Cuando escribo adiós o último ya en ese momento en el que las letras empiezan a dibujarse en mi caligrafía, siento tristeza y miedo. Decir adiós a quien quieres decírselo aunque en ese momento en que lo haces creas que es lo correcto y que nada en este mundo podrá alterar semejante decisión terrible; decir adiós a quien quieres y a quien no puedes querer (o dices adiós porque esa persona te ha hecho daño o tú sientes que te ha hecho daño ¿Qué es el daño? ¿Cómo nadie te va a poder hacer daño?). Adiós escribes y justo cuando envías el adiós estás ya diciendo Hola, he vuelto, Nunca me fui. Nunca me quise ir. Lo escribiste. Esa persona ya lo está leyendo y entonces sientes que ya nada está en tus manos. Decir adiós con groserías. Decir adiós con violencia. Decir adiós con la vehemencia del que sólo sabe que está diciendo un adiós lleno de heridas.
Cuando escribo último tiemblo y la noche cae sobre mis huesos y siento que cierro las puertas que estaban abiertas de par en par. Pocas puertas hay abiertas para mí. No tengo la capacidad de abrirlas. Más bien soy huraño y tímido. No cuando escribo. Cuando escribo puedo escribir Último y llevar, como un chulo, lo último hasta el final. Cuando escribo último estoy abriendo la fosa para un muerto (o peor estoy abriendo la fosa para alguien que está vivo y voy a enterrarlo vivo y voy a escuchar por siempre sus últimos estertores bajo una tierra que no le correspondía, una tierra que yo le eché encima). Tras escribir último y enviarlo lloro como si estuviera en el funeral sin gracia de un muerto a destiempo.
El domingo ha sido claro, muy luminoso. Olía el aire a una hora más. Las gentes por las calles mostraban por primera vez sus brazos después de tanto tiempo ocultos bajo los abrigos, protegidos del frío y la lluvia y el viento y la inclemencia. Los niños, primaverales, corrían por las plazas y los parques y las madres mostraban sin recato sus cuerpos maternales; iban de la mano las parejas; los ancianos echaban renuevos por sus cabellos; hombres maduros como yo caminaban por una calle estrecha, pegados a las fachadas de las viejas casas, asustados de su violencia, ésa que vive bajo su piel suave tan sólo por las cremas. Hombres-lobo con piel de hombres-cordero.
Ahora suenan los tambores de la Semana Santa bajo la ventana de mi casa. Los nazarenos con sus capirotes y sus hábitos negros pasean al Cristo crucificado por las calles ¡Qué tétrica es la muerte de los Dioses! El redoble de la muerte y los aplausos de la multitud me llevan, de nuevo, a las palabras Adiós o Último.
Quisiera abrazarte a tí y que sintieras lo mucho que quiero recibirte. Quisiera llegar corriendo hasta el lugar donde te enterré y arrancarme las uñas hasta desenterrarte y decirte, Hola o Todavía.
Cuando escribo último tiemblo y la noche cae sobre mis huesos y siento que cierro las puertas que estaban abiertas de par en par. Pocas puertas hay abiertas para mí. No tengo la capacidad de abrirlas. Más bien soy huraño y tímido. No cuando escribo. Cuando escribo puedo escribir Último y llevar, como un chulo, lo último hasta el final. Cuando escribo último estoy abriendo la fosa para un muerto (o peor estoy abriendo la fosa para alguien que está vivo y voy a enterrarlo vivo y voy a escuchar por siempre sus últimos estertores bajo una tierra que no le correspondía, una tierra que yo le eché encima). Tras escribir último y enviarlo lloro como si estuviera en el funeral sin gracia de un muerto a destiempo.
El domingo ha sido claro, muy luminoso. Olía el aire a una hora más. Las gentes por las calles mostraban por primera vez sus brazos después de tanto tiempo ocultos bajo los abrigos, protegidos del frío y la lluvia y el viento y la inclemencia. Los niños, primaverales, corrían por las plazas y los parques y las madres mostraban sin recato sus cuerpos maternales; iban de la mano las parejas; los ancianos echaban renuevos por sus cabellos; hombres maduros como yo caminaban por una calle estrecha, pegados a las fachadas de las viejas casas, asustados de su violencia, ésa que vive bajo su piel suave tan sólo por las cremas. Hombres-lobo con piel de hombres-cordero.
Ahora suenan los tambores de la Semana Santa bajo la ventana de mi casa. Los nazarenos con sus capirotes y sus hábitos negros pasean al Cristo crucificado por las calles ¡Qué tétrica es la muerte de los Dioses! El redoble de la muerte y los aplausos de la multitud me llevan, de nuevo, a las palabras Adiós o Último.
Quisiera abrazarte a tí y que sintieras lo mucho que quiero recibirte. Quisiera llegar corriendo hasta el lugar donde te enterré y arrancarme las uñas hasta desenterrarte y decirte, Hola o Todavía.
La noche ha sido incómoda. No reniego del dolor, creo que es una forma excelente de avisar que algo no anda bien. Existen además dolores que tienen algo de cósmico como cuando la atmósfera se carga de electricidad y las articulaciones de un cuerpo pequeño, de un cuerpo que camina por una ciudad mediana del mundo, de un cuerpo que mira el cielo como si fuera un pozo invertido (lo digo porque la traducción literal de patio interior en chino sería Pozo del Cielo), lo acusa y surgen en sus articulaciones dolores intensos y aunque el cielo se muestre despejado, ese cuerpo sabe, ese cuerpo anticipa, la tormenta que vendrá. Y, en efecto, la tormenta llega y el dolor se junta a ella y son Uno en un mismo universo interconectado. Los dolores articulares de mi cuerpo son la prueba más evidente de que mi mente es el universo y el universo es mi mente (es ésta una frase de un filósofo chino del siglo IX d.C. del cual no recuerdo su nombre. Ahora no escribo desde mi habitación y no puedo consultar el nombre exacto. Cuando llegue por la tarde lo pondré).
La noche, decía, ha sido incómoda. Me dolía la cadera izquierda. Me revolvía en la cama. Escuchaba el sonido del mundo por si los truenos golpeaban en mí. Miraba la oscura luz que entraba por la ventana por si un relámpago advertía de la llegada de una nueva tromba. No ha sido así. El dolor continúa. El mundo está inestable. La atmósfera cargada de electricidad. Me he tomado un analgésico. Sueño con nadar. Este último año apenas he podido. Y cuando eso ocurre la enfermedad gana terreno y avisa a las tormentas para que me prevengan de que si no nado la electricidad del universo se adueñará, una vez más, de mi dolor.
La noche, decía, ha sido incómoda. Me dolía la cadera izquierda. Me revolvía en la cama. Escuchaba el sonido del mundo por si los truenos golpeaban en mí. Miraba la oscura luz que entraba por la ventana por si un relámpago advertía de la llegada de una nueva tromba. No ha sido así. El dolor continúa. El mundo está inestable. La atmósfera cargada de electricidad. Me he tomado un analgésico. Sueño con nadar. Este último año apenas he podido. Y cuando eso ocurre la enfermedad gana terreno y avisa a las tormentas para que me prevengan de que si no nado la electricidad del universo se adueñará, una vez más, de mi dolor.
Antonio Machado
Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.
Aún no estaba contenta. No sabía cómo desligarse, cómo succionar la historia hasta quedar, ella misma, amnésica porque en el fondo quería más ignorancia que olvido; quería que se secara como se seca una poza surgida tras una tormenta de verano y que a nadie le importa. Lo miraba con desdén, lo miraba con ganas de tirarlo por la ventana. Sólo le detenía el hecho de que le cayera a alguien encima y acabara en la cárcel.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.
Postales del Abuelo Ángel. El reverso superior corresponde al recado superior derecha; debajo de éste el recado superior izquierda; al lado de éste el recado inferior derecha y el último el recado inferior izquierda.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/03/2010 a las 20:35 | {0}