Extracto de la carta escrita por C. G. Jung a la edad de setenta años a la señora Frobe que se sentía atrapada en el conflicto entre su profesión y su familia
Querida señora Frobe:
... No hay solución, sólo cabe tener paciencia con los opuestos, que provienen al fin y al cabo de su propia naturaleza. Usted misma es un conflicto que se enfurece en y contra sí misma, a fin de fundir en el fuego del sufrimiento sus substancias incompatibles, lo masculino y lo femenino, y crear así esa forma fija e inalterable que es la meta de la vida. Todo el mundo pasa por ese trance, consciente o inconscientemente, voluntariamente o por la fuerza. Estamos crucificados entre los opuestos y librados al tormento hasta que tome forma el tercero que concilia. No dude de que los dos lados que alberga en su interior merecen la pena y deje que lo que vaya a suceder suceda, sea lo que sea. El conflicto, en apariencia insoportable, es la demostración del valor de su vida. Una vida sin contradicción interior sólo es media vida o una vida en el Más Allá, destinada exclusivamente a los ángeles. Pero Dios ama más a los seres humanos que a los ángeles.
Mi más cordial saludo,
C. G. Jung
... No hay solución, sólo cabe tener paciencia con los opuestos, que provienen al fin y al cabo de su propia naturaleza. Usted misma es un conflicto que se enfurece en y contra sí misma, a fin de fundir en el fuego del sufrimiento sus substancias incompatibles, lo masculino y lo femenino, y crear así esa forma fija e inalterable que es la meta de la vida. Todo el mundo pasa por ese trance, consciente o inconscientemente, voluntariamente o por la fuerza. Estamos crucificados entre los opuestos y librados al tormento hasta que tome forma el tercero que concilia. No dude de que los dos lados que alberga en su interior merecen la pena y deje que lo que vaya a suceder suceda, sea lo que sea. El conflicto, en apariencia insoportable, es la demostración del valor de su vida. Una vida sin contradicción interior sólo es media vida o una vida en el Más Allá, destinada exclusivamente a los ángeles. Pero Dios ama más a los seres humanos que a los ángeles.
Mi más cordial saludo,
C. G. Jung
Desde la octava hasta la decimosexta hora
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
El uniforme de La Hamburguesa Feliz se compone de unos zuecos blancos, pantalón blanco de marinero, camisa blanca de manga corta, delantal de hule con fondo azul y dibujo de una hamburguesa en marrón y rojo y gorra azul. Al principio sentía pudor al ponérmelo; me entraban ganas de mascar chicle y hablar en tejano. Nunca me gustó, además, dejar mis brazos desnudos. Me recordaba a la vergüenza que sentía el bueno de Andreas Kartak cuando buscaba, por las callejuelas de un Paris de los años 30, a Santa Teresita de Lisieux para devolverle una deuda -200 francos- que había contraído no sabía cuándo. La vergüenza. Alguien dijo: Nunca te avergüences de un trabajo honrado. Yo siento vergüenza de mis brazos desnudos.
En la undécima hora ha pasado algo que a mí me ha sorprendido. Soy un hombre de cincuenta y seis años aunque es cierto que mi sufrimiento, lo amargo de mi existencia, mi alejamiento del contacto humano, me hacen parecer más joven, mucho más joven (lo que realmente envejece es la tranquilidad). A esa hora, digo, ha entrado en La Hamburguesa Feliz una madre con dos hijas. Las niñas tendrían doce años y parecían mellizas. Venían excitadas de ver una película, Amanecer, si no me equivoco y a la madre le ha sido difícil hacer que se concentraran un instante para que le dijeran qué querían merendar. Una vez conseguido las niñas se han ido a una mesa y frente a mí se ha quedado ella. Es una mujer de unos cuarenta y cinco años con el pelo negro azabache y unos inmensos ojos verdes, un verde oscuro de helecho; sus manos son finas; su cuerpo es menudo; su voz es dulce. En ese momento había pocos clientes. He pedido su merienda y ha habido un instante en que, hasta que llegaban los menús preparados por el coreano, no he tenido nada que hacer. No me he atrevido a quedarme frente a ella, ni he querido pasar una balleta o hacer cualquier otra cosa porque lo que realmente deseaba era sentir la presencia de esa mujer y sentir al mismo tiempo que ella también deseaba la mía. Entonces he escuchado que ella me decía:
- Perdone que le diga pero es usted el vivo retrato de un personaje de ficción.
- ¿Yo?
- Sí, usted, llevo buscándole un cuerpo desde hace un mes y... y es usted.
- ¿Y qué personaje es?
- Bueno, no lo conocerá usted. Se llama Andreas Kartak.
- Y ¿por qué le busca un cuerpo? Si le puedo preguntar.
- Sí, es que estoy haciendo una adaptación al teatro, el personaje es de una novela y... bueno me ha sorprendido tanto.
- ¡Do menú infailes! ¡Hambuguesa felí y patata flita!, ha gritado el coreano.
Las he recogido. Las he puesto en la bandeja donde esperaban las bebidas. He cobrado a la madre. Y al darle la vuelta no he podido aunque he querido, evitar decirle:
- Ya sabe, ese es el tipo de milagros que hace Teresita de Lisieux.
La mujer ha sonreído una sonrisa franca y hermosa como un plenilunio, de tan blancos sus dientes y tan perfectos y al marcharse ha dejado en el aire su último comentario:
- Al final me van a acabar gustando las hamburguesas.
El orden en que he contado esta anécdota ha sido exactamente así. No lo he preparado para que resultara impactante. Siempre fui un mal escritor. Primero pensé en Andreas y luego vino la mujer que le buscaba un cuerpo. No he querido creer que la casualidad es el orden natural de las cosas. Reniego de la esperanza.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/07/2011 a las 18:13 | {0}
Incunable del año 1472
¿Dónde se encuentra? ¿y esa punzadita en el estómago? Hay que aceptarlo. Aunque cueste. Poco a poco lo voy consiguiendo. ¿A la fuerza ahorcan? Yo sabía que la forma era escandalosa y que en ocasiones ser autodidacta es una losa que no se puede levantar sin eso que se llama don de gentes. Importa. Duele en el orgullo quizá. ¿Dónde está el orgullo? ¿En el paso de los años? ¿En el empeñarse? ¿En una constancia ciega? ¿Qué han sido estos once años? ¿Habrá que olvidarse de todas las formas? ¿Desconocerlo todo? ¿Abandonar sin laceraciones? ¿O seguir jugando sin esperar nada? Un juego nada más que me libró de la realidad y que yo quise incluir en mi realidad provocando así un error de dimensiones -humanamente- considerables.
Hacer el duelo entonces. Despojarse del equipaje. Mirarla como se mira un esfuerzo que quedara ahí. Una rareza. Una especie de muro. Un largo soliloquio. Con un argumento fútil. Con un desarrollo anárquico. Pensé que había intentado unir en Las Últimas -mi última novela- dos tendencias novelísticas: la del naturalismo y la de la fantasía (o la literatura memorística y la literatura puramente imaginativa). Ingredientes que surgen al amparo de la distancia. Pensé que la había peinado suficientemente. Pensé que había mantenido el pulso narrativo -vacilante- con mano firme (es decir que la vacilación del discurso tenía sentido narrativo). Pensé que había largas parrafadas hermosas que mostraban la calidad del que escribe.
¿Qué es la calidad? me pregunto ahora. ¿Sólo por comparación? me digo. Una opinión no es la opinión, bien lo sé. Demasiado tiempo, quizá. ¿A quién me entrego? ¿A quién escucho?
¡Qué joven es mi cabeza! ¡Y mi corazón cómo late! ¡Y mis ganas cómo siguen ahí avisándome de que la dignidad es lo último que debe perderse! Ni siquiera es una cuestión de bueno o de malo sino de idóneo -vacilo tanto ahora que me cuestan los acentos-. ¿Cómo sería la crítica? ¿Qué es la crítica? Tan sólo esperaba como todo artista... Quizá no lo sea y ése haya sido el espejismo. Quizá sepa ver y no sepa recrear. Quizá sigo perdido y me alienta la búsqueda. Quizá haya de buscar siempre, siempre y el premio, como el viaje, no sea encontrar, llegar, sino seguir buscando, el recorrido. Alégrate entonces. Alégrate porque en la búsqueda está la emoción. Eso sí lo sé.
Espero aún el veredicto final. La sentencia firme. No abandonaré. La escritura es algo que está pegada a mí, y yo a ella. Es muy probable que mi forma no sea la idónea. Es muy probable que me falten recursos estilísticos. Es muy probable mi torpeza en el imaginar pero aún con todo me gusta escribir. Cada día la escritura llama a la puerta de mi gana y me siento aquí frente al teclado y empiezo a organizar en mi cabeza una idea que plasmo en palabras y unas veces las pongo en el mundo y otras las guardo en un cuaderno de tapas amoratadas. Y en ocasiones tomo mi pluma y, en tinta verde, escribo un verso. Y también escribo en el aire. Y también escribo en el tiempo.
Hacer el duelo entonces. Despojarse del equipaje. Mirarla como se mira un esfuerzo que quedara ahí. Una rareza. Una especie de muro. Un largo soliloquio. Con un argumento fútil. Con un desarrollo anárquico. Pensé que había intentado unir en Las Últimas -mi última novela- dos tendencias novelísticas: la del naturalismo y la de la fantasía (o la literatura memorística y la literatura puramente imaginativa). Ingredientes que surgen al amparo de la distancia. Pensé que la había peinado suficientemente. Pensé que había mantenido el pulso narrativo -vacilante- con mano firme (es decir que la vacilación del discurso tenía sentido narrativo). Pensé que había largas parrafadas hermosas que mostraban la calidad del que escribe.
¿Qué es la calidad? me pregunto ahora. ¿Sólo por comparación? me digo. Una opinión no es la opinión, bien lo sé. Demasiado tiempo, quizá. ¿A quién me entrego? ¿A quién escucho?
¡Qué joven es mi cabeza! ¡Y mi corazón cómo late! ¡Y mis ganas cómo siguen ahí avisándome de que la dignidad es lo último que debe perderse! Ni siquiera es una cuestión de bueno o de malo sino de idóneo -vacilo tanto ahora que me cuestan los acentos-. ¿Cómo sería la crítica? ¿Qué es la crítica? Tan sólo esperaba como todo artista... Quizá no lo sea y ése haya sido el espejismo. Quizá sepa ver y no sepa recrear. Quizá sigo perdido y me alienta la búsqueda. Quizá haya de buscar siempre, siempre y el premio, como el viaje, no sea encontrar, llegar, sino seguir buscando, el recorrido. Alégrate entonces. Alégrate porque en la búsqueda está la emoción. Eso sí lo sé.
Espero aún el veredicto final. La sentencia firme. No abandonaré. La escritura es algo que está pegada a mí, y yo a ella. Es muy probable que mi forma no sea la idónea. Es muy probable que me falten recursos estilísticos. Es muy probable mi torpeza en el imaginar pero aún con todo me gusta escribir. Cada día la escritura llama a la puerta de mi gana y me siento aquí frente al teclado y empiezo a organizar en mi cabeza una idea que plasmo en palabras y unas veces las pongo en el mundo y otras las guardo en un cuaderno de tapas amoratadas. Y en ocasiones tomo mi pluma y, en tinta verde, escribo un verso. Y también escribo en el aire. Y también escribo en el tiempo.
Alegato de Milos Amós versus Isaac Alexander
Quinta y sexta horas del primer día de descanso semanal
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!
Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
Cuento
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2011 a las 18:27 | {0}Reflexiones de Isaac Alexander en un barrio del pueblo de Rojas
Fotografía de Caroline Lahougue. Buenos Aires
¿Esta cerveza con limón que bebo es una destilación de la antigua ambrosía?
¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
Deténgase, joven, deténgase y observe la emoción que le produce el solsticio de verano.
¿El movimiento del 15-M se ha ido de vacaciones? ¿O son los periodistas los que se han tomado las vacaciones de él?
Una vieja amiga, Caroline Lahougue, recorre las calles de Buenos Aires. Micer Bañuelos, si la encuentra usted en algún mercadillo de libros de segunda mano, trátela como a una reina. Porque es una reina.
Al terminar un libro de divulgación científica sentí un espaldarazo y al reflexionar sobre la mente lógica intuí un reguerito de hormigas laborando afanosamente en la construcción de un acordeón.
He de reconocer que tuve una mujer y que su silencio me llena de indefensión. Si pudiera, saltaría junto a ella sobre una hoguera de San Juan y luego le diría: Esto fue lo único que pasó: que nos chamuscamos un poco.
Suenen las alharacas. Vengan los rocines a mí.
¿Porque ya no existe, no fue cierto?
Está la brazada, el cálculo infinitesimal, el boga, boga, marinero y la canción del elegido.
Arrieritos somos, exclamó orgulloso el cabrero.
Y la niña exclama: ¡Agua va!
Y el niño se agarra a la falda de mamá.
Y el primer amor se convierte en un rito de iniciación bajo la soflama de una luna encendida sobre la mar.
Riela, borreguillo, riela.
Vamos a la pensión. Estrechemos los lazos. Confiemos en los daimones. Miremos de reojo a Fata Morgana.
Saturno y Plutón deben descansar de sus conjunciones apocalípticas.
A vuestra salud.
¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
Deténgase, joven, deténgase y observe la emoción que le produce el solsticio de verano.
¿El movimiento del 15-M se ha ido de vacaciones? ¿O son los periodistas los que se han tomado las vacaciones de él?
Una vieja amiga, Caroline Lahougue, recorre las calles de Buenos Aires. Micer Bañuelos, si la encuentra usted en algún mercadillo de libros de segunda mano, trátela como a una reina. Porque es una reina.
Al terminar un libro de divulgación científica sentí un espaldarazo y al reflexionar sobre la mente lógica intuí un reguerito de hormigas laborando afanosamente en la construcción de un acordeón.
He de reconocer que tuve una mujer y que su silencio me llena de indefensión. Si pudiera, saltaría junto a ella sobre una hoguera de San Juan y luego le diría: Esto fue lo único que pasó: que nos chamuscamos un poco.
Suenen las alharacas. Vengan los rocines a mí.
¿Porque ya no existe, no fue cierto?
Está la brazada, el cálculo infinitesimal, el boga, boga, marinero y la canción del elegido.
Arrieritos somos, exclamó orgulloso el cabrero.
Y la niña exclama: ¡Agua va!
Y el niño se agarra a la falda de mamá.
Y el primer amor se convierte en un rito de iniciación bajo la soflama de una luna encendida sobre la mar.
Riela, borreguillo, riela.
Vamos a la pensión. Estrechemos los lazos. Confiemos en los daimones. Miremos de reojo a Fata Morgana.
Saturno y Plutón deben descansar de sus conjunciones apocalípticas.
A vuestra salud.
Miscelánea
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/07/2011 a las 10:58 | {0}
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Invitados
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/07/2011 a las 12:12 | {0}