Someramente el atasco es una forma más de vida. Sumergido en un lugar de asfaltos y horizontes muy verticales, mi él apagó la radio del automóvil y subió las ventanillas. No se hizo el silencio, de fuera, claro, llegaba el bramido del Mar de los Motores. Los espejos retrovisores le mostraban lo que ya había pasado con la distorsión propia de todo espejo. Ese hecho laceraba a mi él: saber que nunca podría verse tal cual es sino sometido a la imperfección del pulido.
Existen en las grandes ciudades zonas que parecen ajenas a la propia ciudad como de improviso ocurre cuando en un momento determinado una música nos evoca otro momento distinto.
La lentitud en la investigación. La calma. Tocar documentos (la palabra documento en sí provoca en mí una suerte de dulzura, algo llamativo e intrigante que me empuja a vivir. La palabra documento tiene la fuerza de la ley y la suavidad del descubrimiento) sobre una mesa, ver a las archiveras archivando en un silencio de oficina o de templo, todo eso en una zona de la gran ciudad ajena a ella.
Con una naturalidad pasmosa tomo la carretera para poder nadar solo. Sé que he de acostumbrarme a esta nueva piscina. Es hermosa. Su arquitectura. Parece como si nadara en una estación de tren. Sin embargo (enemigo de las adversativas, he de ponerla) esta nueva piscina está llena de personas, en cada calle nadamos cuatro o cinco a la vez. Como todos los que me rodean, estoy seguro, disfruto más nadando solo.
He tomado la carretera que lleva hasta el pueblo de la sierra. He entrado en la piscina donde nadé cinco años. De las ocho calles sólo una estaba ocupada. He nadado solo y he reconocido, traviesa a traviesa, el techo de madera. Me han llamado por mi nombre. No me han cobrado. Y cuando me vestía tras el nado he hablado con un hombre al cual ya conocía. Luego he descubierto que me he dejado olvidado en el vestuario el traje de baño.
La tarde ha sido la infancia. La última infancia. Me he sentido por un momento como si yo fuera mi tío Carlos y Violeta fuera Fernando con diez años. Mi hija y yo hemos vuelto caminando desde la Calle Mayor hasta la calle Ortega y Gasset. En un semáforo me ha abrazado con muchísimo cariño. Hemos entrado en la iglesia que hace esquina en las calles Lagasca y Alcalá, una iglesia que siempre me ha gustado mucho, no recuerdo si es la iglesia de San Agustín. Le he dicho que si quería podía tomar agua bendita y me ha preguntado, ¿Y qué hago? y le he dicho, Te persignas y le he hecho el gesto. Ella se ha persignado y le he dicho, Ya estás bendita por Dios. Ella, sorprendida, ha contestado, ¿Ah, sí? Y nos hemos reído (de buena fe).
He vuelto a pensar que desde hace días, desde que entró septiembre, el metro funciona más lento. Tras dejar a Violeta, en la estación de Manuel Becerra. Había mucha gente en el andén. Y era tarde.
Existen en las grandes ciudades zonas que parecen ajenas a la propia ciudad como de improviso ocurre cuando en un momento determinado una música nos evoca otro momento distinto.
La lentitud en la investigación. La calma. Tocar documentos (la palabra documento en sí provoca en mí una suerte de dulzura, algo llamativo e intrigante que me empuja a vivir. La palabra documento tiene la fuerza de la ley y la suavidad del descubrimiento) sobre una mesa, ver a las archiveras archivando en un silencio de oficina o de templo, todo eso en una zona de la gran ciudad ajena a ella.
Con una naturalidad pasmosa tomo la carretera para poder nadar solo. Sé que he de acostumbrarme a esta nueva piscina. Es hermosa. Su arquitectura. Parece como si nadara en una estación de tren. Sin embargo (enemigo de las adversativas, he de ponerla) esta nueva piscina está llena de personas, en cada calle nadamos cuatro o cinco a la vez. Como todos los que me rodean, estoy seguro, disfruto más nadando solo.
He tomado la carretera que lleva hasta el pueblo de la sierra. He entrado en la piscina donde nadé cinco años. De las ocho calles sólo una estaba ocupada. He nadado solo y he reconocido, traviesa a traviesa, el techo de madera. Me han llamado por mi nombre. No me han cobrado. Y cuando me vestía tras el nado he hablado con un hombre al cual ya conocía. Luego he descubierto que me he dejado olvidado en el vestuario el traje de baño.
La tarde ha sido la infancia. La última infancia. Me he sentido por un momento como si yo fuera mi tío Carlos y Violeta fuera Fernando con diez años. Mi hija y yo hemos vuelto caminando desde la Calle Mayor hasta la calle Ortega y Gasset. En un semáforo me ha abrazado con muchísimo cariño. Hemos entrado en la iglesia que hace esquina en las calles Lagasca y Alcalá, una iglesia que siempre me ha gustado mucho, no recuerdo si es la iglesia de San Agustín. Le he dicho que si quería podía tomar agua bendita y me ha preguntado, ¿Y qué hago? y le he dicho, Te persignas y le he hecho el gesto. Ella se ha persignado y le he dicho, Ya estás bendita por Dios. Ella, sorprendida, ha contestado, ¿Ah, sí? Y nos hemos reído (de buena fe).
He vuelto a pensar que desde hace días, desde que entró septiembre, el metro funciona más lento. Tras dejar a Violeta, en la estación de Manuel Becerra. Había mucha gente en el andén. Y era tarde.
El beso, sometido a la carnalidad, aumenta su capacidad de agua. Vaga entre los labios. Labios aún cerrados.
Al mirarse el beso se encendió en sus bocas.
Y se besaron.
¿Cuál es la intrahistoria del beso?
¿Cuándo se acercaron las primeras bocas en un ansia, enamorada y caníbal, de comerse con los labios al otro?
El beso escalofría el cráneo y pone en punta todo el vello de los brazos. El beso acusa su presencia en los pulmones. El beso detiene pesares y aligera pasiones. El beso hace soñar a los músculos de la boca que en ellos estriba la plenitud.
El beso largo, el beso con la lengua, el beso en cuya maniobra la lengua entra en la otra boca y juega con el paladar, con los dientes y con la parte posterior de las encías; el beso, cuya lengua llega hasta la campanilla, hace sonar en el cerebro de los amantes la música para violonchelo solo de Juan Sebastian Bach.
El beso largo. El beso tumbados en la cama. El beso a media luz. El beso con ganas.
Ese tiempo de beso que luego muestra sin recato su pasión en forma de enrojecimiento del contorno de los labios. Ese tiempo de beso en las bocas frescas, recién lavadas, con olor a hierbabuena, de salivas alegres que traspasan sus esencias como si se mudaran de casa. Ese tiempo de besos que es en realidad una larga cadena de besos más cortos, algunos muy cortitos, que van puntilleando el deseo del otro y van humedeciendo el cuerpo entero hasta que el sudor, el flujo, el semen, la sangre, la linfa y todo el medio interno se conjugan en una única dirección.
Bésame.
Al mirarse el beso se encendió en sus bocas.
Y se besaron.
¿Cuál es la intrahistoria del beso?
¿Cuándo se acercaron las primeras bocas en un ansia, enamorada y caníbal, de comerse con los labios al otro?
El beso escalofría el cráneo y pone en punta todo el vello de los brazos. El beso acusa su presencia en los pulmones. El beso detiene pesares y aligera pasiones. El beso hace soñar a los músculos de la boca que en ellos estriba la plenitud.
El beso largo, el beso con la lengua, el beso en cuya maniobra la lengua entra en la otra boca y juega con el paladar, con los dientes y con la parte posterior de las encías; el beso, cuya lengua llega hasta la campanilla, hace sonar en el cerebro de los amantes la música para violonchelo solo de Juan Sebastian Bach.
El beso largo. El beso tumbados en la cama. El beso a media luz. El beso con ganas.
Ese tiempo de beso que luego muestra sin recato su pasión en forma de enrojecimiento del contorno de los labios. Ese tiempo de beso en las bocas frescas, recién lavadas, con olor a hierbabuena, de salivas alegres que traspasan sus esencias como si se mudaran de casa. Ese tiempo de besos que es en realidad una larga cadena de besos más cortos, algunos muy cortitos, que van puntilleando el deseo del otro y van humedeciendo el cuerpo entero hasta que el sudor, el flujo, el semen, la sangre, la linfa y todo el medio interno se conjugan en una única dirección.
Bésame.
Sobre la catedral hay una cigüeña. Está haciendo un nido y mira hacia todos los lados como si esperara a alguien.
Giróvagos iban y volvían sobre sus pasos sin marearse nunca.
También un palomo se esconde bajo un coche.
El rastro del humo de un cigarrillo se quedó suspendido a la espera de que el sabueso de turno lo descubriera. Cuando ocurrió la estela del humo le llevó hasta el escenario del crimen.
La persiana no quiere subir por mucho que el hombre se empeñe en que suba hasta el final. El hombre tira de la correa y ésta, enfurecida, canta el Coro de los Esclavos.
Una hiena se ha puesto seria, ¡olé!
Las bailarinas, agarradas a la barra, se miraron de perfil su perfil. Estaban tan delgadas que el viento las traspasaba como los neutrinos atraviesan la tierra en su viaje a ninguna parte. La maestra ensaya un demi-plié y se parte la cadera.
El coro.
Levantisco el marinero miró el horizonte. La mar se había convertido en el mar. Quiso cantar para darse ánimos pero las olas le hicieron desistir. Rezó para encontrar la costa. Y la encontró.
En el salón de un olivar al que apodan de Castejón ensayan la lectura. Una vieja canción, algo sobre las mañanitas de abril. Ocurre así, lo juro, en el olivar al que llaman de Castejón.
El redoble dio fin e inicio en ese orden.
El pretérito imperfecto tiene enlazadas sus manos con la eternidad.
No, no voy a olvidarme del pretérito indefinido pariente de las madreselvas por parte de padre.
Atraída por la cálida voz de una mujer alemana viene por la montaña la manzana de Adán.
Peter Fox alegra si cliqueas sobre su nombre verde.
Hay una máxima ignaciana, los jesuitas son muy de máximas, algunas excelentes, que dice, En tiempos de desolación no hacer mudanza. Este pensamiento está muy bien y lleno de sentido común (ya que estamos metidos en harina, digamos que el menos común de los sentidos) sólo que choca con un imponderable: ¿Y si -aunque los tiempos sean de desolación- hay que hacer mudanza? ¡Ahí te quiero ver San Ignacio! Esos brazos aguerridos, esas escaleras bajándolas cargado, esa espalda, Ignacio, esa espalda.
Hoy he comenzado mi mudanza y no estoy en tiempos de desolación, más bien estoy en un tiempo tormentoso, de finales de verano en Levante.
El problema no es la desolación sino la mudanza, es la mudanza en sí lo que desuela y desuela no tanto por el cambio sino por el peso, por el esfuerzo físico, lo cual me lleva a pensar que quizá San Ignacio hizo una vez una mudanza en Alcalá de Henares o cuando abandonó La Sorbonne y se quedó tan desolado que decidió no hacer más mudanzas.
También es cierto que mientras estoy metiendo los libros en sus cajas miro las paredes que fueron mi casa (no mi casa, jamás lo fue, más bien la casa que me albergaba) y siento al mismo tiempo cierta nostalgia y una gran liberación. Hubiera deseado haber hecho la mudanza de un sola vez. No ha podido ser.
Hoy he comenzado mi mudanza y no estoy en tiempos de desolación, más bien estoy en un tiempo tormentoso, de finales de verano en Levante.
El problema no es la desolación sino la mudanza, es la mudanza en sí lo que desuela y desuela no tanto por el cambio sino por el peso, por el esfuerzo físico, lo cual me lleva a pensar que quizá San Ignacio hizo una vez una mudanza en Alcalá de Henares o cuando abandonó La Sorbonne y se quedó tan desolado que decidió no hacer más mudanzas.
También es cierto que mientras estoy metiendo los libros en sus cajas miro las paredes que fueron mi casa (no mi casa, jamás lo fue, más bien la casa que me albergaba) y siento al mismo tiempo cierta nostalgia y una gran liberación. Hubiera deseado haber hecho la mudanza de un sola vez. No ha podido ser.
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Composición
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/09/2009 a las 11:11 | {0}