Capítulo 4º Fin de los antecedentes (1)
Los meses siguientes a nuestro rencuentro en el Hotel Victoria fueron extraños. Ahora que lo pienso me ocurrió una sensación que no supe analizar hasta mucho tiempo después, justo hasta esta mañana, tras la conversación que mantuve con Olmo y que aún no he contado, y era ésta que aunque le vi más veces y hablé con él por el móvil con asiduidad, lo sentí más distante, mejor más ausente, que cuando estuvimos seis meses sin saber absolutamente nada el uno del otro.
Baste como ejemplo lo que me ocurrió con Gema, en realidad lo que me ocurrió con Olmo. Porque cuando le veía sentía un cambio que me alejaba de él. Desde el momento en que Constance irrumpió en su vida se volvió, cómo decirlo, más feliz... y no hay cosa más sosa que la felicidad. Yo quería a Olmo por su compañerismo, por su agresividad, por su locura, porque era un tipo junto al que me había puesto el mundo por montera y habíamos renegado de cualquier tipo de bondad. Nosotros éramos unos kamikazes; más: éramos unos yakuzas. Miembros imaginarios de una mafia que estaba dispuesta a reventar el mundo para conseguir sus fines. Constance cambió a Olmo. Los primeros meses lo entendí como el encoñamiento propio de haber conseguido a la hembra que se desea. Estaba bien. No había nada que decir. Se metía menos. Bebía menos. Salía menos por las noches. Hacíamos más deporte, eso sí. Me hice socio de un club de padel y cuando Olmo paraba por mi ciudad, echábamos las mañanas dándole a la raqueta y yo mirando a ver si veía bragas o conseguía tirarme a alguna (cosa que por supuesto ocurrió).
La distancia que se había abierto entre Olmo y yo repercutió en mi relación con Gema. Mientras tuve el contrapeso de Olmo, pude llevar con indiferencia mi matrimonio. Nada me alteraba. Fue tras el nacimiento de Javi cuando las cosas empezaron a ponerse jodidas. Gema había tenido un parto difícil y se encontraba débil. Se pasaba días en la cama con fuertes dolores de cabeza, dolores que provocaban que su cuerpo se hinchara hasta el extremo de que su rostro llegaba a desfigurarse. Un día llegué a pensar que esa indiferencia había sido posible tan sólo porque Gema estaba buena y de vez en cuando tenía ganas de follármela (ganas que ella nunca rechazaba). Mi irascibilidad empezó a subir cuando me rechazó varias veces. Un día estuve a punto de...
Entonces llamé a Olmo. Estaba en Barcelona, con Constance, por supuesto. No puede evitar el sarcasmo de decirle: ¡Qué constancia la de Constance! No respondió. El silencio en la línea se hizo inmenso. Sentí terror de perderle para siempre, de no volver a oír su voz. Hablé de nuevo yo, ¿Estás ahí? Y Olmo respondió, Cada vez menos. Y colgó. Aquella noche me cogí una descomunal. A la salida de un after ilegal me desvalijaron y me dieron unas cuantas hostias. Vi a Olmo dos semanas después. Jugamos al padel. Nos sentamos en la terraza del club y, como si la conversación de hacía dos semanas no hubiera tenido lugar, le conté, como cuento yo las cosas, lo que me estaba ocurriendo con Gema. Olmo me miró -yo diría que con tristeza o compasión-, se levantó y me dijo sin la más mínima insolencia: Eres un hijo de puta.
La siguiente noticia que tuve de él fue seis meses más tarde. Me enviaba la invitación de boda de su próximo enlace con Constance.
Baste como ejemplo lo que me ocurrió con Gema, en realidad lo que me ocurrió con Olmo. Porque cuando le veía sentía un cambio que me alejaba de él. Desde el momento en que Constance irrumpió en su vida se volvió, cómo decirlo, más feliz... y no hay cosa más sosa que la felicidad. Yo quería a Olmo por su compañerismo, por su agresividad, por su locura, porque era un tipo junto al que me había puesto el mundo por montera y habíamos renegado de cualquier tipo de bondad. Nosotros éramos unos kamikazes; más: éramos unos yakuzas. Miembros imaginarios de una mafia que estaba dispuesta a reventar el mundo para conseguir sus fines. Constance cambió a Olmo. Los primeros meses lo entendí como el encoñamiento propio de haber conseguido a la hembra que se desea. Estaba bien. No había nada que decir. Se metía menos. Bebía menos. Salía menos por las noches. Hacíamos más deporte, eso sí. Me hice socio de un club de padel y cuando Olmo paraba por mi ciudad, echábamos las mañanas dándole a la raqueta y yo mirando a ver si veía bragas o conseguía tirarme a alguna (cosa que por supuesto ocurrió).
La distancia que se había abierto entre Olmo y yo repercutió en mi relación con Gema. Mientras tuve el contrapeso de Olmo, pude llevar con indiferencia mi matrimonio. Nada me alteraba. Fue tras el nacimiento de Javi cuando las cosas empezaron a ponerse jodidas. Gema había tenido un parto difícil y se encontraba débil. Se pasaba días en la cama con fuertes dolores de cabeza, dolores que provocaban que su cuerpo se hinchara hasta el extremo de que su rostro llegaba a desfigurarse. Un día llegué a pensar que esa indiferencia había sido posible tan sólo porque Gema estaba buena y de vez en cuando tenía ganas de follármela (ganas que ella nunca rechazaba). Mi irascibilidad empezó a subir cuando me rechazó varias veces. Un día estuve a punto de...
Entonces llamé a Olmo. Estaba en Barcelona, con Constance, por supuesto. No puede evitar el sarcasmo de decirle: ¡Qué constancia la de Constance! No respondió. El silencio en la línea se hizo inmenso. Sentí terror de perderle para siempre, de no volver a oír su voz. Hablé de nuevo yo, ¿Estás ahí? Y Olmo respondió, Cada vez menos. Y colgó. Aquella noche me cogí una descomunal. A la salida de un after ilegal me desvalijaron y me dieron unas cuantas hostias. Vi a Olmo dos semanas después. Jugamos al padel. Nos sentamos en la terraza del club y, como si la conversación de hacía dos semanas no hubiera tenido lugar, le conté, como cuento yo las cosas, lo que me estaba ocurriendo con Gema. Olmo me miró -yo diría que con tristeza o compasión-, se levantó y me dijo sin la más mínima insolencia: Eres un hijo de puta.
La siguiente noticia que tuve de él fue seis meses más tarde. Me enviaba la invitación de boda de su próximo enlace con Constance.
Mario Muchnik
Hilandera (1910)
Cultura es todo aquello que no se hace por dinero.
Capítulo 3 En el hotel Reina Victoria
Cuando salí de mi casa en una urbanización a las afueras de la ciudad, lloviznaba y ya estaba anocheciendo. Aún así cogí la moto, una BMW S1000RR. Antes pasé por mi diller y pillé un par de gramos de coca. Me dijo que era de la buena. Le contesté que a ver si era verdad porque la última vez que le compré me estuve cagando vivo toda la noche. Me metí un par de rayas con él y me fui. Cuando llegué a la plaza donde se encuentra el hotel Reina Victoria había dejado de llover y la noche había caído. Brillaba el asfalto y hacía frío. Era noviembre. Entré. El bar del hotel se encuentra en la planta baja; es un bar de diseño moderno con amplios sofás donde acomodarse y mesas bajas de cristal. Sonaba música ambient, el volumen 2 de Vintage Café Lounge & Jazz Blends. Olmo estaba sentado frente a uno de los ventanales. Sentí una gran alegría al verle de nuevo tras tantos meses. Sonrió al verme, se levantó y nos dimos un fuerte abrazo. Me dijo, Estoy tomando un gin tonic con pepino, te lo recomiendo y yo, estrechándole la mano, le dije, Y yo te recomiendo que pruebes esta coca. Olmo no cogió la papela. Dijo, Luego. Vamos a charlar un rato. Le hizo un gesto a la camarera, una piba despampanante, con acento ruso. Mientras llegaba mi gin-tonic estuvimos hablando de gilipolleces, los niños, el trabajo, los proyectos, Gema. Le dije que estaba embarazada otra vez y respondió riendo, ¿Pero aún te la follas? Y yo siguiéndole la broma le contesté, En cuanto lo tenga le hago la prueba de paternidad.
El gin-tonic estaba realmente bueno y al probarlo me bajó por la garganta los restos de la raya de coca que me había metido con el diller y me dieron ganas de meterme otra. Se lo dije a Olmo y él respondió, Ve, ve tú. Te espero. A mí aquella segunda negativa ya me mosqueó un poco, ¿Te has rehabilitado?, le pregunté mientras me levantaba. Quizá, me respondió y dejó en el aire algo enigmático que me incomodó.
Siempre me ha gustado meterme rayas en los servicios de los bares; ese ligero peligro de que alguien te pille; la rutina de rular el billete de 50 € -siempre de 50-; la cantidad de coca generosa sobre la cartera; deshacer las piedrecillas con la tarjeta de crédito; y esnifar. Sin embargo la inquietud por la actitud de Olmo hizo que todo el rito lo hiciera con desgana y salí de allí más nervioso que excitado.
Olmo seguía en la misma actitud, cariñosa y distante. Cuando me senté empezó a hablar.
- Después de la última juerga tuve que irme a Barcelona para controlar las obras de unos edificios que estamos construyendo allí. A la tercera noche de llegar, me fui a la Barceloneta a tomarme una paella con los pies descalzos sobre la arena. Me fui solo. Ya me conoces. Mientras esperaba a que me sirvieran me puse a mirar el mar y a fumarme un peta. Todo era como siempre. Entonces escuché una voz a mis espaldas. La voz más hermosa que he escuchado jamás. Una voz de mujer con el color de un violonchelo. Fue tanta la belleza de esa voz que te juro que me costó girarme porque me parecía imposible que una voz así viviera en el cuerpo de una persona igual de bella. Y al volverme me quedé helado.
- ¡Oh, Olmo por fin se nos ha enamorado! Brindemos. Y levanté mi copa. La verdad es que me habías preocupado.
- Espera...
- ¿Por qué no te metes una puta raya y me sigues contando?
- Vale, una raya.
Olmo se fue al servicio y ahora sí, respiré tranquilo. Una pava, pensé, una puta pava; joder, creía que me iba a decir que tenía una enfermedad mortal.
Al rato volvió y yo le sonreí con la sonrisa del amigo que está dispuesto a escuchar las virtudes de la amada. Olmo continuó hablando como si no se hubiera ido.
- Frente a mí tenía a la mujer más bella que jamás hubiera podido imaginar. No sé cómo describírtela...
- Ahórratelo...
- Vale. Volvió a preguntarme qué iba a tomar y torpemente y no queriendo hacerlo, leí la carta y le pedí un arroz con bogavante y un vino blanco muy frío. Recuerdo que me preguntó: ¿Cuál, señor? Y yo le contesté: El mejor que tengas y que esté más frío.
- Ese es mi Olmo. Mandando siempre. Bueno, ¿cuánto tardaste en tirártela, tres horas, un par de días?
- ¡Joder tío qué impaciente eres! Al rato volvió y me sirvió. Cuando se inclinó, sentí una especie de electricidad y queriéndome quitar de encima tanta sensación, cómo decirte, casi cursi, decidí hacer lo que siempre he hecho y pasé al ataque.
- ¡Bravo!
- Constance...
- ¿No se llamaba así la criada de Los tres mosqueteros?
- ... tuvo una reacción extraña. Tan sólo sonrío a mi requiebro y dijo, Espero que le guste. Pero aquella sonrisa no había sido ni impostada ni defensiva. Aquella sonrisa había sido... pura.
- Sí, claro, tan pura como la coca que te has metido. ¡Hostias! estás peor de lo que yo pensaba... ¿Otro gin con pepino?
Olmo sonrió y asintió. Me dijo que mientras lo servían se iba a fumar un cigarrillo a la calle. Le dije que le acompañaba. Salimos. La plaza estaba casi vacía. Nos sentaron a gloria las primeras caladas. Olmo siguió hablando.
- Tiempo después se lo comenté. Le dije que esa sonrisa y las palabras que dijo, Espero que le guste, las sentí como que se referían más a ella que a la paella...
- ...y además poeta.
- ¡Vete a tomar por culo!
- Perdona. No interrumpo más.
- Era como si ella supiera ya algo en ese momento que yo he tardado todos estos meses en descifrar.
Yo me callé para no interrumpir y él volvió a exhibir su sonrisa que es, fuera mariconadas, una de sus mejores armas de seducción.
- Nos metemos una rayita.
Y yo, bromeando, como si fuera la novia a la que se le pide en matrimonio, contesté:
- Pensé que no me lo ibas a pedir nunca.
El gin-tonic estaba realmente bueno y al probarlo me bajó por la garganta los restos de la raya de coca que me había metido con el diller y me dieron ganas de meterme otra. Se lo dije a Olmo y él respondió, Ve, ve tú. Te espero. A mí aquella segunda negativa ya me mosqueó un poco, ¿Te has rehabilitado?, le pregunté mientras me levantaba. Quizá, me respondió y dejó en el aire algo enigmático que me incomodó.
Siempre me ha gustado meterme rayas en los servicios de los bares; ese ligero peligro de que alguien te pille; la rutina de rular el billete de 50 € -siempre de 50-; la cantidad de coca generosa sobre la cartera; deshacer las piedrecillas con la tarjeta de crédito; y esnifar. Sin embargo la inquietud por la actitud de Olmo hizo que todo el rito lo hiciera con desgana y salí de allí más nervioso que excitado.
Olmo seguía en la misma actitud, cariñosa y distante. Cuando me senté empezó a hablar.
- Después de la última juerga tuve que irme a Barcelona para controlar las obras de unos edificios que estamos construyendo allí. A la tercera noche de llegar, me fui a la Barceloneta a tomarme una paella con los pies descalzos sobre la arena. Me fui solo. Ya me conoces. Mientras esperaba a que me sirvieran me puse a mirar el mar y a fumarme un peta. Todo era como siempre. Entonces escuché una voz a mis espaldas. La voz más hermosa que he escuchado jamás. Una voz de mujer con el color de un violonchelo. Fue tanta la belleza de esa voz que te juro que me costó girarme porque me parecía imposible que una voz así viviera en el cuerpo de una persona igual de bella. Y al volverme me quedé helado.
- ¡Oh, Olmo por fin se nos ha enamorado! Brindemos. Y levanté mi copa. La verdad es que me habías preocupado.
- Espera...
- ¿Por qué no te metes una puta raya y me sigues contando?
- Vale, una raya.
Olmo se fue al servicio y ahora sí, respiré tranquilo. Una pava, pensé, una puta pava; joder, creía que me iba a decir que tenía una enfermedad mortal.
Al rato volvió y yo le sonreí con la sonrisa del amigo que está dispuesto a escuchar las virtudes de la amada. Olmo continuó hablando como si no se hubiera ido.
- Frente a mí tenía a la mujer más bella que jamás hubiera podido imaginar. No sé cómo describírtela...
- Ahórratelo...
- Vale. Volvió a preguntarme qué iba a tomar y torpemente y no queriendo hacerlo, leí la carta y le pedí un arroz con bogavante y un vino blanco muy frío. Recuerdo que me preguntó: ¿Cuál, señor? Y yo le contesté: El mejor que tengas y que esté más frío.
- Ese es mi Olmo. Mandando siempre. Bueno, ¿cuánto tardaste en tirártela, tres horas, un par de días?
- ¡Joder tío qué impaciente eres! Al rato volvió y me sirvió. Cuando se inclinó, sentí una especie de electricidad y queriéndome quitar de encima tanta sensación, cómo decirte, casi cursi, decidí hacer lo que siempre he hecho y pasé al ataque.
- ¡Bravo!
- Constance...
- ¿No se llamaba así la criada de Los tres mosqueteros?
- ... tuvo una reacción extraña. Tan sólo sonrío a mi requiebro y dijo, Espero que le guste. Pero aquella sonrisa no había sido ni impostada ni defensiva. Aquella sonrisa había sido... pura.
- Sí, claro, tan pura como la coca que te has metido. ¡Hostias! estás peor de lo que yo pensaba... ¿Otro gin con pepino?
Olmo sonrió y asintió. Me dijo que mientras lo servían se iba a fumar un cigarrillo a la calle. Le dije que le acompañaba. Salimos. La plaza estaba casi vacía. Nos sentaron a gloria las primeras caladas. Olmo siguió hablando.
- Tiempo después se lo comenté. Le dije que esa sonrisa y las palabras que dijo, Espero que le guste, las sentí como que se referían más a ella que a la paella...
- ...y además poeta.
- ¡Vete a tomar por culo!
- Perdona. No interrumpo más.
- Era como si ella supiera ya algo en ese momento que yo he tardado todos estos meses en descifrar.
Yo me callé para no interrumpir y él volvió a exhibir su sonrisa que es, fuera mariconadas, una de sus mejores armas de seducción.
- Nos metemos una rayita.
Y yo, bromeando, como si fuera la novia a la que se le pide en matrimonio, contesté:
- Pensé que no me lo ibas a pedir nunca.
Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/09/2011 a las 18:22 | {0}Capítulo 2º De cómo Olmo desapareció y reapareció
La ausencia de Olmo durante seis meses me hundió en una profunda violencia. Ni el móvil me cogía. Mi matrimonio estaba destrozado. Sé que podría echar a Gema toda la mierda que se me ocurriera y lo habría hecho si este relato que ahora escribo lo hubiera empezado antes de la noche de ayer con Olmo. En el primer capítulo he intentado transmitir el espíritu que nos embargaba (y que a mí aún me embarga). No quiero a las mujeres. No sé si quiera si algún día podré querer a alguna. Las mujeres son para mí, siempre fueron para mí, cuerpos que me atraen como atrae el abismo, el peligro, el fuego; sus almas, sus emociones, su inteligencia no me interesan. Siempre he sentido que las arquetípicas cualidades femeninas -dulzura, comprensión, cariño- no son más que una imagen de su propia imagen: gestos suaves, curvas acogedoras, lugares calientes, volúmenes redondos. Las mujeres que yo he conocido son duras, intransigentes, secas. Nunca he tenido un amigo mujer (sigo creyendo que es imposible). Este corpus doctrinal sobre las mujeres lo compartía con Olmo y el hecho de que fuera así me daba fuerzas para conservarlo y defenderlo.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
Una tarde de domingo (detesto los domingos con toda la familia en la casa y Gema poniendo esa cara de asco cuando me ve repantingado en el sofá viendo una tras otras todas las competiciones deportivas que pongan por la tele; paso de los niños, de sus gritos, risas, deseos u ocurrencias; paso de Gema y del intento que hace en la comida por parecer una familia bien avenida; paso de ella cuando me pregunta si le ayudaré en las tareas del hogar: poner una lavadora, vaciar el lavavajillas -el domingo es el único día que no tenemos chica-, poner la mesa. Una pregunta que se repite domingo tras domingo y que siempre obtiene la misma respuesta: No me paso trabajando toda la puta semana para encima hacer tareitas los domingos. Eso te toca a ti. Y si no, ya sabes: puerta. Ese soy yo. Lo mejor de mí: gano una pasta gansa. Mucha pasta) estaba viendo un partido de tenis entre Roddick y Monfils cuando sonó mi móvil. Mi corazón se agitó al ver el nombre de Olmo como se agitaría si hubiera aparecido en la pantalla el nombre de la mujer que en ese momento deseaba tirarme como fuera y que no me hacía ni puto caso (una arquitecta recién contratada por mi padre con unas peras y un culo que, en fin...). Lo cogí. Salí al jardín. Escuche a Olmo que me decía: ¿Te apetece que nos veamos? Claro que me apetecía. Era lo que más me apetecía del mundo. Me hice de rogar un poco. Le hice ver mi enfado. Me cortó como siempre: ¡Bueno tío, si te apetece quedamos el bar del Hotel Reina Victoria a las siete y media! y colgó. Tenía el tiempo justo para llegar.
Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/09/2011 a las 12:25 | {0}Capítulo 1º Justo antes
Esta es una historia que me contó mi mejor amigo, Olmo Sacci, a lo largo de una noche de drogas (cocaína y éxtasis) y alcohol con un intermedio de dos putas que vinieron a mi casa a eso de las tres de la madrugada. He de poner un poco en antecedentes esta noche porque si no se perdería algo de la magia de lo que vendrá después.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
Olmo y yo -mi nombre en clave será El amigo que ninguna mujer quiere que tenga su chico (lo escribiré pocas veces, es demasiado largo)- somos amigos desde que tenemos veinte años (ahora rondamos los cuarenta). Tanto él como yo fuimos durante la juventud un par de hijos de puta, niñatos de papá, con pasta y con morro para follarnos a todo lo que se nos pusiera por delante (y he de decir, sin pizca de vanidad, que se nos pusieron muchos coños por delante y de todos dimos buena cuenta). Terminamos la carrera como pudimos (Arquitectura, por supuesto) y nada más terminar, nuestros respectivos padres nos metieron en sus respectivos estudios y comenzamos a viajar por todo el mundo construyendo un bodrio detrás de otro. La vida era, cómo decirlo, una constante borrachera de juergas, estafas, bragas, drogas, risas, resacas, yates, Ibiza, desparpajo, pasote, absoluta indiferencia a todo lo que tuviera el aroma de problema, reflexión o paciencia. Así éramos Olmo y yo. Más Olmo que yo. De hecho fue a mí al primero que pilló una mujer entre sus garras. A los treinta y dos años conocí a Gema y a los treinta y tres me casé con ella y a los treinta y cuatro tuve (bueno lo tuvo la zorra ésa) a Borja y los treinta y cinco a Begoña y a los treinta y seis a Javi. Hasta los treinta y seis llego.
Olmo mantuvo nuestro ritmo de vida dos años más tras mi matrimonio (o sea hasta cuando yo tenía ya dos hijos). Recuerdo la nostalgia que me entraba cuando salía con él alguna noche que paraba por la ciudad donde vivía, y le veía con los ojos enrojecidos y con los bolsillos llenos de papelas y cómo embestía a la primera rubia de bote que le echara un vistazo y luego la dejaba tirada, esperándole a la salida, porque él, esa noche, estaba conmigo y ninguno coño afeitado iba a poder separarle de mí. Olmo era mi héroe. Yo había entrado en esa fase del matrimonio que a todo hombre le llega que consiste en que la rutina mata el deseo. Tenemos una polla que busca novedad. Esto es condición de mamífero. Tiene que ver con la amígdala y el hipocampo. El neocórtex ahí ni pincha ni corta (o más bien quiere cortar, cortarnos los cojones). No es culpa nuestra. Y yo solía acabar llorándole en el hombro, maldiciendo el día que me casé y diciendo de Gema más barbaridades de las estrictamente ciertas. Él se reía, me miraba y decía, Eres gilipollas. ¡Hala, a mamarla pegado al culo de tu mujer! Y dejando unos billetes encima de la mesa se iba a correrse en alguna el final de la noche y me dejaba a mí con la mirada perdida y diciéndome a mí mismo, Menudo pedo llevas. Joder como voy a ir casa en este estado.
Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/09/2011 a las 23:50 | {0}
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Cuento
Tags : El Brillante Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/09/2011 a las 19:47 | {0}