Inventando lo imposible René Magritte
Rompe el espejo
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
Patrul Rimpoché
Ten presente el ejemplo de una vaca vieja,
que se da por satisfecha durmiendo en un cobertizo.
Tienes que comer, dormir y cagar,
eso es inevitable,
lo demás no es asunto tuyo.
que se da por satisfecha durmiendo en un cobertizo.
Tienes que comer, dormir y cagar,
eso es inevitable,
lo demás no es asunto tuyo.
¿Qué quiere ver?
Una luminaria
el relámpago de
¿Dónde lo quiere ver?
En la horca
del árbol
que no claudica
¿Vendrá a verlo?
¿Irá él?
¿Se secará
cuando bajo su sombra
haya encontrado?
¿Habrá de someterse
una vez más?
Escenas
Una luminaria
el relámpago de
¿Dónde lo quiere ver?
En la horca
del árbol
que no claudica
¿Vendrá a verlo?
¿Irá él?
¿Se secará
cuando bajo su sombra
haya encontrado?
¿Habrá de someterse
una vez más?
Escenas
Proust -para los puristas- sí habla de una magdalena que acompaña a un té, sólo que no es de su sabor de donde arranca Por el Camino de Swan y los recuerdos, densos de sintaxis, de la infancia del protagonista.
Purista es una palabra estrecha -parece ser que el siglo XX ha sido el de la impureza- que tiene a la par algo de elevado, de intenso o de recio.
Enrique Morente -símbolo de la impureza flamenca- muerto ayer sin que al parecer su hora hubiera tenido que ser ésa, habría sido tachado de loco si no hubiera tenido éxito. Porque la distancia entre estar loco y ser genio sólo reside en si se tiene o no éxito. Curioso mundo el de las palabras que otorga al loco la actitud (estar) y al genio la aptitud (ser).
Granada debe estar triste y más el Albaicín (y como si fuera un rizo más de los tópicos de cada pueblo, unos ladrones se aprovecharon de la enfermedad del cantaor para robar en su casa, ¡mal rayo les parta!).
Me gusta el flamenco aunque reconozco mi ignorancia supina y como sé que el flamenco es una cuestión de sutilezas, matices finísimos para discernir entre un palo y otro, sólo puedo decir que me gusta el flamenco como me gusta la música en general. Siempre me sentí orgulloso de conocer el compás de la bulería (que me enseñó en la juventud Etel, una muchacha que habrá celebrado la llegada de Morente a su tablao celestial) y de no haberlo olvidado. Eso debe de ser el flamenco: algo muy simple que no se olvida cuando se logra aprehender.
De Enrique Morente siempre me gustaron sus ojillos roedores y esa tendencia irrefrenable a acostarse ya de madrugada. No le habrá gustado morir en plena tarde, poco antes de la hora torera, enchufado a máquinas sin pellizco, rodeado de batas sin cola. Seguro que él sabía que ésa no era la hora.
Purista es una palabra estrecha -parece ser que el siglo XX ha sido el de la impureza- que tiene a la par algo de elevado, de intenso o de recio.
Enrique Morente -símbolo de la impureza flamenca- muerto ayer sin que al parecer su hora hubiera tenido que ser ésa, habría sido tachado de loco si no hubiera tenido éxito. Porque la distancia entre estar loco y ser genio sólo reside en si se tiene o no éxito. Curioso mundo el de las palabras que otorga al loco la actitud (estar) y al genio la aptitud (ser).
Granada debe estar triste y más el Albaicín (y como si fuera un rizo más de los tópicos de cada pueblo, unos ladrones se aprovecharon de la enfermedad del cantaor para robar en su casa, ¡mal rayo les parta!).
Me gusta el flamenco aunque reconozco mi ignorancia supina y como sé que el flamenco es una cuestión de sutilezas, matices finísimos para discernir entre un palo y otro, sólo puedo decir que me gusta el flamenco como me gusta la música en general. Siempre me sentí orgulloso de conocer el compás de la bulería (que me enseñó en la juventud Etel, una muchacha que habrá celebrado la llegada de Morente a su tablao celestial) y de no haberlo olvidado. Eso debe de ser el flamenco: algo muy simple que no se olvida cuando se logra aprehender.
De Enrique Morente siempre me gustaron sus ojillos roedores y esa tendencia irrefrenable a acostarse ya de madrugada. No le habrá gustado morir en plena tarde, poco antes de la hora torera, enchufado a máquinas sin pellizco, rodeado de batas sin cola. Seguro que él sabía que ésa no era la hora.
Autor Fotografía: Portillo Barrera
Al igual que no existe la magdalena de Proust, existen las Variaciones Goldberg. Y existe Glenn Gould que las interpreta (iba a escribir "que las toca" pero me ha parecido tan duro el verbo tocar que he decidido escribir interpretar que aunque con muchas erres, éstas se dulcifican al entrar en contacto con las demás letras) de forma tan extraordinaria que alguien las llamó en vez de Variaciones Goldberg, las Variaciones Gouldberg.
¿Quién dijo por vez primera que todo el torrente de recuerdos de En Busca del Tiempo Perdido parten del sabor de una magdalena? A este ingenioso falsario le vendría bien ese dicho italiano de se non è vero è ben trovato. Es tan bueno el hallazgo que todos lo utilizamos cuando queremos expresar la fuerza de un recuerdo que nos llega por un sabor o un paisaje o un olor.
¡Cuántas de estas falsedades corren como bulos ciertos (hermoso oxímoron) por estos mundos! Espero que no sea uno de ellos el que Bach compusiera estas variaciones para el conde Hermann Carl von Keyserlingk y que éste se las entregara a su clavicordista Johann Gottlieb Goldberg para que se las interpretara en sus largas noches de insomnio debidas a la gota que sufría. Y que el buen conde acaba durmiéndose no por lo temperado de las Variaciones, sino porque le dejaban extenuado.
Durante muchos años las Variaciones Goldberg me gustaban mucho más al piano que al clavicordio. Últimamente las escucho para su instrumento original y he de reconocer que el efecto que buscaba Bach (agotamiento por exceso) se consigue mucho más en el clavicordio. Cuando quiero, simplemente, emocionarme, vuelvo a Gould, a su versión de 1981 (la de 1955 es más vivace).
Termina la Variación 26. Voy a desayunar una magdalena.
¿Quién dijo por vez primera que todo el torrente de recuerdos de En Busca del Tiempo Perdido parten del sabor de una magdalena? A este ingenioso falsario le vendría bien ese dicho italiano de se non è vero è ben trovato. Es tan bueno el hallazgo que todos lo utilizamos cuando queremos expresar la fuerza de un recuerdo que nos llega por un sabor o un paisaje o un olor.
¡Cuántas de estas falsedades corren como bulos ciertos (hermoso oxímoron) por estos mundos! Espero que no sea uno de ellos el que Bach compusiera estas variaciones para el conde Hermann Carl von Keyserlingk y que éste se las entregara a su clavicordista Johann Gottlieb Goldberg para que se las interpretara en sus largas noches de insomnio debidas a la gota que sufría. Y que el buen conde acaba durmiéndose no por lo temperado de las Variaciones, sino porque le dejaban extenuado.
Durante muchos años las Variaciones Goldberg me gustaban mucho más al piano que al clavicordio. Últimamente las escucho para su instrumento original y he de reconocer que el efecto que buscaba Bach (agotamiento por exceso) se consigue mucho más en el clavicordio. Cuando quiero, simplemente, emocionarme, vuelvo a Gould, a su versión de 1981 (la de 1955 es más vivace).
Termina la Variación 26. Voy a desayunar una magdalena.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/12/2010 a las 12:49 | {0}