Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Apenas me quedan palabras. Ya no quiero buscarlas. Yo estuve en un gran espacio interior. En ese espacio interior están todas las palabras, de todos los idiomas, todas las que se escribieron, todas las que se dijeron, todas las que se borraron, todas las que se quisieron olvidar. Yo que nada sé tampoco sé dónde se encuentra ese espacio. Si existió alguna vez. Sí sé que si lo necesitara sabría volver o me encontraría ya allí sin saber cómo había llegado.
Apenas me quedarán palabras porque las iré soltando todas. Ayer, por ejemplo, solté todas las palabras que tuvieran relación con las minas. Tan sólo me quedé de esa gran familia de palabras que ha de ser con ésa, minas, y ya no sé nada más de ellas. Sólo sé minas. Puedo jugar con ella, con la palabra, pero sería un juego inútil al no tener fundamento ninguno, o por decirlo con un término lúdico: campo de juego. Minas ya no tiene campo de juego.
No quiero más palabras. Cada palabra implica una existencia. Caldo implica la existencia de alguien que lo hizo. Como sugiere siempre y como mínimo dos existencias. Quiero quedarme en la angostura del cuarto de máquinas del ascensor de la Casa Museo. También con las palabras. No quiero que venga más gente a mi cabeza. Cada palabra es gente. Cada palabra es cosa iluminada. Las palabras existen en tanto en cuanto hay luz. Si nuestro ojo no fuera sensible a la luz no existirían los idiomas. Seríamos otra cosa. Fiat lux.
No sé si seré capaz de soltarlas todas. No sé cuánto esfuerzo se requiere para olvidarse de hablar y también olvidarse de pensar y también olvidarse de soñar. Sí, llegué a pensar que si me arrancaba los ojos perdería la capacidad del habla sólo que, por extraños caminos que no alcanzo a transitar, sé que existen los ciegos y que los ciegos hablan y aunque la luz sea la causa de las palabras su ausencia no implica su desaparición. Si fuera así los idiomas desaparecerían por las noches o quizá sea por eso por lo que en las grandes ciudades de Occidente las noches son iluminadas como si fueran días, para que no se pierdan las lenguas. ¿En las grandes extensiones sin habitar desaparecerán todas las lenguas en las noches de luna nueva?  
Quiero perder la lógica.
Quiero perderme de mí.
Ya sé lo que he de hacer. Tendré que hacerlo pronto. El destino tan sólo es tiempo cumplido.
No, no llego a entenderlo como una misión. No es que de repente de ayer, 23 de agosto de 2022 a hoy, 24 de agosto de 2022, haya descubierto nada nuevo sino que al despertar y ver la terrible oscuridad que me cercaba, el silencio absoluto de la habitación del sótano (las tuberías habían callado como si el animal que las habita se hubiera quedado dormido de puro agotamiento), he entendido que sin luz no había palabras y sin palabras no había mundo.
No es una cuestión filosófica. Era pura practicidad y ha sido tanto mi contento que se me ha pasado el sueño, he encendido la lamparilla de noche, he mirado el reloj y he visto que eran las cuatro y veinte de la madrugada. ¡Oh, he pensado, que hora perfecta para iniciar la jornada! Alegremente me he vestido. Me he sentido ligero como si al soltar todas las palabras relacionadas con minas la vida me hubiera dado una segunda oportunidad. He subido. He desarmado las alarmas. Me he hecho un buen café en la cocina grande. Lo he tomado sentado en el porche trasero de la Casa Museo, el que da a la piscina. Lo he imaginado todo. También he sentido que por fin hoy hace algo de fresco en la madrugada. Será que el verano está llegando a su fin. Cuando he pensado la palabra verano, me he dicho, Olmo, Olmo –así me he dicho- cuando logres soltar todas las palabras relacionadas con verano, quizás haya llegado el día de marchar. No fuerces. Llegará. No fuerces. Sólo haz, de momento, lo que ya sabes que tienes que hacer.
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/08/2022 a las 18:16 | Comentarios {0}



Conozco el asunto de las tormentas. No diré, no lo quiera dios, que soy un especialista. En nada soy especialista y si lo fuera en algo sería del olvido. Conozco, pues, las tormentas. Suelo salir de la que debe ser mi casa –y matizo siempre esta cuestión porque no deja de sorprenderme siempre que estoy en ella la absoluta falta de emoción que siento por todos y cada uno de los objetos que la ocupan. Ni el busto africano tallado en piedra. Ni el dibujo a pluma de la calle de un pueblo. Ni un cuadro abstracto que parece original. Ni las fotos con rostros que pueblan las paredes. Ni las lámparas. Ni las mesas. Ni lo que hay dentro de los cajones. Ni tan siquiera los útiles personales. Nada. Ni colchas, sábanas, telas, ropas, utensilios de cocina, copas, vasos. Tampoco me recuerda a mí la comida que hay en la nevera. Ni una botella de vino rosado que lleva encima de una mesa camilla desde hace no sé cuánto. Nada de esa casa me pertenece. A nada pertenezco. Sólo mueve mis sentimientos y procura mis cuidados un árbol que hay en la terraza. Sé –y no sé por qué lo sé- que es un arce japonés y por algún lugar de mi memoria, la que se crea constantemente, la que construye el recuerdo cada vez que lo recuerda, en ese sitio, en la memoria, tengo los tonos ocres de sus hojas cuando llega el otoño-. Larga digresión como para no refrescar dónde se inició. Escribía: Suelo salir de la que debe ser mi casa a las seis y media de la tarde. Poco antes, hacia las seis, escuché, muy lejanos, los primeros truenos. Cuando salí al garaje para coger el coche -el garaje es abierto. Las plazas de los coches están bajo los edificios los cuales están asentados en pilastras- el viento anunciaba lo que estaba a punto de pasar.
 
¡Qué hermoso es un cielo cargado de presagios visto a través del espejo retrovisor! ¡Cómo el cielo parece, en sus grises, los cuatro caballos del apocalipsis los cuales galopan por el aire y son sus cascos los truenos y son sus expiraciones los rayos! ¡Cómo quisiera ser alcanzado! ¡Cómo quisiera ser devorado! ¡Convertirme en fuego! Una bola de fuego quiero ser. Una bola de fuego con mi coche. Arrasar las carreteras, quemar vivos a los agentes de tráfico a nuestro paso, causar el mayor espanto en esta hora de la tarde cuando desciendo el puerto camino de la Casa Museo en donde espero que me alcance la tormenta para poder desafiarla y someterme.
 
Han empezado a caer gruesas las gotas. Al principio pocas. Mientras me pongo el bañador en mi habitación del sótano, escucho su repiqueteo cuando chocan contra el techo retráctil del patio. Siento la alteración propia de la atmósfera. Se ha acelerado mi pulso. Cierta cantidad de frío se ha instalado en mi vello. Me miro en el espejo y una vez más no me reconozco. Más: no sé si soy yo quien se mira en el espejo. Ya está viejo el que se mira. Cargo la mochila con lo que considero que voy a necesitar en el jardín de la piscina: un libro, un lápiz, un cuaderno, un teléfono del que desconozco el patrón para encenderlo, sólo si me llaman a mí… sólo entonces, un mechero, una hierba verde, una pipa pequeña, unas gafas de nadar, unos tapones para los oídos, un gorro de baño, la toalla, una muda.
Cuando salgo al jardín la tormenta ya ha hecho su aparición: el viento brama, el cielo se ha vuelto de mil grises oscuros, ruge el aire como si fueran coces y rayos que se bifurcan como afluentes en delgadas ramas de electricidad sacuden el exterior. He visto salir volando una sombrilla. He visto a los pájaros esconderse. He visto el gesto aguerrido de los árboles dispuestos a soportar la embestida. He visto las aguas de la piscina picadas por la viruela de la tromba de agua que ha empezado a caer. Yo camino lento y descalzo por el césped en bañador. Llego al borde de la piscina cuando un rayo rasga el sentido de la creación de arriba abajo, me coloco las gafas, aspiro, me lanzo al agua, empiezo a nadar. Todo es líquido y electricidad. Todo es viento y bravura. Todo podría acabar en un instante si un rayo cayera en la piscina. Quedaría entonces hecho fosfatina, helado el corazón, el cuerpo flotando. Nado a espalda para ver de frente los rayos que como espadas me amenazan. Nado a espalda para ver la coz de los truenos dándome en la geta. Nado a espalda para saber que era un terrícola habitando un medio vedado. Nado a espalda porque sé nadar a espalda. Porque mi padre me enseñó a nadar a espalda. Porque seguro que ahora, si él estuviera aquí, estaría nadando a mi lado. Y así nadaríamos y nadaríamos y nadaríamos como yo nado hasta que se hace la noche y no me ha alcanzado el rayo. Habré de seguir viviendo. La noche tendrá lugar.
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/08/2022 a las 19:07 | Comentarios {0}



Algo vive en los conductos de la Casa Museo. Los quejidos que escucho no pueden ser sólo corrientes de aire. Las corrientes de aire aunque se quejen tienen siempre algo de musical. Será un animal que entró y ahora no sabe salir. Un animal presa de su curiosidad o de su necesidad (no sé por qué me da por pensar si la curiosidad y la necesidad son conceptos sinónimos). Un animal con ojos a los que la oscuridad los estará atrofiando.
Escucho quejarse a eso algo encima de mi cabeza, a los lados, por debajo, a todas horas, por todas partes. Si lo escucho por la tarde cuando estoy sacando los cubos de basura del cuarto donde se encuentra el grupo electrógeno autónomo y veo los bidones de gasolina alineados en la pared del fondo, pienso que bastaría una poca para quemarlo y así, tras un sufrimiento intenso pero corto, dejaría de sufrir, dejaría de padecer la angustia por sentirse perdido en el laberinto de las conducciones de la Casa. Si lo escucho cuando me encuentro en mi habitación, me siento protegido. Sé que no puede acceder a mi habitación desde el conducto del aire acondicionado porque reviso cada noche la rendija y me afano en que los tornillos estén bien ajustados además de que pongo los tapones en los desagües de la bañera, el lavabo y el bidet y aunque la claustrofobia me agote cierro todas las noches la puerta que da al patio con techo retráctil. Si lo escucho cuando empiezo a subir las escaleras en la madrugada para hacer la labor de abrir las ventanas, a esas horas, en esos espacios, sí siento miedo y aún aumenta más mi temor y llega hasta el terror si lo escucho cuando me encuentro dentro de las salas, rodeado de cuadros que figuran, en su mayoría, paisajes con personas, cuyos ojos parecen mirarme y cuyas actitudes, muchas de ellas, me resultan desafiantes; añádase a esta sensación de vigilancia el hecho de abrir las ventanas y de que justo al abrir una de ellas, lanzado desde la oscuridad, como parido por el laberinto de los conductos de la Casa, húmedo de grasas y suciedad, saltara al interior de la sala eso algo que se quejaba y que había encontrado, sin saberlo, la salida y preso de una histeria feliz clavara sus garras en mi cara y se aferrara a mí como si con ello evitara para siempre volver a aquel infierno de cables, tubos y agujeros.
Hay madrugadas que vuelvo a mi habitación cubierto del sudor frío del terror. En esas madrugadas he de hacer varias inspiraciones largas antes de armar las alarmas porque si no respirara así mis dedos temblarían en exceso y me equivocaría al marcar la clave y saltarían las sirenas y su sonido agudo, espectral me paralizaría y moriría siendo consciente de que estoy haciendo un trabajo para el que en absoluto estoy preparado. ¿Por qué lo estoy haciendo entonces? ¿Por qué me contrataron a mí?
 
Me he tomado el café de la mañana en el porche trasero de la Casa. Ha llegado, uniformada de azul, la mujer de la limpieza. Nada más verme me ha dicho, Como se habrá dado cuenta yo no tengo por qué limpiar su habitación o sea que la mierda que se acumule suya será.
Al fondo la escultura en bronce de la mujer desnuda. Es una escultura a tamaño natural que se encuentra sobre un pedestal en el borde de la piscina más alejado del porche. Muchas tardes, tras nadar, le acaricio la cara y le doy un beso en la mejilla.
 
Serán las once de la mañana cuando llego a la que debe ser mi casa. Funciona el mando de la puerta del garaje. Aparco en mi plaza. No es fácil aparcar en mi plaza. Tengo que hacer varias maniobras muy precisas. Cuando voy camino de mi portal veo al hombre cojo, el marido de la vecina amiga de Carmen, metido en su coche. Tiene los ojos cerrados. Las ventanillas están subidas y aún así se escucha heavy en español. El hombre cojo debe tener un buen equipo. Antes de entrar no puedo evitar girarme y mirarlo. Se está terminando de hacer una paja. Se está corriendo. Unos niños de los bloques, a unos veinte metros, juegan a la pelota en el espacio central que forman los bloques en forma de U. Gritan los niños. Grita el rockero. Grita el cojo.
Respiro al entrar en el que debe ser mi hogar.
No sé por qué vivo ahí. No sé si suelo vivir ahí.
No quiero escuchar de nuevo los quejidos en la Casa Museo.
¿Cuánto queda?
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/08/2022 a las 18:04 | Comentarios {0}



Llego. La puerta del garaje no se activa con el mando a distancia. Insisto. Desisto. Salgo del coche. Sé abrir manualmente la puerta del garaje. Realizo el proceso de apertura manual. Cuando lo estoy haciendo aparece Carmen con una chihuahua bajo el brazo izquierdo, la cabeza de la perra aplastada contra el costado de su teta. Con Carmen va su amiga y vecina. Una vecina que vive en mi bloque y que está casada con un hombre cojo que sólo ama su coche. Todo eso lo sé cuando la miro. Lo que no sé es su nombre. Tampoco sé si Carmen se llama así o a mí me acude ese nombre al verla. Sí sé que Carmen no vive en mi bloque. Vive en el de enfrente, en el primer piso. A veces me he fijado en cómo disimula las bragas cuando tiende la colada. No sé qué utilidad tiene que me fije en esas cosas. Ni que sea este tipo de cosas las que recuerdo cuando la veo. Las dos mujeres llevan grandes gafas de sol. Sé que me miran desde que me ven. Van cuchicheando y del cuchicheo surge, espontánea, la risa en la garganta de la vecina. Es una risa de fumadora, grave y con flemas. Me dice Carmen, Lleva así desde anoche. Asiente la vecina. Se hace un silencio. Dice Carmen, Déjalo en manual. Total. Como si fuera un código secreto las dos mujeres se ponen a reír a carcajadas. Durante sus risas me dirijo al coche. No quiero mirarlas. Le dice la vecina a Carmen, Oye y si no mientras hay lengua hay hombre. Salen ellas por la puerta del garaje. Ladra agudamente la perra. Siguen carcajeándose ellas. De reojo veo casi a la altura de mis ojos –estoy sentado en el asiento del coche, esperando a que ellas pasen para poder pasar yo- el cerco de sudor en el sobaco derecho de Carmen y lo huelo y describe mi mente, Sudor de noche. Toda ella sudor de noche. Reprimo una nausea.
 
Me veo de vuelta a la Casa Museo. Conduzco por una carretera de media montaña. Tengo puesta la radio. Hablan personas de otras personas. Me fijo en que llevo puesto un pantalón corto. También en que cuando se inicia mi recuerdo voy con las ventanillas bajadas. Sé adónde voy. Aunque esté perdido. Sé cómo será la próxima curva. Mi cerebro ha memorizado las curvas. Incluso sabe el número. Son veintiséis. Bajo un puerto. No es un puerto muy largo. No es un puerto importante. Eso lo sé.
 
Le digo adiós a un hombre ya dentro de la Casa Museo. Le abro el portón con un mando a distancia. Imagino que ha de ser el Guardés de día. No sabría reconocer su rostro. Sólo retengo su coronilla cubierta de rizos muy negros, como gitanos.
 
Mientras nado pienso: condenado a la tristeza. Eso es todo. Y nado.
 
Ha llegado un poco de frío. Anochece antes. Ya debe quedar poco. El miedo se mantiene cada noche. Se acumula. Pero aún no quiero escribir de la noche. Estoy en la cocina grande. Voy a cenar una pizza que pone que es mediterránea. La tomaré con cerveza. Veré la televisión. Veré a mujeres y hombres en general muy jóvenes lanzando objetos, corriendo y saltando. Jóvenes uniformados con diferentes equipaciones. Jóvenes que liderarán el mundo y serán engullidos después. Eso veo mientras como y bebo y repaso mentalmente lo que aún me queda por hacer, la noche larga que me espera: encender y apagar los cuadros de luces de cada piso, la última ronda por los exteriores de la casa alrededor de la medianoche, la espera en mi habitación hasta las tres de la madrugada y el recorrido subsiguiente por las salas del Museo para abrir las ventanas, ir cerrando las puertas tras haber armado las alarmas durante la vuelta a mi habitación en el sótano, desnudarme, respirar el miedo que traigo, tumbarme, leer un rato, poner el despertador a las siete menos cuarto, empezar a dormir, apagar la luz en un despertar, quedar dormido.
 
No sé en qué momento de esa noche (aunque intuya el alba) surge el cerco de sudor en el sobaco de Carmen mientras escucho la risa basta de la vecina y esa mezcla me produce una erección intensa, una erección que me duele, una erección que no sé para qué sirve, una erección a la que no sé qué hacer.
 
Ya he salido de la Casa Museo. La mañana es fresca. Me inquieta volver a la que debe ser mi casa. Me inquieta volver al lugar donde también viven esas dos mujeres.
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2022 a las 16:46 | Comentarios {0}



Estar perdido. Siempre. Desde el nacimiento. Vivir perdido. Siempre. Hasta la muerte.
Cierro la puerta.
Tengo constancia de haberlo hecho. También de que cuando estaba en la cocina grande ha aparecido un gato blanco en el alfeizar de una de las ventanas.
Nado y estoy perdido.
Me seco al sol como los lagartos viejos. Mi cola quedará enroscada como la del alacrán. Tumbado lo negro es rojo.
Pienso un nombre masculino.
Pienso el final de un verso dedicado a la Storni se quien sea Storni sea lo que sea Storni.
Bebo vino rojo y amargo.
No espero a nadie por mucho que ese nombre masculino me lleve a una espera. No espero a nadie por mucho que ese nombre masculino tenga alma de niño. Mi hijo o yo hijo.
¿Qué quieren decir?
¿Por qué estoy aquí?
¿Por qué está todo tan oscuro y suena tanto la oscuridad? ¿Por qué cuando llega la mañana, algunos días, aparece una mujer uniformada de azul que lleva marcado en su rostro el estigma de la humillación que se resuelve en una amargura que no deja lugar a dudas, que va mucho más allá de la antipatía, llega incluso, se adentra, en el mal, en la crueldad y que resulta ser la mujer de la limpieza? ¿Cómo una persona que limpia puede ser tan sucia?
¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿A través de qué selva? ¿Tuve machete? ¿Cómo desbrocé el camino? ¿Me quedé sin uñas? ¿Me encontré con alguien? ¿Alguien que se camuflaba subida en las copas de los árboles?
Siempre perdido.
Si no es la jungla.
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/08/2022 a las 14:16 | Comentarios {0}


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