18h 07m
Elevo o desciendo desde mi absoluto ateísmo una plegaria. Plegaria que tiene como receptoras, en primer lugar, a diosas y santas ya sea Bastet la egipcia, Izanami la japonesa, Ishtar la babilónica, Gea la griega, Mariam la judía, Greta Thumberg la sueca y tantas que me llevaría miles de años poder escribir el nombre de Todas.
Yo el Ateo, Yo el Descreído, Yo el Irracional, Yo el Materialista imploro su perdón en estos primeros días del año 2020 -año datado a partir del nacimiento de un tal Jesucristo que, con toda seguridad, tuvo alma de mujer- por mis inmensos defectos frutos todos de mi condición humana; quiero pedir perdón ¡Oh, Queridas Diosas mías! por ser tan cojo y haber llevado el camino de mi vida con un balanceo impropio de un ser humano cabal. Si hubiera nacido espartano, ¡qué hermoso hubiera sido cuando desde el monte Taigeto sin rito ni solemnidad ningunos me hubieran lanzado al abismo para quedar convertido en tierno alimento de alimañas y gusanos!
Qué razón, ¡Oh, Santas! tenían los humanos que me despreciaban en la infancia empezando por mis padres y mis hermanos y más tarde por los sacerdotes y compañeros del colegio católico donde me educaron cuando me hacían ver lo que soy: un despreciable cojo que quiso aspirar a ser tratado como si su tara no implicara una inferioridad. Yo tampoco perdonaré a los que llegada la juventud me trataron como a un igual y menos aún a las mujeres que accedieron a acostarse conmigo teniendo como tenía atrofiadas las piernas, deforme la columna vertebral e inútil el cuello.
Este es el menor de mis defectos y sin embargo creo que de él nacen muchos de sus hermanos mayores y así Yo el Ateo, Yo el Descreído, Yo el Irracional, Yo el Materialista quiero rogar vuestro perdón por mi egotismo.
Yo el Ateo, Yo el Descreído, Yo el Irracional, Yo el Materialista imploro su perdón en estos primeros días del año 2020 -año datado a partir del nacimiento de un tal Jesucristo que, con toda seguridad, tuvo alma de mujer- por mis inmensos defectos frutos todos de mi condición humana; quiero pedir perdón ¡Oh, Queridas Diosas mías! por ser tan cojo y haber llevado el camino de mi vida con un balanceo impropio de un ser humano cabal. Si hubiera nacido espartano, ¡qué hermoso hubiera sido cuando desde el monte Taigeto sin rito ni solemnidad ningunos me hubieran lanzado al abismo para quedar convertido en tierno alimento de alimañas y gusanos!
Qué razón, ¡Oh, Santas! tenían los humanos que me despreciaban en la infancia empezando por mis padres y mis hermanos y más tarde por los sacerdotes y compañeros del colegio católico donde me educaron cuando me hacían ver lo que soy: un despreciable cojo que quiso aspirar a ser tratado como si su tara no implicara una inferioridad. Yo tampoco perdonaré a los que llegada la juventud me trataron como a un igual y menos aún a las mujeres que accedieron a acostarse conmigo teniendo como tenía atrofiadas las piernas, deforme la columna vertebral e inútil el cuello.
Este es el menor de mis defectos y sin embargo creo que de él nacen muchos de sus hermanos mayores y así Yo el Ateo, Yo el Descreído, Yo el Irracional, Yo el Materialista quiero rogar vuestro perdón por mi egotismo.
19h 10m
Sé que en muchas almas late un sueño inquieto: el delirio del hombre que sueña que vive. Esta mañana por el camino en brumas cantaban los patos su eterna migración. El mundo entero -el pequeño mundo que un hombre puede abarcar con su mirada- estaba sometido al imperio azulino de la bruma que adquiría tonos más oscuros si se interponía la copa de un árbol o más fino el matiz aún si lo que se interponía era las ramas desnudas de un fresno. Todo era silencio. Todo era tierra húmeda y entonces he sentido cómo esa tierra, sometida al embrujo de las aguas condensadas en el aire, empezaban a moverse como si bajo ellas, en lo que podría llamar su epidermis, miles de serpientes reptaran para en cualquier momento surgir de la tierra y devorarme a dentelladas y ponzoñas. Sí, mi corazón ha latido más deprisa y he caído de hinojos y he extendido los brazos y os he rogado, ¡Oh, Diosas! que mi suplicio fuera rápido, certera la dentellada, fulminante el veneno y que mis defectos me fueran perdonados y me fuera dado ver como última imagen de mi vida en esta tierra -y signo de vuestro perdón- alguno de vuestros divinos, santos coños.
Para L. a quien tanto echo de menos
Nacer y morir, ¡qué cerca están ambos límites! ¡qué largo fue el trayecto del uno al otro! Apenas me fijé en algo que creí cierto, ya la muerte me nublaba el entendimiento y caía sobre la dulzura blanca de unas sábanas de juventud ¿o era arena el soporte en el que nuestros cuerpos se fueron enlazando hasta quedar convertidos en la mezcla perfecta entre las luces del fin de la noche y las primeras del inicio de la mañana? Fuimos amanecer y noche a un mismo tiempo. Fuimos lo que se quedó olvidado en un paisaje por donde la Historia nunca pasó. Agradecidos así. Enlazadas las manos tras habernos fatigado tanto el uno en el otro. Los ojos cerrados. Los labios entreabiertos. Líquidos los sexos. Alborotados los cabellos. Sosegadas las respiraciones. Oían nuestros oídos el mismo canto de las primeras aves, los pasos últimos de los animales nocturnos o sus aleteos, así el sapo, así el murciélago; oían también la levedad del agua al llegar a la orilla y el mínimo influjo de la luna en lo más alto de su majestad. Enlazadas nuestras manos, al compás nuestros pulsos; tu vientre y el mío; tus alvéolos y los míos; tus fosas nasales y las mías. Bocarriba. Dispuestos a ser fusilados por el rayo de luz de Helios tras su aparición en el cielo.
Temo este pulsar el día y no entenderlo. Lo llamaría si pudiera nombrarlo porque si pudiera nombrarlo de alguna forma lo cabalgaría. Nombrar es cabalgar los pensamientos. Me gustaría escribir en portugués, volver mi cara hacia el Tenebroso y no girarla nunca más. Nunca tierra adentro. Nunca la Castilla seca, mesetaria, donde pacen las ovejas y mueren los hombres de miseria.
Temo la escarcha –extensión de cuchillo frío por los campos- y su blancura me hace estremecer como si a su tacto mi piel se volviera loca y comenzara estúpidamente a sudar sangre.
Temo mi carrera coja, mi soledad, los rezos con los que me sorprendo en la madrugada cuando me sacan del dormir en el que me encontraba. Era una celda. Era el fin del mundo. Era una estaca en mi corazón.
Temo la mirada que se pierde tras la cruz. La mirada más allá del monte. La mirada más allá del chiste. La mirada que se encauza hacia delante, siempre hacia delante. A lo lejos un letrero luminoso donde se puede leer, HACIA DELANTE, SIEMPRE HACIA DELANTE. No lo quiero leer. Quisiera girar mi cuello rígido. Mirar hacia la izquierda donde está el camino que conduce al infierno. Temo el infierno. Quiero el infierno. Ahogarme eternamente. Quemarme eternamente. Ausencia quiero.
Temo la llanura desde la que contemplo el fin del mundo.
Temo la mano de mi madre cuando se la lleva al pecho.
Temo la consonancia de los versos.
Temo la calavera que extraje de un osario un día de verano en la baja infancia.
Temo el castigo de los demonios tocados con alzacuellos.
Temo la sonrisa de la mujer que me va a amar durante pocos años.
Entonces me digo, Ha llegado el momento. Inventa las palabras. Cabalga sobre ellas. No dejes que las lunas te dominen como dominan las mareas. Deshazte de las lunas y vuela. Llega hasta el sol y deja que éste te arda hasta quedar convertido en partícula de magma, viajero sin consciencia por el universo, sin palabras en tu no-cerebro.
Temo la escarcha –extensión de cuchillo frío por los campos- y su blancura me hace estremecer como si a su tacto mi piel se volviera loca y comenzara estúpidamente a sudar sangre.
Temo mi carrera coja, mi soledad, los rezos con los que me sorprendo en la madrugada cuando me sacan del dormir en el que me encontraba. Era una celda. Era el fin del mundo. Era una estaca en mi corazón.
Temo la mirada que se pierde tras la cruz. La mirada más allá del monte. La mirada más allá del chiste. La mirada que se encauza hacia delante, siempre hacia delante. A lo lejos un letrero luminoso donde se puede leer, HACIA DELANTE, SIEMPRE HACIA DELANTE. No lo quiero leer. Quisiera girar mi cuello rígido. Mirar hacia la izquierda donde está el camino que conduce al infierno. Temo el infierno. Quiero el infierno. Ahogarme eternamente. Quemarme eternamente. Ausencia quiero.
Temo la llanura desde la que contemplo el fin del mundo.
Temo la mano de mi madre cuando se la lleva al pecho.
Temo la consonancia de los versos.
Temo la calavera que extraje de un osario un día de verano en la baja infancia.
Temo el castigo de los demonios tocados con alzacuellos.
Temo la sonrisa de la mujer que me va a amar durante pocos años.
Entonces me digo, Ha llegado el momento. Inventa las palabras. Cabalga sobre ellas. No dejes que las lunas te dominen como dominan las mareas. Deshazte de las lunas y vuela. Llega hasta el sol y deja que éste te arda hasta quedar convertido en partícula de magma, viajero sin consciencia por el universo, sin palabras en tu no-cerebro.
Viene del paisaje blanco, oscura, sin aliento; viene desnuda y desgarrada por animales con garras; apenas gime. Le ha curado las heridas y ella, siempre en silencio, se ha ido a su rincón y se ha quedado dormida.
La noche tiene ecos de luna creciente, exclama el ciego de ceguera blanca que no hace mucho la veía. Lo ha vuelto a repetir, la noche tiene ecos de luna creciente. Al callar ha escuchado el silencio y ha pensado en el pentotal sódico. Dormitando en la lechosidad en que se ha convertido su mundo, ensueña la verdad.
Una gata araña el cristal.
El joven se ha dado cuenta de que la historia ha terminado. Está sentado en el borde su cama con la lámpara de mesa encendida. Sobre la mesa de estudio el Harrison. En el cenicero una pava. Aún no sabe que podrá seguir viviendo.
Apoyada en el pretil de puente. La risa mece su cabello. Pasta el caballo. Se acerca desde la ría una tormenta.
Sin haber cumplido los cinco meses ha sentido el dolor físico por primera vez. Se lo ha infligido su padre porque le ha despertado su llanto en la madrugada. Su padre ha llegado hasta su cuna y ha empezado a pellizcarle por todo el cuerpo mientras le grita, ¡Ahora vas a llorar con razón, cabrón! ¡Ahora vas a llorar con razón!
La rosa no es necesariamente frágil.
¡Aquella goleta que abría las aguas del mar con una elegancia tan refinada que la espuma del mar recordaba a las babas de Venus!
La soledad es un libro.
El hombre escuchaba una conversación en la terraza de un chiringuito de playa, en el sur, donde el calor y el Levante; era una conversación entre dos amigas; ambas eran universitarias y acababan de descubrir que en el sol se producen terribles tormentas.
Cuando por la noche se escucha la caída del agua por tuberías de mala calidad, entre muros de pajizo, en bloques de casas para pobres, el hombre del insomnio clama en silencio por el fin del mundo.
El erotismo le sigue pareciendo fruto prohibido, obra de un diablo hermoso. ¡Oh, Lucifer, cómeme el coño!
El personaje le preguntó al autor por qué ponía como ilustración a sus últimos textos, escenas del viejo Japón. El autor le besó.
La noche tiene ecos de luna creciente, exclama el ciego de ceguera blanca que no hace mucho la veía. Lo ha vuelto a repetir, la noche tiene ecos de luna creciente. Al callar ha escuchado el silencio y ha pensado en el pentotal sódico. Dormitando en la lechosidad en que se ha convertido su mundo, ensueña la verdad.
Una gata araña el cristal.
El joven se ha dado cuenta de que la historia ha terminado. Está sentado en el borde su cama con la lámpara de mesa encendida. Sobre la mesa de estudio el Harrison. En el cenicero una pava. Aún no sabe que podrá seguir viviendo.
Apoyada en el pretil de puente. La risa mece su cabello. Pasta el caballo. Se acerca desde la ría una tormenta.
Sin haber cumplido los cinco meses ha sentido el dolor físico por primera vez. Se lo ha infligido su padre porque le ha despertado su llanto en la madrugada. Su padre ha llegado hasta su cuna y ha empezado a pellizcarle por todo el cuerpo mientras le grita, ¡Ahora vas a llorar con razón, cabrón! ¡Ahora vas a llorar con razón!
La rosa no es necesariamente frágil.
¡Aquella goleta que abría las aguas del mar con una elegancia tan refinada que la espuma del mar recordaba a las babas de Venus!
La soledad es un libro.
El hombre escuchaba una conversación en la terraza de un chiringuito de playa, en el sur, donde el calor y el Levante; era una conversación entre dos amigas; ambas eran universitarias y acababan de descubrir que en el sol se producen terribles tormentas.
Cuando por la noche se escucha la caída del agua por tuberías de mala calidad, entre muros de pajizo, en bloques de casas para pobres, el hombre del insomnio clama en silencio por el fin del mundo.
El erotismo le sigue pareciendo fruto prohibido, obra de un diablo hermoso. ¡Oh, Lucifer, cómeme el coño!
El personaje le preguntó al autor por qué ponía como ilustración a sus últimos textos, escenas del viejo Japón. El autor le besó.
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Narrativa
Tags : Apuntes Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/01/2020 a las 18:06 | {0}