historias
Dijeron con las voces muy altas
(eran coros en el fondo del mar, fogosas raíces de enebro prestas a abrazar al joven)
el milagro de la creación
la generación de lluvia, el sueño del gran dios cuyo nombre nadie debía osar nombrar
jamás
Enrojecieron los cuellos
Subieron por la escalinata pedacitos de riñón (muy troceados; trabajo puntilloso de sacerdote-carnicero)
Abajo miles, millones -una barbaridad de número en todo caso- de dedos
ejercían su presión sobre la atmósfera sagrada
Ellos arriba (tanto que nadie los veía, cubiertos como estaban por las primeras nubes) rugían aquellas palabras
Sarmiento
Teofanía
Demonio
Hic
que eran diestras brujas de almas calladas
que eran como tegumentos o irisaciones o también maceración de una duda que se iba convirtiendo en sólido
que eran la visión de un hombro (el desliz de una tela; el sonido purísimo de una tecla en un piano afinado por el Mismísimo)
que eran los truenos que nunca llegarían, los alimentos que jamás probarían los de abajo, la ausencia de ese temor de viernes, el recogimiento del bebé saciado
que eran los nuevos cementerios humanos
que eran las cadencias
Sarmiento
Teofanía
Demonio
Hic
Sabían (aunque no los vieran claramente ellos tampoco desde tal altura, a merced de las brumas de las nubes, fríos como la luna, atentos como la espada, frívolos como sus ropajes rituales, añejos en su condición, ausentes en su maldición, serenos por el alcohol, abstraídos en su dejarse mecer) la marea de dedos allá abajo, en el valle; conocían a la perfección la fragilidad de las falanges y habían dispuesto en leyes inflexibles las matanzas y la siega; la cosecha y el albur; la recogida y el tiempo de salazón; la menstruación y el esperma; las esporas y la partenogénesis; la fecundidad y la vida; la oscuridad y el diluvio.
Trocitos de riñón
Palabrita de hígado
Conjuro de circunvolución
Reclamo de rodilla
Crac de labio inferior
Cien gramos de costilla
Un kilo de tensión
Abiertos, abiertos los brazos
Elevados los cuellos
La mirada perdida en una cosmovisión
Y los pechos desnudos airándose
Ya llega la carne
Ya llega el olor
Ya llega la muerte en camisón
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/06/2015 a las 20:14 | {0}