Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XVI
¡No hubiera cambiado las cuevas a las que llegamos por el palazzo Pitti! Parecían trillizas como si tres dedos de Gea se hubieran apoyado en el acantilado y hubieran oprimido sus paredes hasta modelar aquellas cuevas idénticas, cómodas, sencillas. Tendrían unos seis metros de profundidad por tres de altura y unos cuatro de anchura. La entrada era como un ojo de buey. Al fondo, con helechos, hierba y unas piedras para delimitar el espacio y que no se desparramaran los vegetales, hicimos unas camas; en el lado derecho según se entraba, otros habitantes habían dejado construido un pequeño hogar donde hacer un fuego y en la cueva del medio alguien había dejado una especie de perchero fabricado en madera y que semejaba un árbol desnudo con pocas ramas. La cueva de la izquierda tenía decorada sus paredes con unas pinturas que recordaban las de Altamira y cuyo motivo era un corro de hombres y mujeres desnudos bailando al son de unos tambores. Los hombres tenían los falos erectos y las mujeres sus pezones; el coño de una de ellas escupía un surtidor de flujo como si fuera la fuente del manantial de la vida. Sorteamos la compañía y los espacios y a mí me correspondió con T. un muchacho precioso, con el pelo rubio y rizado y una boca de labios carnosos que parecían ofrecerse a cada instante para ser besados. La distribución en las otras cuevas resultó ser dos chicas y un chico en cada una de ellas. A T. y a mí nos correspondió la cueva decorada con el corro danzador.
Esta tarde, sigilosamente, ha caído sobre nosotros una niebla abrumadora. Es densa. Es fantasmal. A cada momento me parece que de la lechosidad oscura va a surgir la figura de un ser fabuloso que va a provocar los aullidos de Hamlet y Donjuan y va a erizar los pelos de Euphosine y Aglaya. Hace ya muchos, muchos años, cuando era un niño, descubrí que la única de manera de vencer al miedo es yendo a por él, es entrando en él. Porque el miedo es un Todo que se desvanece cuando lo divides. Así es que me he hecho un café bien caliente, me he metido un buen lingotazo de cognac, me he vestido para aguantar la humedad y en una mochila he metido provisiones por si nos perdíamos. He llamado a los perros y los perros han venido. Las gatas nos han mirado como si estuviéramos locos y se han quedado dándose calor la una a la otra en una de las butacas frente a la chimenea.
Al entrar en la niebla he sentido, como si fuera Sísifo, el peso del mundo sobre mis espaldas. Los perros no se separan de mí. Caminamos justo cuando la tarde desaparece. Nos dirigimos a las lindes del bosque. Sé que debo entrar en él. Sé que la noche habrá caído cuando entremos en él. También sé que aumentará mi miedo cuando la bóveda del cielo se cubra del ramaje de los árboles y que miraré a mis perros, los cuales, benditos, sólo temen el frío y lo desconocido.
No tenemos relojes. Las cuevas miran al sudoeste. El sol desciende. Tras habernos instalado decidimos bajar para darnos un baño. Vamos desnudos como los hijos de la mar. Es una desnudez edénica, si puedo decirlo así, en el sentido de que es pura. Todos sabemos que llegará un momento, quizás ese mismo día, en el que las unas y los otros nos miremos con la lujuria propia de la juventud pero en ese momento sé que ninguno de los ocho mira al otro con ese afán sino más bien con la mirada de los jóvenes cachorros que por fin han sido liberados y se les permite descubrir el mundo por sí mismos.
La cala es de una arena fina y amarilla. Mirando al mar, a su lado derecho, desemboca un riachuelo. Remontándolo llegaremos hasta el manantial del que nos hablaron en el Pireo y descubriremos una gruta y en la gruta una arcilla prodigiosa para la piel y la pintura. Pero eso será más adelante. Varios días después. Ahora es la tarde y el sol brilla sobre nuestros cuerpos. Hemos bajado con guitarras, flautas y bongos. Hemos bajado con tabaco y haschis. Hemos bajado con agua y con vino. Hemos bajado con unas toallas donde sentarnos. El agua limpia como nuestras almas, nos espera mansa, parece de esta forma darnos la bienvenida; parece susurrarnos a cada ola que llega a la orilla, Venid, queridos míos, dejad que os cubra; dejad que refresque vuestra piel y le añada la alegría de la sal la cual os la podréis quitar luego, en esa otra faz mía cuando soy dulce y sólo deseo que me bebáis. Entonces el aire de la tarde se llena de algarabía: el agua vuela, gritan nuestras gargantas, abren la mar nuestros brazos, descubrimos un fondo marino de ensueño. ¡Cómo queda atrás el dolor de la guerra! ¡Cómo parece que todo ha sido siempre así! Agua, tierra, aire, sol, belleza, belleza, belleza...
Esta tarde, sigilosamente, ha caído sobre nosotros una niebla abrumadora. Es densa. Es fantasmal. A cada momento me parece que de la lechosidad oscura va a surgir la figura de un ser fabuloso que va a provocar los aullidos de Hamlet y Donjuan y va a erizar los pelos de Euphosine y Aglaya. Hace ya muchos, muchos años, cuando era un niño, descubrí que la única de manera de vencer al miedo es yendo a por él, es entrando en él. Porque el miedo es un Todo que se desvanece cuando lo divides. Así es que me he hecho un café bien caliente, me he metido un buen lingotazo de cognac, me he vestido para aguantar la humedad y en una mochila he metido provisiones por si nos perdíamos. He llamado a los perros y los perros han venido. Las gatas nos han mirado como si estuviéramos locos y se han quedado dándose calor la una a la otra en una de las butacas frente a la chimenea.
Al entrar en la niebla he sentido, como si fuera Sísifo, el peso del mundo sobre mis espaldas. Los perros no se separan de mí. Caminamos justo cuando la tarde desaparece. Nos dirigimos a las lindes del bosque. Sé que debo entrar en él. Sé que la noche habrá caído cuando entremos en él. También sé que aumentará mi miedo cuando la bóveda del cielo se cubra del ramaje de los árboles y que miraré a mis perros, los cuales, benditos, sólo temen el frío y lo desconocido.
No tenemos relojes. Las cuevas miran al sudoeste. El sol desciende. Tras habernos instalado decidimos bajar para darnos un baño. Vamos desnudos como los hijos de la mar. Es una desnudez edénica, si puedo decirlo así, en el sentido de que es pura. Todos sabemos que llegará un momento, quizás ese mismo día, en el que las unas y los otros nos miremos con la lujuria propia de la juventud pero en ese momento sé que ninguno de los ocho mira al otro con ese afán sino más bien con la mirada de los jóvenes cachorros que por fin han sido liberados y se les permite descubrir el mundo por sí mismos.
La cala es de una arena fina y amarilla. Mirando al mar, a su lado derecho, desemboca un riachuelo. Remontándolo llegaremos hasta el manantial del que nos hablaron en el Pireo y descubriremos una gruta y en la gruta una arcilla prodigiosa para la piel y la pintura. Pero eso será más adelante. Varios días después. Ahora es la tarde y el sol brilla sobre nuestros cuerpos. Hemos bajado con guitarras, flautas y bongos. Hemos bajado con tabaco y haschis. Hemos bajado con agua y con vino. Hemos bajado con unas toallas donde sentarnos. El agua limpia como nuestras almas, nos espera mansa, parece de esta forma darnos la bienvenida; parece susurrarnos a cada ola que llega a la orilla, Venid, queridos míos, dejad que os cubra; dejad que refresque vuestra piel y le añada la alegría de la sal la cual os la podréis quitar luego, en esa otra faz mía cuando soy dulce y sólo deseo que me bebáis. Entonces el aire de la tarde se llena de algarabía: el agua vuela, gritan nuestras gargantas, abren la mar nuestros brazos, descubrimos un fondo marino de ensueño. ¡Cómo queda atrás el dolor de la guerra! ¡Cómo parece que todo ha sido siempre así! Agua, tierra, aire, sol, belleza, belleza, belleza...
324.- El tiempo me arde.
325.- Si hoy hubiera sido un hombre normal, habría cometido una agresión.
326.- Se hacia dónde me dirijo. Tengo su figura clara como los atardeceres de septiembre en la meseta de Castilla.
327.- Aunque crea en las elucubraciones de Lynn Margulis, no dejo de pensar en el ser humano como un diosecillo pagado de sí mismo que genera hecatombes sin ton ni son.
328.- ¡Qué gran virtud la tolerancia!... (y que sutil su frontera con la cobardía...) me susurra al oído un daimon.
329.- El hombre es ese animal que fabrica ruidos.
331.- Sí quisiera huir. Ya sólo quiero huir. El mundo me ha vencido. Por eso quiero huir. Irme hasta donde la imaginación me lo permita. Sin aditivos la imaginación. Nada que altere. Huida pura.
332.- Sigo encontrando en los caminos casi solitarios -ya no quedan caminos del todo solos- una paz que sé que no he de buscar. El tiempo enseña que la paz se encuentra, no se busca.
333.- Toda búsqueda es ausencia de paz.
334.- Ya no quiero por la heridas. Quiero por las cicatrices.
335.- Cierto grado de amar y un gran deseo de conocer mantienen viva la llama de mi vivir.
336.- Si me atreviera a correr, volaría.
337.- Un día más. Mañana nomás. Sólo mañana.
Los aforismos que van desde el nº 324 al nº 337
-y que se compendian bajo el título de Aforismos (32)-,
son todos responsabilidad del director y autor de esta revista.
son todos responsabilidad del director y autor de esta revista.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XV
No creo que hubiera cumplido los veinte años. ¡Hace tanto! Debía de estar huyendo. En aquella época todos debíamos de estar huyendo. La guerra acababa de terminar y habíamos descubierto la absoluta destrucción. La habíamos descubierto los que entonces éramos jóvenes. Un viejo marinero que había perdido una pierna en la Gran Guerra, ¡Sólo hubo una Gran Guerra -decía- y esa fue la Primera! al vernos desembarcar en su isla, dio una gran calada a su cachimba -vuelta hacia abajo la cazoleta, como hacían los auténticos lobos de mar-, se levantó y se ofreció a buscarnos un alojamiento, a los señoritos y señoritas viajeros, nos dijo, con evidente sorna. Tenía el rostro surcado por los vientos de mil corrientes marinas y su voz confesaba haberse bebido varias veces los océanos de alcohol de todas las latitudes donde se fermentara cualquier vegetal. Le pregunté al viejo cómo se llamaba y me respondió, Dionisos me llamo por la gracia de mi señor padre y mi señora madre que Dios los tenga en su gloria amamantados con leche de absenta y alimentados con rabo de toro, del buen Apis, si quiere el señor.
En aquella isla que se encuentra en el mar Egeo, que forma parte del archipiélago de las Cícladas y cuyo nombre no diré, tan sólo dormimos en una casa la primera noche. Éramos tres muchachos y cinco muchachas. Dos eran católicos, tres judíos, dos cristianos ortodoxos y uno musulmán. De esas religiones proveníamos. Ninguno de los ocho era practicante, tan sólo una de las muchachas decía creer en su dios pero decía creer a su manera, de una manera estética decía y ponía el ejemplo de que una de las ofrendas a su dios era cada vez que se comía una polla. Mientras se la comía, comentaba, ella oraba mentalmente y cuando extraía el jugo sagrado de la fecundación y éste se derramaba por su boca, ella lanzaba unas cuantas expresiones de agradecimiento mientras escupía el semen para que fecundara la tierra que nos proveía de lo necesario para vivir un día más. Sacrilegios.
Era el final de la primavera. Unos que habíamos conocido días antes en el puerto del Pireo nos dijeron que al sudoeste de la isla había dos calas y en los acantilados que las separaban había tres oquedades, casi cuevas, donde se podía vivir porque no muy lejos había una manantial de agua dulce y un poco más allá, a unos quince kilómetros, un pueblo donde podríamos aprovisionarnos de comida, bebida y tabaco. También, nos dijeron, los sábados hay un mercado de artesanía y si hacéis algo con las manos, quizá los podáis vender y sacaros unos dracmas.
En aquella isla que se encuentra en el mar Egeo, que forma parte del archipiélago de las Cícladas y cuyo nombre no diré, tan sólo dormimos en una casa la primera noche. Éramos tres muchachos y cinco muchachas. Dos eran católicos, tres judíos, dos cristianos ortodoxos y uno musulmán. De esas religiones proveníamos. Ninguno de los ocho era practicante, tan sólo una de las muchachas decía creer en su dios pero decía creer a su manera, de una manera estética decía y ponía el ejemplo de que una de las ofrendas a su dios era cada vez que se comía una polla. Mientras se la comía, comentaba, ella oraba mentalmente y cuando extraía el jugo sagrado de la fecundación y éste se derramaba por su boca, ella lanzaba unas cuantas expresiones de agradecimiento mientras escupía el semen para que fecundara la tierra que nos proveía de lo necesario para vivir un día más. Sacrilegios.
Era el final de la primavera. Unos que habíamos conocido días antes en el puerto del Pireo nos dijeron que al sudoeste de la isla había dos calas y en los acantilados que las separaban había tres oquedades, casi cuevas, donde se podía vivir porque no muy lejos había una manantial de agua dulce y un poco más allá, a unos quince kilómetros, un pueblo donde podríamos aprovisionarnos de comida, bebida y tabaco. También, nos dijeron, los sábados hay un mercado de artesanía y si hacéis algo con las manos, quizá los podáis vender y sacaros unos dracmas.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2020 a las 19:15 | {0}ÉL:
Si tú quisieras abrirte... una vez... a mí... en este día de noviembre... otoño... si tú quisieras, si salieras de ese encerramiento, de esa fortaleza, de saber que tú, mi semejante, tienes, también, debilidades... iría entonces a lo largo de la rivera... me haría preguntas y sonreiría. Me habrías hecho... Sería feliz... Siéndote útil... es mucho más fácil dar que recibir... recibir implica deuda... ser deudor... deuda de una caricia o de un dinero o de un consuelo... Dar es tan fácil, es tan gratificante... te coloca a una altura... te sugiere algo que la moral aprueba... ser deudor en cambio roza lo inmoral y más si se es un deudor impenitente y más si se es un deudor que no tiene la posibilidad de devolver la deuda... porque nada pueda dar o porque nada tenga que ofrecer que el otro quiera aceptar como pago de la deuda... Ir por la rivera entonces... cogido de la mano del viento... bajo las nubes de un mes de otoño que acarician la tierra de tan bajas que van... o justo al amanecer... una niebla fría como dientes de lince... blanquecino el aire que entra en los pulmones y parece entumecer las vías respiratorias... Aunque fuera un ser compuesto... Estar cerca un día... Tomarte la mano a lo mejor... Que ese pequeño acto amistoso te reconfortara y dejaras caer por un momento todo el peso de tu existencia sobre mis hombros para que yo lo llevara un trecho, el suficiente para que tú tomaras resuello, volvieras a cargar tu propio peso y pudieras seguir... Aligerarte la vida... Que me permitieras aligerarte la vida para que yo sintiera que estabas en deuda conmigo y poder entonces decirte, No hay deuda. Todo está saldado... Eso sería la vida buena... Eso sería el equilibrio, tan necesario, tan aristotélico... No ocurre... Mi deuda es inmensa... No tengo forma de devolverla... Siento como si te hubiera cargado demasiado con el peso de mi fardo o como si tú te hubieras sentido en exceso fuerte y al hacerlo y no calibrar bien tus fuerzas hubieras caído agotado de mí, sin más posibilidad de mí, harto de mi peso... todo yo soy peso... No hay ligereza... Tampoco en mí la hay... Me debato desde hace meses entre expresarte mis sentimiento o callar... no es por un deseo de falsas aguas tranquilas... no es por cobardía... sino por un convencimiento que tengo y es que nadie aprende nada de los demás... La tarde ha pasado entre vientos tempestuosos y grandes calmas... A lo lejos el mar ardía bajo la luz de un sol que al declinar enrojecía... Han graznado las aves graznadoras... Han cantado la llegada de la noche las ánimas de los muertos que pasean por el bosque cercano cuando la bruma las confunde con las formas sagradas de un rito eónico... La lumbre del fuego apenas ilumina y calienta poco... Así lo quiero: el frío y la penumbra me ayudan a pensarte... Tan lejos... Tú que para mí eras eterno... Qué grande ha de ser mi deuda para que no puedas aumentarla... ¡Cuánto ha de pesar mi fardo para que no puedas llevarlo un metro más!... Cómo no me di cuenta que mi crédito se agotaba... Cómo he llegado hasta aquí... Imagino salinas y en ellas, inmiscuidas de una manera que no llegamos a imaginar se mueven los protistas, seres pequeños sin sistema nervioso, sin grandes alteraciones metabólicas... Si aumento la distancia... Si me voy a los confines del Universo (sea lo que sea el término confín que cuando menos sugiere un límite; sea lo que sea el universo cuya realidad mejor medida es que en su esencia es nada) me siento protista en nuestro pequeño mundo y a ti en cambio te intuyo con más células, mejor compuesto o más compuesto, mejor preparado para soportar los embates de la vida, rodeado de otros seres que te ampararán... tú hiciste tu colonia de seres semejantes... yo no he sido capaz de crear colonia alguna... Perdóname... Siempre te querré... Aunque esté en deuda contigo... Has de saber que los deudores solemos acabar detestando a nuestro acreedores. Imagino que es un sentimiento de defensa... Por eso coloco esa conjunción adversativa... Perdóname por haberme endeudado tanto... Nunca tuve medida.... Fuiste demasiado generoso... Estoy a la deriva... No he sabido comportarme nunca... Me falta el tacto del juego... Siempre tuyo... Por siempre tuyo... Hasta el último aliento tuyo... Tuyo si la memoria no me falla... Tuyo si el lenguaje no me falla... Tuyo si las emociones no me fallan... Esperando poder devolverte... Disminuir mi deuda... Tan inmensa... Como noviembre que algunos años es inmenso... Océanos... Migraciones de uranias ripheus... La caída de la flor del cerezo... los campos de lavanda...
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Hipérbole de Jan Saudek
XIV
La lluvia nos ha devuelto calados hasta los huesos. Hamlet se ha sacudido con tal fuerza que las gotas expulsadas de su pelo han ido a estrellarse contra las paredes de la sala donde arde alegre un fuego que me lleva sin saber por qué a un recuerdo de la niñez. El silencio es absoluto y me agrada. Durante la tormenta bajo la cual hemos paseado, he recordado una grabación de Julio Cortázar. La hacía en los años sesenta, en París y fuera llovía. El primer cuento que leía era Continuidad de los parques y al recordarlo, las palabras que pronuncia mi mente y que luego escribo toman de inmediato el acento porteño.
He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.
La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.
No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.
He cocinado una alubias de La Granja; son éstas una alubias blancas, grandes, muy carnosas; las he cocinado con chorizo, morcilla, panceta y les he hecho un sofrito de cebolla y azafrán. Cocino en olla tradicional, a fuego lento, durante horas. Junto con el aroma al guiso que va inundando la casa, todos nos vamos secando y vamos entrando en calor. Las gatas -Alegría y Esplendor- están hechas un ovillo cada una en su cesta, muy juntas la una de la otra, profundamente dormidas. A veces me fijo en el dormir de las gatas y me da la impresión de que están haciendo un esfuerzo para no abrir los ojos, de tan felinas que son, siempre atentas a cazar lo animado.
La melancolía -que es tristeza suave sin motivo aparente- me viene dada por la lluvia pero la lluvia sólo es lo aparente. Algo debe haber tras ella. Sentado frente al fuego tras haber comido el guiso de alubias de La Granja me quedo adormilado y en el ensueño de las cuatro de la tarde, mecido por el crepitar de los maderos y la lenta respiración de los animales dormidos, me veo en una casona, no debo de tener más de trece años; al fondo de un largo pasillo, por una puerta entreabierta, asoma una luz; una música suena baja, intento ubicarla pero parece estar en todas partes; es una música lenta de jazz. Pronuncio un nombre que no escucho. Se acelera mi corazón sin motivo. Avanzo imantado hacia la habitación de donde la luz asoma. Llego hasta la puerta. La abro despacio. Es el dormitorio de R., la hermana de K. Ella está dormida sobre la cama. Se había cubierto con la colcha pero se ha destapado y veo su espalda desnuda; tan sólo lleva puestas unas bragas blancas de algodón; una de sus piernas está estirada y la otra flexionada; el cabello cubre su rostro. Ahora sé que pronuncio su nombre. Sigo sin oír mi voz. Me acerco. Me quedo de pie, en un costado de la cama; descansando en la colcha intuyo el relieve de sus senos que empiezan a ser; un mechón de sus cabellos negros cubre sus ojos. Podría estar mirándome.
No he recordado el sueño hasta bien avanzada la tarde y al hacerlo he sentido un escalofrío por todo el cuerpo. Me he sentido febril. Me he tomado la temperatura. Tengo treinta y ocho y medio. Estoy enfermo. Me gusta la fiebre. Dejaré que suba. Dejaré que los perros salgan solos. Me haré una sopa caliente. Yo sé que la soledad era esto.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/08/2020 a las 15:00 | {0}
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/09/2020 a las 14:11 | {0}