Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XL
Me pregunta Clarissa sobre la vejez. La recuerdo el primer día que vino a mi casa. Tenía dieciséis años y parecía como si su destino estuviera encadenado a la suerte de sus tíos. Ahora, cuando me pregunta sobre la vejez, tiene treinta y uno y sonríe como si con esa sonrisa quisiera devolverme lo que ella cree que me debe. De hecho me lo dice, ¡Te debo tanto! Yo la miro muy fijamente a sus ojos de mujer hecha a sí misma y le respondo que no me debe nada, que no es una frase hecha que alivie la deuda que ella cree tener, le aseguro que nada sabemos de por qué ocurren las cosas, ¿por qué -le pregunto- colocas el inicio de tu destino en el día en que me conociste y no en los días en que se fue forjando tu carácter y que fue justo esa conformación la que me atrajo, la que me llamó a mí hacia ti como si yo fuera un mozalbete al que la rueda de la Vida conduce donde debe? Afirmo que quizá más agradecimiento le debo yo a ella porque en los largos años del estudio yo rejuvenecí y es más llegué a a desearla y ensoñé en las noches de frío, encuentros cálidos que me conducían suavemente al sueño. Sonríe Clarissa y me confiesa que ella también soñó y al principio temió. Me cuenta que las primeras semanas estaba convencida de que la tocaría o alguna cosa así, algo sucio, algo perverso que, me confiesa, no dejaba de aterrorizarla hasta que pasados unos meses se fue calmando y de repente un día se dio cuenta de que llevaba tiempo sin sentir que yo fuera una amenaza.
Le aseguro que tengo un temperamento lúbrico* y que ensoñé encuentros con ella, una joven tan rubicunda y tan temerosa pero yo sabía que eran ensueños librescos, sueños de un romántico cuyo cenit se encontraba justo en jamás traspasar el mundo de la imaginación. Porque imaginar es libre y en el imaginar caben todas las posibilidades de ser. Todas. Todas. Sólo que hay que tener la audacia de saber que son imaginaciones y amarlas en sí, sin atisbo alguno de juicio. En mi imaginación he matado a mi madre espachurrándole el cráneo con mi mano izquierda, yo que amaba a mi madre más allá de la vida. Desde mi imaginación he sido argonauta, carcelero, héroe romántico en lo alto de un peñasco escupiendo mi furia a una tormenta de mil diablos; he sido asesino, he sido contable, he sido monje amanuense y he sido don juan de vía estrecha y de vía ancha; en mi imaginación te he poseído, Clarissa, y he gozado de tu carne como si ésta no fuera transubstanciación de mis ideas sino pura carne tuya, puros huesos tuyos; en mi imaginación he arrancado la cabellera a Hitler, le he metido un pepino por el culo a Franco y he asado las criadillas de Stalin a las que acompañé con una mano frita de Churchill; he viajado en mi imaginación al Annapurna y he escrito endecasílabos que fueron copiados una noche por Shakespeare para uno de sus sonetos. Nada rehúye la imaginación. Debemos dejarla libre porque es ella la auténtica loca de la casa (Teresa de Ávila la llamaba alma).
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* En las próximas entradas de este Libro de las soledades voy a transcribir una serie de fragmentos en los que el elemento erótico o claramente pornográfico van a adquirir cierta relevancia. Lo hago de este modo porque he logrado reunir lo que considero que son unos ejercicios que el propio Isaac me dijo que estaba escribiendo. Eran, decía, unos apuntes de literatura escrita al modo decimonónico a partir del estudio clásico de Mario Praz y añadía que en este caso se daba la circunstancia de que en su vida real había una mujer que se deleitaba leyendo este tipo de literatura; así es que ese viejo adagio literario de cherchez la femme, se cumplía en esta ocasión a rajatabla. La femme, me dijo sonriendo, se llama Angélica.
Le aseguro que tengo un temperamento lúbrico* y que ensoñé encuentros con ella, una joven tan rubicunda y tan temerosa pero yo sabía que eran ensueños librescos, sueños de un romántico cuyo cenit se encontraba justo en jamás traspasar el mundo de la imaginación. Porque imaginar es libre y en el imaginar caben todas las posibilidades de ser. Todas. Todas. Sólo que hay que tener la audacia de saber que son imaginaciones y amarlas en sí, sin atisbo alguno de juicio. En mi imaginación he matado a mi madre espachurrándole el cráneo con mi mano izquierda, yo que amaba a mi madre más allá de la vida. Desde mi imaginación he sido argonauta, carcelero, héroe romántico en lo alto de un peñasco escupiendo mi furia a una tormenta de mil diablos; he sido asesino, he sido contable, he sido monje amanuense y he sido don juan de vía estrecha y de vía ancha; en mi imaginación te he poseído, Clarissa, y he gozado de tu carne como si ésta no fuera transubstanciación de mis ideas sino pura carne tuya, puros huesos tuyos; en mi imaginación he arrancado la cabellera a Hitler, le he metido un pepino por el culo a Franco y he asado las criadillas de Stalin a las que acompañé con una mano frita de Churchill; he viajado en mi imaginación al Annapurna y he escrito endecasílabos que fueron copiados una noche por Shakespeare para uno de sus sonetos. Nada rehúye la imaginación. Debemos dejarla libre porque es ella la auténtica loca de la casa (Teresa de Ávila la llamaba alma).
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* En las próximas entradas de este Libro de las soledades voy a transcribir una serie de fragmentos en los que el elemento erótico o claramente pornográfico van a adquirir cierta relevancia. Lo hago de este modo porque he logrado reunir lo que considero que son unos ejercicios que el propio Isaac me dijo que estaba escribiendo. Eran, decía, unos apuntes de literatura escrita al modo decimonónico a partir del estudio clásico de Mario Praz y añadía que en este caso se daba la circunstancia de que en su vida real había una mujer que se deleitaba leyendo este tipo de literatura; así es que ese viejo adagio literario de cherchez la femme, se cumplía en esta ocasión a rajatabla. La femme, me dijo sonriendo, se llama Angélica.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIX
Voy a asomarme a un deleite. Permitidme hoy queridas Aglaya y Euphosine, queridos Donjuan y Hamlet practicar un antiguo divertimento que hacía cuando me dio por aprender a contar historias. Fue hace mucho, mucho tiempo. Ahora que ya lo años me obligan al retiro, voy perdiendo su cuenta, como si cada vez fuera siendo menos esclavo suyo. Cada vez me dedico menos al cómputo del tiempo. Incluso empiezo a dudar de su dimensionalidad pero por ahí me pierdo y no es ésa mi intención. Ahora sólo sé que fue hace muchos años. Probablemente a finales de los años cincuenta cuando ejercí el oficio de tasador de bibliotecas*. Recuerdo que por mor de mi profesión hube de abrir muchos libros. Casi ninguno pasó por mis manos sin pena ni gloria. En todos acababa encontrando algo; la mayoría de los casos imagino que serían figuras retóricas, encuentros felices con la lengua. Tengo un recuerdo que no sé si es de un sueño, de una gran biblioteca en un castillo del siglo XIII ubicado en la Bretaña francesa que tenía dos grandes torreones circulares coronados por tejados de pizarra. En uno de esos torreones -el de la izquierda según mirabas de frente el castillo desde la alameda que moría frente a la puerta principal- se encontraba la biblioteca. Las estanterías, circulares como el muro, ascendían hasta casi llegar al tejado; a sus baldas se accedía por medio de un ingenioso sistema de poleas que ponía en marcha una escalera que podía ascender hasta la galería que remataba las estanterías y daba acceso al tejado. Los muros medirían unos veinte metros de altura. No sé si el número de volúmenes ascendía a casi doscientos mil o son exageraciones propias de un recuerdo añejo.
Pues bien, fue allí -gatas queridas, perros amigos- donde me aficioné a no entender nada. No sé cuántos miles de volúmenes estaban escritos en alfabetos extraños, cuántos otros miles lo estaban en el alfabeto latino pero con letras arcaicas, cuántos más lo estaban en lenguas que yo ni siquiera sabía a qué familia de lenguas podrían pertenecer. Lo más sorprendente fue que empecé a sentir un placer muy exótico -para mí ese es el adjetivo que le puede dar un poco de color a lo que sentía-. Un día, por ejemplo, estuve leyendo el Kalevala en su idioma original sin saber en absoluto que estaba leyendo la epopeya finesa por antonomasia en la versión que de ella hizo Elias Lönnrot. Además el ejemplar en el que la estaba leyendo era la edición prínceps de 1849. Lo maravilloso de aquella experiencia es que cuando la baronesa de l'Estrade -viuda del barón de l'Estrade- me comentó el tema del libro reviví la sensación de heroicidad que había sentido mientras leía esos versos sin sentido ninguno para mí. ¿A qué lugar acudió mi mente para generar en mí la sensación de estar leyendo algo parecido a los cantos de antiquísimos rapsodas del Sur?
No quiero dejar de anotar un suceso. La segunda noche en el castillo, me quedé trabajando en la biblioteca. Ésta, en la planta de abajo, disponía de una gran mesa de madera bien iluminada para la lectura y con sillas tapizadas para que leer no resultase enojoso en las nalgas. Por una de las saeteras -por cuyos estrechos vanos entraba la única luz natural- vi durante unos minutos el filo recién nacido de la luna y en esa contemplación estaba cuando la veuve de l'Estrade entró trayéndome además de la transparencia de su camisón, un ponche calentito. No he decir cuánto de bueno hizo el ponche en mi cuerpo y cómo cuando observé los pezones como pitones de la viuda, mi verga se hizo a la mar y arribó entre sus piernas, aunque antes le rogué que se tumbara sobre la mesa, permitiera que le bajara las bragas y dejara que con largura lamiera su clítoris e introdujera levemente mi lengua en su vagina hasta que sus exhalaciones me invitaran a entrar en ella no ya con mi lengua sino con mi bergantina verga. A todo ello accedió gustosa la señora viuda baronesa de l'Estrade y he de decir que antes de que continuara con mis inclinaciones varoniles, ella me rogó si accedería a que me introdujera sus dedos por mi culo -con toda la cautela y todos los aceites necesarios para que la introducción fuera grata- mientras se entretenía reconociendo mi polla con su boca hasta que yo estuviera a punto de decir, ¡Basta, por Afrodita, basta o el chorro de semen saldrá con tanta fuerza que de seguro una gota reposará sobre la barandilla de la galería superior del torreón! Reí con ella de su hipérbole y nos pusimos a gozar hasta el alba. ¡Bendita literatura!
Dejadme, Aglaya, Donjuan, Euphosine y Hamlet, sumergirme en estos jeroglíficos del Imperio Medio, donde parece que alguien ha vencido en una singular batalla aunque también pudiera ser una cuenta de balas de paja o el tránsito de un alma al inframundo o la celebración de una fiesta de la primavera. Chi lo sa!
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* En esta revista que tanto me congratulo en dirigir, publiqué cuatro entradas en las que Isaac Alexander recuerda su época de tasador de bibliotecas. Si clicas sobre el nombre resaltado en verde accederás a la serie completa.
Pues bien, fue allí -gatas queridas, perros amigos- donde me aficioné a no entender nada. No sé cuántos miles de volúmenes estaban escritos en alfabetos extraños, cuántos otros miles lo estaban en el alfabeto latino pero con letras arcaicas, cuántos más lo estaban en lenguas que yo ni siquiera sabía a qué familia de lenguas podrían pertenecer. Lo más sorprendente fue que empecé a sentir un placer muy exótico -para mí ese es el adjetivo que le puede dar un poco de color a lo que sentía-. Un día, por ejemplo, estuve leyendo el Kalevala en su idioma original sin saber en absoluto que estaba leyendo la epopeya finesa por antonomasia en la versión que de ella hizo Elias Lönnrot. Además el ejemplar en el que la estaba leyendo era la edición prínceps de 1849. Lo maravilloso de aquella experiencia es que cuando la baronesa de l'Estrade -viuda del barón de l'Estrade- me comentó el tema del libro reviví la sensación de heroicidad que había sentido mientras leía esos versos sin sentido ninguno para mí. ¿A qué lugar acudió mi mente para generar en mí la sensación de estar leyendo algo parecido a los cantos de antiquísimos rapsodas del Sur?
No quiero dejar de anotar un suceso. La segunda noche en el castillo, me quedé trabajando en la biblioteca. Ésta, en la planta de abajo, disponía de una gran mesa de madera bien iluminada para la lectura y con sillas tapizadas para que leer no resultase enojoso en las nalgas. Por una de las saeteras -por cuyos estrechos vanos entraba la única luz natural- vi durante unos minutos el filo recién nacido de la luna y en esa contemplación estaba cuando la veuve de l'Estrade entró trayéndome además de la transparencia de su camisón, un ponche calentito. No he decir cuánto de bueno hizo el ponche en mi cuerpo y cómo cuando observé los pezones como pitones de la viuda, mi verga se hizo a la mar y arribó entre sus piernas, aunque antes le rogué que se tumbara sobre la mesa, permitiera que le bajara las bragas y dejara que con largura lamiera su clítoris e introdujera levemente mi lengua en su vagina hasta que sus exhalaciones me invitaran a entrar en ella no ya con mi lengua sino con mi bergantina verga. A todo ello accedió gustosa la señora viuda baronesa de l'Estrade y he de decir que antes de que continuara con mis inclinaciones varoniles, ella me rogó si accedería a que me introdujera sus dedos por mi culo -con toda la cautela y todos los aceites necesarios para que la introducción fuera grata- mientras se entretenía reconociendo mi polla con su boca hasta que yo estuviera a punto de decir, ¡Basta, por Afrodita, basta o el chorro de semen saldrá con tanta fuerza que de seguro una gota reposará sobre la barandilla de la galería superior del torreón! Reí con ella de su hipérbole y nos pusimos a gozar hasta el alba. ¡Bendita literatura!
Dejadme, Aglaya, Donjuan, Euphosine y Hamlet, sumergirme en estos jeroglíficos del Imperio Medio, donde parece que alguien ha vencido en una singular batalla aunque también pudiera ser una cuenta de balas de paja o el tránsito de un alma al inframundo o la celebración de una fiesta de la primavera. Chi lo sa!
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* En esta revista que tanto me congratulo en dirigir, publiqué cuatro entradas en las que Isaac Alexander recuerda su época de tasador de bibliotecas. Si clicas sobre el nombre resaltado en verde accederás a la serie completa.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2021 a las 19:37 | {0}Donde la luna me lleve; ahí estaré. No importa si entiendo. No importa si vuelvo o si la espuma se convertirá en agente atmosférico. La lluvia ha de verterse sola y a su ritmo. No es descubrir por descubrir. Tampoco debería ser un manto de olvido. Es dejarse llevar hasta donde la luna decida. Por vagabunda. Por materia rocosa y callada. Por su misteriosa –por mucho que explicada- presencia y ausencia. Entregarse. No por sucumbir a ella sino por agradecimiento, vuelta a la vuelta. Sí, sí, ser rueda, el tiempo de estar vivo ser rueda y desgastarme y pincharme y quedar aislada en un lugar remoto y desierto y frío donde la vida se haya hecho tan escasa que una sola brizna de hierba sea la exaltación misma del existir.
Luna extraña. Luna amada. Tan desdeñosa y linda como una mañanita de abril con quince años y a punto de encontrarte con el aire de la primavera en tus pulmones. Cuesta de abril. Sendero de mayo. Ausencia de junio. Canícula de julio. Ardor de agosto. Arrecogías de septiembre. Colores de octubre. Lluvias de noviembre. Helor de diciembre... mañanitas de abril.
Luna mía, redonda como el vientre de la madre de mi hija la víspera de parir. Redonda fertilidad del mundo. Endiosamiento de la diosa. ¡Serpiente y águila! Felices dragones tendréis.
Luna fiel. Luna infiel. A ti. Mies del universo. También un pájaro de papel. También tiza y pizarra.
He de recogerme. Estoy en el fondo de la cueva. Donde la luz no llega. Un hacho ilumina las paredes. En sus relieves adivino la forma del bisonte. No hace calor. No sufro. Sólo he de saber utilizar la mano y los pigmentos. Y sé.
Decían, En aquellos tiempos cuando los seres humanos éramos ciegos y Prometeo aún no se había compadecido de nosotros... los que decían estas cosas se extendían mucho como han de hacer los buenos rapsodas, los cuales crearon un Collegium en el que los más viejos enseñaban a los más jóvenes las mejores técnicas para memorizar y alimentar el relato. (De esto hace mucho. No sé por qué lo recuerdo).
El oficio. Cuando camine pensaré en él. Hoy he vuelto a meditar. Sobre la mente gravita una fuerza nuclear débil. Todo recuerdo guarda en mí un alto grado de fragilidad. Si los dejo ir se quiebran unos en otros cada poco. Apenas he entrevisto una situación próxima (algo relacionado con una roca) cuando ya mi mente anticipa el tiempo y busca en el futuro una situación que nunca se dará. A lo lejos escucho un trueno y caen, dilatadas en el tiempo, gotas de lluvia.
Contra el vicio de pedir, la magnanimidad de conceder.
Varios días más tarde
No hay lugar más interesante que la frontera. La frontera en el tiempo tiene una delimitación tan clara como la frontera física. Yo veo cómo me acerco a esa frontera temporal. Siento el nerviosismo propio del que está a punto de atravesar un tiempo en el que son más las cosas que no le pertenecen que las que le pertenecen como ocurre cuando atraviesas una frontera espacial y de inmediato asumes un nuevo papel, el de extranjero, y desde la lengua hasta ciertas costumbres cambian de inmediato siendo uno el que ha de asimilarlas cuanto antes y para ello, muchas veces, has de renunciar a lo que era tuyo -tu lengua, tus costumbres-.
Lo mismo ocurre en las fronteras temporales: nada más atravesarlas has de aprender de nuevo porque son muchas las cosas que desconoces: la lengua de ese nuevo tiempo, los modos de ese nuevo tiempo, el status que te corresponde en ese nuevo tiempo. Me acerco a una nueva frontera temporal. Aún no la avisto. La husmeo.
...es sentirse, en relación con los otros, más en el purgatorio que en el infierno (al cielo apenas se accede).
Sí, vendrán los cielos cubiertos. Las nieves perpetuas a lo lejos. Soñará con olores nuevos y dejará que la vejez del animal sea tranquila. Le esperan largos paseos. Le esperan bosques nuevos. Quizás algún día descubra un rincón al que acudir cada tarde y sienta una noche, al respirar hondo, que el laberinto se inclina hacia la recta. Algo así espera. No va más allá en sus deseos como si al fin hubiera descubierto que por ser inmenso el mundo es muy pequeño porque te permite transitar por muy pocas de sus infinitas variables. Así espera un espacio adecuado para el árbol que ama la sombra y que sol y luna pasen ante su ventana tras tantos años de ausencia, tras tanto estirar el cuello inútilmente, tras cientos de millones de segundos de horizonte vertical, tras tanto encierro.
Lo mismo ocurre en las fronteras temporales: nada más atravesarlas has de aprender de nuevo porque son muchas las cosas que desconoces: la lengua de ese nuevo tiempo, los modos de ese nuevo tiempo, el status que te corresponde en ese nuevo tiempo. Me acerco a una nueva frontera temporal. Aún no la avisto. La husmeo.
...es sentirse, en relación con los otros, más en el purgatorio que en el infierno (al cielo apenas se accede).
Sí, vendrán los cielos cubiertos. Las nieves perpetuas a lo lejos. Soñará con olores nuevos y dejará que la vejez del animal sea tranquila. Le esperan largos paseos. Le esperan bosques nuevos. Quizás algún día descubra un rincón al que acudir cada tarde y sienta una noche, al respirar hondo, que el laberinto se inclina hacia la recta. Algo así espera. No va más allá en sus deseos como si al fin hubiera descubierto que por ser inmenso el mundo es muy pequeño porque te permite transitar por muy pocas de sus infinitas variables. Así espera un espacio adecuado para el árbol que ama la sombra y que sol y luna pasen ante su ventana tras tantos años de ausencia, tras tanto estirar el cuello inútilmente, tras cientos de millones de segundos de horizonte vertical, tras tanto encierro.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXVIII
Siete menos cinco de la tarde
No hay movimiento... ningún movimiento...*
La lechuza no se asustó conmigo. Fue Aglaia, la más fiera de las gatas, quien le plantó cara y la lechuza se vio sorprendida de su audacia y enarcó una ceja como si dentro de ella Atenea nos observara.
Buscar palabras que me vuelvan loco.**
La lechuza no se asustó conmigo. Fue Aglaia, la más fiera de las gatas, quien le plantó cara y la lechuza se vio sorprendida de su audacia y enarcó una ceja como si dentro de ella Atenea nos observara.
Buscar palabras que me vuelvan loco.**
Seis menos veinte pasadas de la tarde
Me voy. Ya es tiempo. El penúltimo escalón he de pasarlo aun más adentro, aún más. Sólo para poder llegar a conocerme a mí mismo y saber si merezco el respeto que tanto he buscado. Y una vez hallada la respuesta (que será un sí o un no) me olvidaré para siempre de la pregunta y pasearé bajo las hayas de un bosque que habrá cerca de mi casa.
Me alejo aún más. Me gusta la vida. Me gusta hinchar mis pulmones de aire y saber que ese ligero aroma de flor es un dondiego de noche y que más allá, tras el recodo en el camino, cuando se inicia la Cuesta Fuerte, lo primero que me asalta es el perfume penetrante y dulzón de la jara. Me alejo aún más. Por el sendero que lleva a lo profundo del valle, donde dicen que aún viven los lobos y donde el oso se esconde para no hacernos daño.
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Me alejo aún más. Me gusta la vida. Me gusta hinchar mis pulmones de aire y saber que ese ligero aroma de flor es un dondiego de noche y que más allá, tras el recodo en el camino, cuando se inicia la Cuesta Fuerte, lo primero que me asalta es el perfume penetrante y dulzón de la jara. Me alejo aún más. Por el sendero que lleva a lo profundo del valle, donde dicen que aún viven los lobos y donde el oso se esconde para no hacernos daño.
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Notas
* A veces me digo: te estás dejando llevar por la tradición. Discurro si es lo mejor. Sé que he de poner un ejemplo: Clarissa. Por supuesto que Isaac jamás escribió la historia de Clarissa en el orden que yo la estoy transcribiendo en la revista. Los episodios de Clarissa están muy dispersos entre todos los cuadernos. Es un claro ejemplo de su estilo de escritura. Porque escribir, también yo lo sé, es de los actos más libres que pueda ejercer un ser humano (el acto de escribir, no el resultado de lo escrito. Cuando el escritor se sienta ante su hoja es el más libre de los hombres a la hora de pergeñar su idea). Insisto: Clarissa se encuentra en los cuadernos de memorias de Isaac. La memoria de Isaac es una memoria que se deja llevar por sí misma, como si continuamente estuviera meditando y dejara que los recuerdos saltaran de uno a otro sin solución de continuidad. Así es que yo, cuando me veo reuniendo los recuerdos dispersos, me pregunto si es lo correcto o si mejor sería esperar del lector el esfuerzo de buscar cuándo, dónde apareció este personaje o, sencillamente, leer lo escrito sin relacionarlo con nada. Hay algo, en todo caso, que demuestra bien a las claras la destreza con la pluma de Isaac: no aburre nunca.
Así es que hoy voy a seguir con textos de Isaac en los que no altero su orden. Por una vez lo hago así. Por si alguien... por si alguna vez...
** En una anotación escrita cinco años después, nos explica Isaac que cuando escribió buscar palabras que me vuelvan loco, lo dice como el ejemplo preclaro de la poesía. Para él, como para tantos pensadores intrusos, la poesía trata de lo inefable y la inspiración para poder acceder a una metáfora que logre iluminar lo inefable -entiende por metáfora la imagen de una idea- sólo puede acudir al alma del poeta cuando éste se deja imbuir del espíritu de Dionisos, el dios cabra que cuando nos sonríe y nos mira permite que por nuestra boca -si somos rapsodas- o por nuestra escritura -si lo que somos es poetas- surjan las palabras combinadas en fórmulas extrañas que parecen traspasar nuestra razón para llegar a lo más profundo de nuestro propio Hades a nuestro Tártaro, porque esas palabras locas son las únicas capaces de atravesar los muros de acero que rodean nuestro Tártaro y a los que el ingenuo Sigmund Freud llamó de forma delicada y falsa censura.
Así es que hoy voy a seguir con textos de Isaac en los que no altero su orden. Por una vez lo hago así. Por si alguien... por si alguna vez...
** En una anotación escrita cinco años después, nos explica Isaac que cuando escribió buscar palabras que me vuelvan loco, lo dice como el ejemplo preclaro de la poesía. Para él, como para tantos pensadores intrusos, la poesía trata de lo inefable y la inspiración para poder acceder a una metáfora que logre iluminar lo inefable -entiende por metáfora la imagen de una idea- sólo puede acudir al alma del poeta cuando éste se deja imbuir del espíritu de Dionisos, el dios cabra que cuando nos sonríe y nos mira permite que por nuestra boca -si somos rapsodas- o por nuestra escritura -si lo que somos es poetas- surjan las palabras combinadas en fórmulas extrañas que parecen traspasar nuestra razón para llegar a lo más profundo de nuestro propio Hades a nuestro Tártaro, porque esas palabras locas son las únicas capaces de atravesar los muros de acero que rodean nuestro Tártaro y a los que el ingenuo Sigmund Freud llamó de forma delicada y falsa censura.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2021 a las 18:53 | {0}
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2021 a las 19:14 | {0}