Extracto de la novela Los hermanos Karamázov de F.M. Dostoyevski
Traducción del ruso Augusto Vidal.
Ivan Karamázov:
Verás, soy un aficionado a hacer colección de ciertos hechos, y ¿lo creerás? anoto y recojo de periódicos y relatos, de donde se tercia, cierta clase de anécdotas; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente, figuran en ella, pero se trata de extranjeros. He cogido también cositas del país, que son hasta mejores que las turcas ¿Sabes?, entre nosotros son los golpes los que se llevan la palma, abundan más el vergajo y el látigo; esto es lo nacional; entre nosotros, clavetear las orejas es inconcebible; a pesar de todo, somos europeos; pero el vergajo, el látigo, son algo muy nuestro y no hay quien nos lo quite. En el extranjero, según parece, ahora ya no se pega. Será que las costumbres se han dulcificado o bien se habrán dictado leyes en virtud de las cuales el hombre, al parecer, no se atreve ya a pegar al hombre; en cambio se ha buscado una compensación también puramente nacional, como tenemos nosotros, tan nacional que parece imposible en nuestro país; si bien también aquí, si no me equivoco, va abriéndose camino, sobre todo desde que se ha producido un movimiento religioso en nuestra alta sociedad. Tengo un notable folleto, traducido del francés, en el que se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, unos cinco años a lo sumo, ejecutaron a un criminal y asesino, un tal Richard, joven de veintitrés años, si no recuerdo mal, arrepentido y convertido a la religión cristiana antes de subir al cadalso. Richard era un hijo ilegítimo al que, siendo pequeño, de unos seis años de edad, sus padres regalaron a unos pastores suizos de montaña, quienes le criaron para hacerle trabajar. Creció entre ellos como un animalillo salvaje; los pastores no le enseñaron nada; al contrario, cuando tuvo siete años le mandaron ya a cuidar ganado, tanto si el tiempo era lluvioso como si hacía frío, casi sin vestirle ni alimentarle. Al tratarle de esta manera, ninguno de ellos se paraba a reflexionar ni tenían remordimientos; al contrario, se creían que obraban en su pleno derecho, pues Richard les había sido regalado como una cosa, y ni siquiera creían necesario darle de comer. Richard mismo contó que durante aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, sentía enormes deseos de comer aunque fuera bazofia de la que daban a los cerdos que engordaban para la venta; pero ni eso le daban y le pegaban cuando él lo robaba. Así pasó toda su infancia y su juventud, hasta que creció y, sintiéndose fuerte, se dedicó a robar. El salvaje trabajó de jornalero en Ginebra para ganar dinero; se bebía lo ganado, vivía como un monstruo y acabó asesinando a viejo para robarle. Le prendieron, le juzgaron y le condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Pues bien, en la cárcel, inmediatamente le rodearon predicadores y miembros de diferentes hermandades cristianas, damas que practican la beneficencia, etcétera. En la cárcel le enseñaron a leer y a escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, le sermonearon, le exhortaron, le presionaron, le instaron, le agobiaron, y he aquí que un buen día Richard confesó, al fin, solemnemente, su crimen. Se convirtió, escribió de su puño y letra al tribunal reconociendo que era un monstruo y que al fin el Señor se había dignado iluminarle y enviarle la gracia celestial. Se emocionó Ginebra entera […]. Llega el último día, Richard, casi sin fuerzas, llora y a cada momento repite: “Éste es el mejor de mis días ¡voy a reunirme con el Señor!”. “Sí (gritan los pastores, los jueces y las damas de beneficencia) éste es el día más feliz de tu vida” […]. Cubierto de besos por todos ellos, arrastraron al hermano Richard al cadalso, le colocaron en la guillotina y le hicieron saltar la cabeza, como buenos hermanos, por haber venido a él la gracia del Señor. […] En nuestro país es posible azotar a las personas. Y he aquí que un señor inteligente y culto, y su dama, azotan con un vergajo a su propia hija, una niña de siete años; lo tengo escrito con todo detalle. El papaíto se alegra de que la verga tenga nudos, “dolerá más”, dice, y comienza a “tundir” a su propia hija. Hay personas, me consta, que se excitan a medida que pegan, cada nuevo golpe les hace sentir una sensación de voluptuosidad, de auténtica voluptuosidad, en progresión creciente. Azotan un minuto; azotan, al fin, cinco minutos, azotan durante diez minutos, siguen azotando más, más rápido, con más fuerza. La niña grita, la niña al fin no puede gritar, se ahoga: “¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!”. Por un azar diabólico e indecoroso, el asunto llega hasta los tribunales. Se “alquila” un abogado […] Los jurados, convencidos, se retiran a deliberar y dictan una sentencia absolutoria. El público llora de felicidad porque han absuelto al verdugo… Estas estampas son una joya. Pero acerca de los niños, tengo aún otras mejores; he recogido muchas cosas, Aliosha, muchas, sobre los niños rusos.
Verás, soy un aficionado a hacer colección de ciertos hechos, y ¿lo creerás? anoto y recojo de periódicos y relatos, de donde se tercia, cierta clase de anécdotas; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente, figuran en ella, pero se trata de extranjeros. He cogido también cositas del país, que son hasta mejores que las turcas ¿Sabes?, entre nosotros son los golpes los que se llevan la palma, abundan más el vergajo y el látigo; esto es lo nacional; entre nosotros, clavetear las orejas es inconcebible; a pesar de todo, somos europeos; pero el vergajo, el látigo, son algo muy nuestro y no hay quien nos lo quite. En el extranjero, según parece, ahora ya no se pega. Será que las costumbres se han dulcificado o bien se habrán dictado leyes en virtud de las cuales el hombre, al parecer, no se atreve ya a pegar al hombre; en cambio se ha buscado una compensación también puramente nacional, como tenemos nosotros, tan nacional que parece imposible en nuestro país; si bien también aquí, si no me equivoco, va abriéndose camino, sobre todo desde que se ha producido un movimiento religioso en nuestra alta sociedad. Tengo un notable folleto, traducido del francés, en el que se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, unos cinco años a lo sumo, ejecutaron a un criminal y asesino, un tal Richard, joven de veintitrés años, si no recuerdo mal, arrepentido y convertido a la religión cristiana antes de subir al cadalso. Richard era un hijo ilegítimo al que, siendo pequeño, de unos seis años de edad, sus padres regalaron a unos pastores suizos de montaña, quienes le criaron para hacerle trabajar. Creció entre ellos como un animalillo salvaje; los pastores no le enseñaron nada; al contrario, cuando tuvo siete años le mandaron ya a cuidar ganado, tanto si el tiempo era lluvioso como si hacía frío, casi sin vestirle ni alimentarle. Al tratarle de esta manera, ninguno de ellos se paraba a reflexionar ni tenían remordimientos; al contrario, se creían que obraban en su pleno derecho, pues Richard les había sido regalado como una cosa, y ni siquiera creían necesario darle de comer. Richard mismo contó que durante aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, sentía enormes deseos de comer aunque fuera bazofia de la que daban a los cerdos que engordaban para la venta; pero ni eso le daban y le pegaban cuando él lo robaba. Así pasó toda su infancia y su juventud, hasta que creció y, sintiéndose fuerte, se dedicó a robar. El salvaje trabajó de jornalero en Ginebra para ganar dinero; se bebía lo ganado, vivía como un monstruo y acabó asesinando a viejo para robarle. Le prendieron, le juzgaron y le condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Pues bien, en la cárcel, inmediatamente le rodearon predicadores y miembros de diferentes hermandades cristianas, damas que practican la beneficencia, etcétera. En la cárcel le enseñaron a leer y a escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, le sermonearon, le exhortaron, le presionaron, le instaron, le agobiaron, y he aquí que un buen día Richard confesó, al fin, solemnemente, su crimen. Se convirtió, escribió de su puño y letra al tribunal reconociendo que era un monstruo y que al fin el Señor se había dignado iluminarle y enviarle la gracia celestial. Se emocionó Ginebra entera […]. Llega el último día, Richard, casi sin fuerzas, llora y a cada momento repite: “Éste es el mejor de mis días ¡voy a reunirme con el Señor!”. “Sí (gritan los pastores, los jueces y las damas de beneficencia) éste es el día más feliz de tu vida” […]. Cubierto de besos por todos ellos, arrastraron al hermano Richard al cadalso, le colocaron en la guillotina y le hicieron saltar la cabeza, como buenos hermanos, por haber venido a él la gracia del Señor. […] En nuestro país es posible azotar a las personas. Y he aquí que un señor inteligente y culto, y su dama, azotan con un vergajo a su propia hija, una niña de siete años; lo tengo escrito con todo detalle. El papaíto se alegra de que la verga tenga nudos, “dolerá más”, dice, y comienza a “tundir” a su propia hija. Hay personas, me consta, que se excitan a medida que pegan, cada nuevo golpe les hace sentir una sensación de voluptuosidad, de auténtica voluptuosidad, en progresión creciente. Azotan un minuto; azotan, al fin, cinco minutos, azotan durante diez minutos, siguen azotando más, más rápido, con más fuerza. La niña grita, la niña al fin no puede gritar, se ahoga: “¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!”. Por un azar diabólico e indecoroso, el asunto llega hasta los tribunales. Se “alquila” un abogado […] Los jurados, convencidos, se retiran a deliberar y dictan una sentencia absolutoria. El público llora de felicidad porque han absuelto al verdugo… Estas estampas son una joya. Pero acerca de los niños, tengo aún otras mejores; he recogido muchas cosas, Aliosha, muchas, sobre los niños rusos.
Extracto de la novela Los hermanos Karamázov de F.M. Dostoyevski
Traducción del ruso Augusto Vidal.
Tras una larga serie de de sucesos donde los más puramente terrenal y lo divino se entremezclan, Aliosha e Iván Karamázov comen en una taberna.
Los días anteriores han sido muy frenéticos y en ese frenesí que Dostoyevski califica de desgarramientos, hemos conocido a la familia Karamázov, a sus criados; a las amadas por estos hombres; hemos conocido la inclinación ascética de Aliosha, el pequeño de los hermanos, que vive en el monasterio de la ciudad y que es el favorito de starets (una especie de santón) Zosima, el cual está punto de morir; hemos asistido a la paliza que el hijo mayor, Dmitri, ha propinado a su padre por una cuestión de faldas delante de sus hermanos; hemos asistido a los ataques de histeria de Katherina Ivánovna, prometida de Dmitri a la cual Dmitri rechaza pues se ha enamorado de una meretriz (la cual a su vez se acuesta con el padre, un lujurioso de tomo y lomo y bufón además y borracho), a quien pretende Ivan hasta que decide irse a Moscú y abandonar sus pretensiones. Todo contado con una gran pasión, arrebatadamente, histéricamente incluso.
Bien, volvamos a la taberna. Tras responder Iván a la pregunta que a Aliosha le interesa -si su hermano cree en Dios- Iván responde de forma extensa y magnífica.
Esta es parte de su argumentación: Él admite la existencia de Dios (a priori)
Iván Karamázov:
[...] Deseaba hablar del sufrimiento de la humanidad en general, pero mejor será que nos detengamos en los sufrimientos de los niños. Así se reduce en unas diez veces el alcance de mi argumentación, pero será mejor que me refiera sólo a los niños. Resultará, desde luego, menos favorable para mí. Pero, en primer lugar, a los niños se los puede amar incluso de cerca, incluso sucios, hasta feos (a mí me parece, sin embargo, que los niños nunca son feos). En segundo lugar no quiero hablar de los adultos porque, a parte de ser repugnantes y no merecer amor, tienen además con qué desquitarse: han comido de la manzana y han entrado en conocimiento del bien y del mal, y se han hecho "semejantes a Dios". Y siguen comiéndola. En cambio, los niños no han comido nada y no son culpables de nada ¿Te gustan los niños, Aliosha? Sé que te gustan, y comprenderás por qué ahora sólo quiero hablar de ellos. Si también sufren horrorosamente en la tierra se debe, claro está, a sus padres: son castigados por sus padres, que se han comido la manzana; ahora bien, éste es un razonamiento del otro mundo; al corazón del hombre, aquí en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debe sufrir por otro ¡y menos semejante inocente (se refiere a Cristo)! Asómbrate de mí, Aliosha; también yo quiero con todo el alma a las criaturitas [...] no hace mucho me contaba un búlgaro en Moscú cómo los turcos y los circasianos están cometiendo atrocidades por todo el país, por toda Bulgaria, temiendo un alzamiento en masa de los eslavos; es decir, incendian, matan, violan a mujeres y niñas, clavan a los detenidos a las vallas, metiéndoles los clavos por las orejas, y allí los dejan hasta la mañana siguiente y luego los ahorcan, etcétera; es inimaginable todo lo que pueden llegan a hacer. Se habla a veces de la "fiera" crueldad del hombre, pero esto es terriblemente injusto y ofensivo para las fieras: una fiera no puede ser nunca tan cruel como el hombre, tan artística y refinadamente cruel. El tigre despedaza y devora, otra cosa no sabe hacer. A él ni se le ocurriría clavar a los hombres por las orejas con clavos y dejarlos así toda la noche, no se le ocurriría aunque fuera capaz de hacerlo. Los turcos, en cambio, han torturado sádicamente hasta a los niños, empezando con arrancarlos de las entrañas de la madre con un puñal, hasta arrojar a los niños de pecho para ensartarlos al caer con la punta de la bayoneta en presencia de las madres. El hacerlo a la vista de las madres era lo que constituía el principal placer. Te voy a contar una escena que me ha impresionado en gran manera. Imagínate la situación: un crío de pecho en brazos de su madre temblorosa; en torno, unos turcos que acaban de llegar. Los turcos idean un juego divertido: acarician al pequeño, se ríen, para hacerle reír, y lo logran; el pequeño ríe. En ese instante, un turco le apunta con la pistola, a cuatro pulgadas de su carita. El pequeño se ríe alegremente, alarga sus manitas para coger el revólver y, de pronto, el artista aprieta el gatillo apuntándole a la cara y le despedaza la cabecita... Está hecho con arte, ¿no es cierto?
- Hermano, ¿a qué viene todo esto? -preguntó Aliosha
Los días anteriores han sido muy frenéticos y en ese frenesí que Dostoyevski califica de desgarramientos, hemos conocido a la familia Karamázov, a sus criados; a las amadas por estos hombres; hemos conocido la inclinación ascética de Aliosha, el pequeño de los hermanos, que vive en el monasterio de la ciudad y que es el favorito de starets (una especie de santón) Zosima, el cual está punto de morir; hemos asistido a la paliza que el hijo mayor, Dmitri, ha propinado a su padre por una cuestión de faldas delante de sus hermanos; hemos asistido a los ataques de histeria de Katherina Ivánovna, prometida de Dmitri a la cual Dmitri rechaza pues se ha enamorado de una meretriz (la cual a su vez se acuesta con el padre, un lujurioso de tomo y lomo y bufón además y borracho), a quien pretende Ivan hasta que decide irse a Moscú y abandonar sus pretensiones. Todo contado con una gran pasión, arrebatadamente, histéricamente incluso.
Bien, volvamos a la taberna. Tras responder Iván a la pregunta que a Aliosha le interesa -si su hermano cree en Dios- Iván responde de forma extensa y magnífica.
Esta es parte de su argumentación: Él admite la existencia de Dios (a priori)
Iván Karamázov:
[...] Deseaba hablar del sufrimiento de la humanidad en general, pero mejor será que nos detengamos en los sufrimientos de los niños. Así se reduce en unas diez veces el alcance de mi argumentación, pero será mejor que me refiera sólo a los niños. Resultará, desde luego, menos favorable para mí. Pero, en primer lugar, a los niños se los puede amar incluso de cerca, incluso sucios, hasta feos (a mí me parece, sin embargo, que los niños nunca son feos). En segundo lugar no quiero hablar de los adultos porque, a parte de ser repugnantes y no merecer amor, tienen además con qué desquitarse: han comido de la manzana y han entrado en conocimiento del bien y del mal, y se han hecho "semejantes a Dios". Y siguen comiéndola. En cambio, los niños no han comido nada y no son culpables de nada ¿Te gustan los niños, Aliosha? Sé que te gustan, y comprenderás por qué ahora sólo quiero hablar de ellos. Si también sufren horrorosamente en la tierra se debe, claro está, a sus padres: son castigados por sus padres, que se han comido la manzana; ahora bien, éste es un razonamiento del otro mundo; al corazón del hombre, aquí en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debe sufrir por otro ¡y menos semejante inocente (se refiere a Cristo)! Asómbrate de mí, Aliosha; también yo quiero con todo el alma a las criaturitas [...] no hace mucho me contaba un búlgaro en Moscú cómo los turcos y los circasianos están cometiendo atrocidades por todo el país, por toda Bulgaria, temiendo un alzamiento en masa de los eslavos; es decir, incendian, matan, violan a mujeres y niñas, clavan a los detenidos a las vallas, metiéndoles los clavos por las orejas, y allí los dejan hasta la mañana siguiente y luego los ahorcan, etcétera; es inimaginable todo lo que pueden llegan a hacer. Se habla a veces de la "fiera" crueldad del hombre, pero esto es terriblemente injusto y ofensivo para las fieras: una fiera no puede ser nunca tan cruel como el hombre, tan artística y refinadamente cruel. El tigre despedaza y devora, otra cosa no sabe hacer. A él ni se le ocurriría clavar a los hombres por las orejas con clavos y dejarlos así toda la noche, no se le ocurriría aunque fuera capaz de hacerlo. Los turcos, en cambio, han torturado sádicamente hasta a los niños, empezando con arrancarlos de las entrañas de la madre con un puñal, hasta arrojar a los niños de pecho para ensartarlos al caer con la punta de la bayoneta en presencia de las madres. El hacerlo a la vista de las madres era lo que constituía el principal placer. Te voy a contar una escena que me ha impresionado en gran manera. Imagínate la situación: un crío de pecho en brazos de su madre temblorosa; en torno, unos turcos que acaban de llegar. Los turcos idean un juego divertido: acarician al pequeño, se ríen, para hacerle reír, y lo logran; el pequeño ríe. En ese instante, un turco le apunta con la pistola, a cuatro pulgadas de su carita. El pequeño se ríe alegremente, alarga sus manitas para coger el revólver y, de pronto, el artista aprieta el gatillo apuntándole a la cara y le despedaza la cabecita... Está hecho con arte, ¿no es cierto?
- Hermano, ¿a qué viene todo esto? -preguntó Aliosha
No he venido al mundo a convencer a nadie
Algunos sí vienen con esa intención
No alcanzo a sentirme uno mismo
Ni sé qué es la Unidad
Ni lo que el Alma del Mundo es
Ni siento el Universo vacío y solos en él
Tampoco me importaría mucho
No me interesa en sí, como dolor, la soledad
Me gustan las discusiones metafísicas como juego de enredaderas que cubren la pared de hermosos arabescos (lo al fin y al cabo pared, no enredadera. La enredadera se sostiene porque tras ella hay pared)
No tengo un sentido trascendente de la muerte
Siento eróticamente la vida
La vida erótica. Una de las cuatro locuras posibles (según como siempre expresaban, en su afán calificador, los griegos).
La lucha me retrae.
No quiero vivir eternamente. No quiero saberlo todo. No quiero una verdad para toda la vida. Ni busco toda una vida para una verdad.
Me levanto por la mañana y eso es todo. Duermo en la noche y eso es todo. El regalo es una mirada. El regalo es un encuentro. El regalo es ser consciente.
Todo lo demás (que podemos abarcar con el pomposo nombre de metafísica) es un juego de trileros, es una fiesta apolínea, es una orgía eleusina, es una novena eterna, es un discurso del método, es una epistemología necesaria siempre para amarrar los machos al orden; todo lo demás son enseñanzas de salón o reunión arbitraria de cerebritos a la parrilla.
¡Qué importa el contacto con los marcianos!
¿Y qué si las estrellas nos muestran el orden?
¿Qué si la esencia de los ausentes se conforma en una bola azul o en un holograma?
¿Qué si es autosugestión o visita sideral?
Me gusta la visión de la montaña
La estrella fugaz que durante un milisegundo alimenta
Me gusta el cuerpo de la mujer.
Me siento como los antiguos
que tenían largas pesadillas y
llamaban a los adivinos para que los aliviaran.
Tiempo suficiente.
Algunos sí vienen con esa intención
No alcanzo a sentirme uno mismo
Ni sé qué es la Unidad
Ni lo que el Alma del Mundo es
Ni siento el Universo vacío y solos en él
Tampoco me importaría mucho
No me interesa en sí, como dolor, la soledad
Me gustan las discusiones metafísicas como juego de enredaderas que cubren la pared de hermosos arabescos (lo al fin y al cabo pared, no enredadera. La enredadera se sostiene porque tras ella hay pared)
No tengo un sentido trascendente de la muerte
Siento eróticamente la vida
La vida erótica. Una de las cuatro locuras posibles (según como siempre expresaban, en su afán calificador, los griegos).
La lucha me retrae.
No quiero vivir eternamente. No quiero saberlo todo. No quiero una verdad para toda la vida. Ni busco toda una vida para una verdad.
Me levanto por la mañana y eso es todo. Duermo en la noche y eso es todo. El regalo es una mirada. El regalo es un encuentro. El regalo es ser consciente.
Todo lo demás (que podemos abarcar con el pomposo nombre de metafísica) es un juego de trileros, es una fiesta apolínea, es una orgía eleusina, es una novena eterna, es un discurso del método, es una epistemología necesaria siempre para amarrar los machos al orden; todo lo demás son enseñanzas de salón o reunión arbitraria de cerebritos a la parrilla.
¡Qué importa el contacto con los marcianos!
¿Y qué si las estrellas nos muestran el orden?
¿Qué si la esencia de los ausentes se conforma en una bola azul o en un holograma?
¿Qué si es autosugestión o visita sideral?
Me gusta la visión de la montaña
La estrella fugaz que durante un milisegundo alimenta
Me gusta el cuerpo de la mujer.
Me siento como los antiguos
que tenían largas pesadillas y
llamaban a los adivinos para que los aliviaran.
Tiempo suficiente.
... y ocurre que pueda ser una simple sincronía. O va más lejos y por vericuetos extrasensoriales se llega a descubrimientos más o menos loables. Más o menos certeros. La verdad es la cuerda floja del espíritu. No así del alma cuya verdad estriba en la locura.
Leo las palabras de alguien y me agota la vacuidad de esas palabras. No por feas o por falsas. Si no por faltas de verdad. Es como si al leer, en ocasiones, se atisbara por el resquicio de una coma la ausencia de verdad.
Angels in America de Tony Kushner (qué gusto que se anteponga el autor al director de vez en cuando) dirigida por Mike Nichols e interpretada entre otros por Meryl Streep, Jeffrrey Wright, Marie Louise Parker o Al Pacino, tiene en su desmesura tanta verdad que es una fiesta para los sentidos. Esa lucha moderna entre lo científico y lo espiritual; entre lo aceptable y lo bochornoso; entre lo admisible y lo inadmisible en una sociedad podrida, en una civilización agotada.
Vivimos una civilización agotada.
Los años del SIDA (década de los ochenta del siglo pasado) es el paradigma que utiliza Kushner para su metáfora del mundo. Y su metáfora es bellísima, desgarradora, grotesca y sensual.
Un detalle que agranda para mí la serie es que no se ve a ningún personaje, a lo largo de las seis horas de duración, montado en un coche. Eso para una serie americana es una denuncia en sí. Y además tiene sentido en tanto en cuanto el mensaje del Ángel, Emma Thompson, es que la clave de la decadencia de la especia humana radica en que no deja de moverse. Sólo si se mantuviera quieta, Dios volvería y todo retornaría a su estúpida y aburrida Edad Dorada. El Profeta, Justin Kirk, se niega a anunciar la buena nueva (o la mala nueva) y sube hasta los cielos por una incandescente escalera de Jacob y entrega el libro que le había caído en suerte a unos ángeles que hacen guardia a la espera de que Dios vuelva. Antes de volver a bajar a la tierra y seguir viviendo con el SIDA -que en aquellos años, no se nos olvide, era sentencia de muerte- les espeta a los ángeles guardianes, Y si vuelve Dios denunciadlo por habernos abandonado y castigadlo como se merece.
Tan dislocada historia tiene un punto de verdad tan elevado que no puedo por menos que compararla con la ausencia de verdad del texto realista, que habla de cosas cotidianas y que sin embargo, insuflado de cierto aroma orientaloide, pierde su energía en aras de una creencia que en absoluto tiene pies ni cabeza.
Los ángeles existen como intuiciones que se pueden personificar, como sincronías de las que podemos ser capaces de darnos cuenta, como un aviso en el momento justo; los ángeles tienen el filo de sus alas de demonios; los ángeles son seres feéricos como lo somos nosotros, humanos, que podemos mirar de reojo el Otro Mundo y extraer de él un poco de cordura la cual en el vocabulario de los ángeles-demonios-hadas-duendes-dáimones, se llama locura. Locura para dejarnos de fórmulas manidas; locura para afrontar la vida con todo el terror que nos cause (y toda la alegría y todo el asombro) como lo vive Harper Pitt -el personaje maravillosamente interpretado por Marie Louise Parker- que entra en sus alucinaciones con la misma sonrisa triste con la que habita en eso que tantos y tantos se empeñan en llamar realidad.
- Déjese usted de recetas, señora, y póngase a cocinar.
Leo las palabras de alguien y me agota la vacuidad de esas palabras. No por feas o por falsas. Si no por faltas de verdad. Es como si al leer, en ocasiones, se atisbara por el resquicio de una coma la ausencia de verdad.
Angels in America de Tony Kushner (qué gusto que se anteponga el autor al director de vez en cuando) dirigida por Mike Nichols e interpretada entre otros por Meryl Streep, Jeffrrey Wright, Marie Louise Parker o Al Pacino, tiene en su desmesura tanta verdad que es una fiesta para los sentidos. Esa lucha moderna entre lo científico y lo espiritual; entre lo aceptable y lo bochornoso; entre lo admisible y lo inadmisible en una sociedad podrida, en una civilización agotada.
Vivimos una civilización agotada.
Los años del SIDA (década de los ochenta del siglo pasado) es el paradigma que utiliza Kushner para su metáfora del mundo. Y su metáfora es bellísima, desgarradora, grotesca y sensual.
Un detalle que agranda para mí la serie es que no se ve a ningún personaje, a lo largo de las seis horas de duración, montado en un coche. Eso para una serie americana es una denuncia en sí. Y además tiene sentido en tanto en cuanto el mensaje del Ángel, Emma Thompson, es que la clave de la decadencia de la especia humana radica en que no deja de moverse. Sólo si se mantuviera quieta, Dios volvería y todo retornaría a su estúpida y aburrida Edad Dorada. El Profeta, Justin Kirk, se niega a anunciar la buena nueva (o la mala nueva) y sube hasta los cielos por una incandescente escalera de Jacob y entrega el libro que le había caído en suerte a unos ángeles que hacen guardia a la espera de que Dios vuelva. Antes de volver a bajar a la tierra y seguir viviendo con el SIDA -que en aquellos años, no se nos olvide, era sentencia de muerte- les espeta a los ángeles guardianes, Y si vuelve Dios denunciadlo por habernos abandonado y castigadlo como se merece.
Tan dislocada historia tiene un punto de verdad tan elevado que no puedo por menos que compararla con la ausencia de verdad del texto realista, que habla de cosas cotidianas y que sin embargo, insuflado de cierto aroma orientaloide, pierde su energía en aras de una creencia que en absoluto tiene pies ni cabeza.
Los ángeles existen como intuiciones que se pueden personificar, como sincronías de las que podemos ser capaces de darnos cuenta, como un aviso en el momento justo; los ángeles tienen el filo de sus alas de demonios; los ángeles son seres feéricos como lo somos nosotros, humanos, que podemos mirar de reojo el Otro Mundo y extraer de él un poco de cordura la cual en el vocabulario de los ángeles-demonios-hadas-duendes-dáimones, se llama locura. Locura para dejarnos de fórmulas manidas; locura para afrontar la vida con todo el terror que nos cause (y toda la alegría y todo el asombro) como lo vive Harper Pitt -el personaje maravillosamente interpretado por Marie Louise Parker- que entra en sus alucinaciones con la misma sonrisa triste con la que habita en eso que tantos y tantos se empeñan en llamar realidad.
- Déjese usted de recetas, señora, y póngase a cocinar.
Friedrich Leopold von Hardenberg. Pseudónimo: Novalis
Sólo unos cuantos
gozan del misterio del amor,
y desconocen la insatisfacción
y no sufren la eterna sed.
El significado divino de la Cena
es un enigma para el entendimiento humano;
pero quien sólo una vez,
en los ardientes y amados labios
haya aspirado el aliento de la vida,
quien haya sentido fundir su corazón
con el escalofrío de las ondas
de la divina llama,
quien, con los ojos abiertos,
haya medido el abismo
insondable del cielo,
ése comerá de su cuerpo
y beberá de su sangre
para la eternidad.
¿Quién ha descifrado
el sublime significado
del cuerpo terrenal?
¿Quién puede asegurar
que ha comprendido la sangre?
Un día todo será cuerpo,
un único cuerpo,
y en la sangre celestial
se bañará la feliz pareja.
¡Oh!, ¿acaso no se tiñe de rojo
el inmenso océano?
¿no es ya la roca que emerge
pura carne perfumada?
Es interminable el delicioso banquete,
el amor no se sacia jamás,
y nunca se acaba de poseer al ser amado,
nunca el abrazo es suficiente.
Los labios se tornan más delicados,
el alimento se transforma de nuevo
y se vuelve más profundo, más íntimo, más cercano.
El alma se estremece y tiembla
con mayor voluptuosidad,
el corazón tiene siempre hambre y sed,
y así, para la eternidad,
el amor y la voluptuosidad se perpetúan.
Si los que ayunan
lo hubiesen saboreado sólo una vez
lo abandonarían todo
para venir a sentarse con nosotros
a la mesa servida y nunca vacía
del ferviente deseo.
Y de ese modo reconocerían
la inagotable plenitud del amor,
y celebrarían la consumación
del cuerpo y la sangre.
Traducción, Rodolfo Häsler
gozan del misterio del amor,
y desconocen la insatisfacción
y no sufren la eterna sed.
El significado divino de la Cena
es un enigma para el entendimiento humano;
pero quien sólo una vez,
en los ardientes y amados labios
haya aspirado el aliento de la vida,
quien haya sentido fundir su corazón
con el escalofrío de las ondas
de la divina llama,
quien, con los ojos abiertos,
haya medido el abismo
insondable del cielo,
ése comerá de su cuerpo
y beberá de su sangre
para la eternidad.
¿Quién ha descifrado
el sublime significado
del cuerpo terrenal?
¿Quién puede asegurar
que ha comprendido la sangre?
Un día todo será cuerpo,
un único cuerpo,
y en la sangre celestial
se bañará la feliz pareja.
¡Oh!, ¿acaso no se tiñe de rojo
el inmenso océano?
¿no es ya la roca que emerge
pura carne perfumada?
Es interminable el delicioso banquete,
el amor no se sacia jamás,
y nunca se acaba de poseer al ser amado,
nunca el abrazo es suficiente.
Los labios se tornan más delicados,
el alimento se transforma de nuevo
y se vuelve más profundo, más íntimo, más cercano.
El alma se estremece y tiembla
con mayor voluptuosidad,
el corazón tiene siempre hambre y sed,
y así, para la eternidad,
el amor y la voluptuosidad se perpetúan.
Si los que ayunan
lo hubiesen saboreado sólo una vez
lo abandonarían todo
para venir a sentarse con nosotros
a la mesa servida y nunca vacía
del ferviente deseo.
Y de ese modo reconocerían
la inagotable plenitud del amor,
y celebrarían la consumación
del cuerpo y la sangre.
Traducción, Rodolfo Häsler
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2010 a las 18:50 | {0}