Sor Juana Inés de la Cruz
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.
Hace dos días volví a ver Der Untergang (El Hundimiento). Hoy he visto Das weisse Band (La cinta blanca). De la primera siempre me ha causado malestar esa mirada compasiva con que la cámara recorre el búnker de la Cancillería del Reichstag. Porque en la derrota siempre hay compasión. La interpretación de Bruno Ganz. Aires de Leni Reinfenstahl en las tomas picadas de las columnatas. No acabo de sentir el miedo y el desprecio que mi juicio moral sobre la vida y las personas exige. Humanizar al asesino de masas sí resta fuerza al símbolo. Porque Adolf Hitler no es un hombre. Es el símbolo de lo peor del hombre. Me importa una mierda que tuviera parkinson y sintiera vergüenza de esa debilidad y lo ocultara. Su humanidad no añade nada a su perversidad. Se da por descontada (literalmente).
Das weisse Band es una alegoría. Es un cuento terrible. La aparente ausencia del mal es el germen de todo mal. El mal que se reprime es un mal que se agranda. La moral represora es el mal por excelencia. Das weisse Band cuenta la infancia de los futuros asesinos de masas. Hay unos silencios tan largos. Hay unas oscuridades tan impenetrables. Una pequeña luz se ve siempre rodeada de sombras abismales. La luz del día quema. La noche ciega. En esos claroscuros se ventila en elipsis la barbarie. En perfecto orden.
Das weisse Band es una alegoría. Es un cuento terrible. La aparente ausencia del mal es el germen de todo mal. El mal que se reprime es un mal que se agranda. La moral represora es el mal por excelencia. Das weisse Band cuenta la infancia de los futuros asesinos de masas. Hay unos silencios tan largos. Hay unas oscuridades tan impenetrables. Una pequeña luz se ve siempre rodeada de sombras abismales. La luz del día quema. La noche ciega. En esos claroscuros se ventila en elipsis la barbarie. En perfecto orden.
Autorretrato
Estoy sudando. No hace calor. La noche habrá sido espesa como un remordimiento. Preveo y no es bueno. Anhelo y tampoco lo es. Ya sé que no debo juzgar (no sé por qué lo sé, estoy en uno de esos momentos en los que la rebeldía contra lo correcto me empuja a desbocarme y lanzar ideas vanas o ideas bárbaras. No sé). Últimamente me debato. Últimamente me equivoco (no es ninguna novedad) en mis evocaciones, en mis formas de expresión. Camus se empeñó en hacer claro su lenguaje por lo confuso que era el lenguaje en sí. El lenguaje de los hombres. Es cierto que a Camus nadie le discute hoy. Como dice Fernando Savater quizás esa sea su mayor derrota.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
La primera vez que ocurrió tenía seis años. Caminaba con mi tata y mis hermanos por una calle céntrica de la ciudad de L.. Volvíamos de jugar en la plaza M. S. que en aquel tiempo aún era de arena (hoy es un lugar de tránsito de vehículos). Sería finales de primavera y recuerdo que justo antes de verlo me había sentido aislado, no sé expresarlo mejor, usted me disculpará, mi especialidad no es el lenguaje y menos aún la retórica. Como le decía me sentí aislado como si de repente un burbuja de soledad me hubiera separado de todo, de la compañía de mis hermanos, de la mano que mi tata me cogía, del sabor de la tableta de chocolate que me estaba comiendo. Fue en ese instante, justo en ese instante, cuando vi a través de los cristales de una ventana la figura blanca de un hombre calvo que me miraba sin tener ojos en la cara. Recuerdo que sentí un escalofrío y esa reacción del cuerpo me volvió al mundo, si lo puedo decir así, sentí de nuevo la mano de mi tata, escuché la voz de mi hermano que le decía algo a mi hermana y el murmullo de la calle asomó de nuevo a mis oídos. Yo no me atreví a girarme para ver si en aquella ventana seguía la figura blanca observándome. En realidad no lo necesitaba porque sentía sus no-ojos clavados en mi espalda. Es la primera experiencia de terror que recuerdo haber tenido.
Le dijeron que fumar era bueno
Le dijeron que huía del dolor y que no sabía esperar. Le dijeron que idealizaba y no debía hacerlo. Le hablaron de su madre y de su padre para hablarle de él hoy. Le dijeron que somos actores que representan un personaje pero que el personaje no es el actor. Le dijeron que la vida es tocar el violín pero, evidentemente, para que suene bien (?) hay que aprender a tocarlo. Le dijeron que con las mujeres tenía una relación de exigencia, de que le cuidaran, de que le ofrecieran. Le dijeron que el miedo anidaba bajo su aparente fortaleza. Le dijeron que su mente concreta era prodigiosa. Le dijeron que ahora debía aprender la Mente Superior. Le aconsejaron meditar y tomar un fármaco homeopático. Le aseguraron que valoraba en exceso la amistad. Le dijeron que la deconstrucción era el primer paso. Le dijeron que había de atravesar solo el desierto y que tan sólo en él se encuentran los oasis. Y mientras todo esto le decían un pensamiento ajeno le acuciaba sonriendo tras una de sus meninges: La vida es un cuento lleno de ruido y furia contado por un idiota que no significa absolutamente nada. Y así entre el sentido y el sin-sentido divagaba y quería llegar muy alto y quedarse dormido y abrazarse a la mujer que creía amar y contarle todo al amigo y refugiarse en el regazo de su madre y tener miedo por el cielo y sus habitantes y acoger en su experiencia a su hijo y acariciar con ternura a su perro y apiadarse de los que verdaderamente sufren (?) por mucho que el sufrir sea tan sólo una opinión sobre el dolor. Le dijeron que en una fecha no muy lejana todo se arreglaría y subió la cuesta que le llevaba al metro y llegó al lugar donde vivía y contó el dinero que le quedaba.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/01/2010 a las 12:49 | {0}