Decimosexto día
Cuando pelaba patatas mi madre parecía una gran señora. Las mondas no eran tan sólo la piel de la patata sino que solía coger bastante del tubérculo. Mi madre decía, Nunca te hagas el pacato al pelar patatas o al cortar queso; si cuando cortes queso queda algo de él junto a la corteza, yerguete y se un señor. Claro, estas cosas las decía cuando ya llevaba su tercer vaso de vino y el rojo iluminaba de púrpura sus mejillas.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.
Decimoquinto día
Durante un tiempo fui carnicero en Bratislava, bueno, en realidad, no fui exactamente carnicero, fui el hortera de la carnicería o el repartidor porque creo recordar que hortera sólo es el dependiente de una tienda de ultramarinos como manceba era la dependienta de una farmacia. En todo caso el carnicero jefe se empeñó en enseñarme el oficio y he de reconocer que el hombre amaba su trabajo y cuando alguien que ama su trabajo se empeña en enseñártelo, te das cuenta de los matices que encierra toda actividad humana, hasta la más humilde. También he de reconocer que no tuve tripas para aguantar tanto descuartizamiento y si no me puedo considerar vegetariano, apenas como carne por los recuerdos que me trae; dejé el trabajo por la pena que el carnicero tenía de que yo no amara como él la delicadeza de un corte hecho a la perfección para que cuando se friera todos los jugos, todos los nervios, todas las vetas realizaran a la perfección su función de agradar al paladar; la vida tiene estas cosas, me digo, hoy que el perro de abajo ha venido a morderme cuando salía de mi casa camino del palacio que cuido como si se tratara de mi propia hija; me digo, en esos momentos, que si hubiera amado el corte fino en la carne muerta quizás hoy me viera heredero de una carnicería en el mejor mercado de Bratislava, casado con una casquera que había enfrente y a la que no hacía ascos, ni ella a mí sólo que pensar en amarnos entre callos, mollejas, hígados, riñones y criadillas, arrastraba mi libido hacia oscuras catacumbas, sin hachos, profundas; me decía hoy, en las curvas del puerto, que si hubiera amado el cuchillo y la delicadeza de una carne magra, me habría pasado la vida entre lluvias, nieves y fríos, en un país que antes fue parte de otro, miserable como todos los países miserables, mal aprendiendo un idioma con demasiadas consonantes para mi gusto y llevando a una caterva de chiquillos a ver al Slovan de Bratislava; pero no fue así, no pude con las carnes muertas y me fui de nuevo y me cambié de ciudad y el día que me despedí de la casquera que se llamaba Alanna supe por su mirada que había imaginado todo lo que yo había imaginado y que en nuestros cuerpos quedaría para siempre la ausencia del otro. Y cuando terminaba el puerto me decía que por qué no había sucumbido a una vida sencilla, en una ciudad sencilla, casado con una mujer que se dedicaba a limpiar las tripas de las bestias mientras yo me dedicaba a cortar pescuezos, morrillos, agujas o rabos. Y cuando enfilaba la autovía me preguntaba por qué había dejado abandonada a mi madre en Tirana, jubilada de su profesión de enfermera y retirada de su afición que tan sólo me confesó en su lecho de muerte y por qué me fui a vivir a Manila donde no se me había perdido nada y donde tampoco encontré nada. Las preguntas, sin embargo, no han aplacado al perro de abajo que ha seguido mordiendo hasta que he nadado tanto que me he quedado como dormido, vagando por las salas del palacio donde están colgadas obras de Dalí y Miró y Fortuny y Rousignol y Nonell y Casas y Sorolla y Grané y Tapies y Sunyer y Urgell y Mir, sí, también Mir que se volvió loco en la isla de Mallorca...
Decimocuarto día
Solo cuando los hombres puedan enrollar el espacio como un trozo de cuero, acabará el sufrimiento de no conocer a Dios. Svetasvatara Upanisad.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
La noche es desde otro lado. Los aspersores riegan la hierba del jardín; al fondo ya no es vista La Primavera; allá las luces de la ciudad -tan cercana, tan inalcanzable- dejan ver unas formas anaranjadas. Sentado en el porche trasero del palacio escribo mientras leo el momento en el que Buda se sentó en el punto inmóvil y dejó de pensar Yo. Los sonidos nuevos de esta noche me asustan porque cuando el primer hombre pensó Yo surgieron a la par el temor y el deseo. ¡Cuánto hay de admirable en las concepciones mitológicas de los hombres! me digo mientras leo a Joseph Campbell y entre líneas siento el profundo amor que tenía a su trabajo, el respeto absoluto por las creencias metafísicas de todo pueblo que haya poblado o pueble esta tierra tan rica en matices, tan desordenada, tan necesitada de ideas. ¡Cuánto consuelo necesita el mundo de los hombres! La única especie que ha pensado Yo.
Decimotercer día
Cualquier motivo (hubo una vez en que discurrí en base al discurso de otro si es motivo o causa o no sé cuál otra palabra).
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
Duodécimo día
Yo no estoy loco, tú lo sabes; si yo te cuento, si te digo las cosas que pasan, tú sabes que no me dejo llevar por imaginaciones fantasiosas (porque hay imaginaciones que no son fantasiosas, lo fantasioso siempre tiene algo de exacerbado); yo no puedo hoy creer que a las hadas sólo se las puede ver de reojo como ocurre con los duendes, ni imagino –necesariamente- que los alienígenas tengan que tener un ente material, podrían ser perfectamente entes indetectables por nuestros sentidos o entes que pudieran atravesar las branas que según algunos astrólogos conforman la separación de los universos; yo no estoy loco, tú lo sabes, es cierto que en ocasiones me dejo llevar por elucubraciones que van más allá de lo razonable sólo que ¿quién dijo que lo que se encuentre fuera de la razón es una locura? Ahí tenés a Spinoza que se pasó una parte de la vida creando un sistema ético basado en la geometría (herencia directa de Descartes) y la otra intentando demostrar que las Escrituras no hay que tomarlas al pie de la letra y sobre todo hay que contextualizarlas; y nadie llamó nunca loco a Spinoza por dedicarse a semejantes trabajos, más bien lo llaman filósofo y genio; vos sabés que mi locura es más bien ignorancia porque siempre me sorprenden los hombres que aseguran las cosas más osadas con una seriedad que tan sólo tiene como respuesta la risa; no se puede uno mantener serio ante la cantidad de cosas serias que se dicen todos los días por ahí; y a ésos no se les llama locos, a ésos se les suele encontrar en las universidades, en los parlamentos, en las jefaturas de los gobiernos, a la cabeza de las iglesias y no sabés, amor, la cantidad de sandeces que se les puede escuchar, es como un torrente de lava idiota y luego están los voceros de ésos, que nos ponen sus palabras todos los días, tres y cuatro veces, como si lo que dijeran tuviera algo de serio, de lógico, de razonable; porque para mí la locura es justamente la afirmación de una verdad, sea ésta cual sea y por esta afirmación siempre prefiero a los que dudan que a los que afirman, prefiero a Sócrates antes que a Platón (aunque Sócrates tan sólo hable por boca de Platón); prefiero a Montaigne y a Spinoza antes que a Nietzsche o incluso que a Schopenhauer y eso que a mí Schopenhauer me enseñó muchísimo; prefiero a los filósofos morales que dudan de su moral como se puede dudar de la tormenta aunque se tengan a los negros nubarrones encima de la cabeza y en la lejanía se escuchen ya los primeros truenos que a aquéllos cuya moral es rocosa como suele ser la moral de los pastores de hombres y que amenazan con los más severos castigos si la moral que predican no se cumple a rajatabla; a mí me parecen locos tanto los salvahombres como los que les siguen y con esto no quiero decir que no se deba seguir a nada, tan sólo intuyo que es mejor no hacerlo, no sé por qué, será por una cuestión de sinapsis neuronales o por un trauma; a veces los porqués es lo menos importante de una situación;
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Narrativa
Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2014 a las 22:44 | {0}